Bajé del automóvil y cerré de golpe la portezuela. ¡Qué concreto, qué rotundo, se oyó aquel portazo en el vacío día sin sol! «¡Guau!», comentó el perro mecánicamente. Apreté el timbre, que vibró por todo mi sistema nervioso. Personne. Je resonne. Re-personne. ¿De qué profundidades de mi mente surgían aquellas tonterías? «¡Guau!», volvió a comentar el perro. Se oyeron pasos apresurados, que se detuvieron de repente, y la puerta se abrió con un seco chasquido, que sonó igual que un nuevo ladrido.
Casi cinco centímetros más alta. Gafas de montura rosada. Nuevo peinado hacia arriba, orejas nuevas. ¡Qué inocente parecía todo! El momento, la muerte que había imaginado durante tres años, parecían tan inocentes como un pedazo de madera seca. Estaba franca, inmensamente encinta. Su cabeza parecía más pequeña (sólo habían transcurrido dos segundos, en realidad, pero permítanme asignarles toda la duración que es capaz de sobrellevar una vida), sus pálidas mejillas estaban hundidas y sus piernas y brazos desnudos habían perdido su tinte bronceado, de modo que se notaba el vello. Llevaba un vestido marrón de algodón, sin mangas, y anchas zapatillas de fieltro.
-¡Vaya! -exclamó, después de una pausa, con todo el énfasis de la sorpresa y la bienvenida.
-¿Está en casa tu marido? -grazné con el puño en el bolsillo.
Resulta evidente que no podía matarla, aunque algunos hayan imaginado lo contrario. ¿Es que no lo comprenden? La quería. Era un amor a primera vista, a última vista, a cualquier vista.
-Pasa -dijo con una nota de vehemente alegría en su voz. Dolly Schiller se pegó cuanto pudo (e incluso se alzó un poco de puntillas) a la astillada madera de la puerta, a fin de dejarme paso, y, por un momento, pareció que la hubieran crucificado, pues levantó hasta la altura de los hombros sus brazos, blancuzcos como la lecha aguada, inclinó su rostro de mejillas hundidas y pommettes redondeadas y sonrió al umbral. Pasé sin rozar a su prominente criatura. Seguía oliendo a Dolly, aunque con un tufillo a fritanga. Me castañetearon los dientes-. No, quédate fuera -añadió dirigiéndose al perro. Cerró la puerta y nos siguió a mí y a su barriga hasta la sala de estar de aquella casa de muñecas.
-Dick está allí -dijo señalando con una raqueta de tenis invisible, lo que hizo que mi mirada viajara desde el ocre dormitorio-sala donde estábamos, a través de la cocina y la puerta trasera, más allá de la cual, en un paisaje bastante primitivo, un joven desconocido de pelo oscuro, que llevaba un mono, y al cual, inmediatamente, absolví de la pena de muerte, me volvía la espalda subido a una escalera mientras clavaba algo en el techo, o sus aledaños, de la choza de su vecino, un tipo más rechoncho, con un solo brazo, que miraba hacia arriba.
Lolita explicó desde lejos la situación, como si tratara de disculparla («Los hombres siempre serán hombres»). ¿Quería que lo llamara?
No.