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El amor según Inés Garland

“Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo”.

El amenazado, Jorge Luis Borges.

Inés Garland tenía once años cuando escribió su primer cuento: una historia de amor imposible entre una princesa de papel y un soldado tijera, que la corta en pedacitos hasta que ella se convierte en un bollito.

Ese parece ser el primer recuerdo que Garland tiene de la escritura. Desde ese entonces, el verbo “escribir” la acompañó siempre, como un perro guardián que la protegía contra la soledad y que actuaba como catalizador de su existencia. Sin embargo, pasaron varios años hasta que encontramos sus libros en las estanterías de las librerías.

En el medio, entre los 11 y los 46 años, Inés Garland parece haber sido personaje de diversas historias, encarnando roles variados y lejanos al de escritora. Durante su juventud, viajó por Estados Unidos y Europa. Fue moza, niñera, limpió casas y tocó la guitarra en Piazza Navonna. En Italia, se enamoró y no fue correspondida. Volvió a Buenos Aires cargando el fracaso amoroso. Ya en nuestros pagos, trabajó como profesora de gimnasia, masajista y productora de un programa de televisión sobre escritores, según ha confesado a distintos medios.

Gracias al empujón de un terapeuta, se animó a participar de un concurso. Ahí llegaron los reconocimientos y, con ellos, la valentía, tal vez, para mostrar lo que estaba guardado. Primero, fue El rey de los centauros. Después llegarían Una reina perfecta, la novela juvenil Piedra, Papel o Tijera y La arquitectura del océano, entre otras. Traductora de Lydia Davis y Sharon Olds, ahora sí siente, como confesó en una entrevista con Eterna Cadencia, que se dedica a lo que realmente quiere: “Ya me encontré con lo que de verdad soy. Tomé el toro por las astas”.

Todo este camino para llegar a Una vida más verdadera, su última novela editada este año por Alfaguara. Es que no hay contenido sin un contexto y del peregrinar por la vida de Garland dos palabras quedan resonando en el aire: amor y verdad.

garlandY es en esta nouvelle donde estos dos conceptos se entrelazan y adquieren un nuevo significado. ¿Qué actúa como imán para que dos personas se encuentren, se atraigan y se enamoren? ¿Cuánto nos perdemos en el otro? ¿Cuánto cedemos? ¿Hay lugar para explorar formas de amar por fuera de los mandatos sociales y religiosos? ¿En qué consiste una vida más verdadera? El logro de la obra es que ninguna de estas preguntas se nos imponen, sino que quedan vagando entre las páginas y es el lector el encargado de darles respuestas.

Simulando, tal vez, un juego autobiográfico, a Garland le gusta que sus historias estén protagonizadas por mujeres, y Una vida más verdadera no es la excepción. La narradora, una mujer divorciada, con una hija, se reencuentra, 30 años después, con su amor de la adolescencia. “El mensaje dice hola, soy P., me gustaría verte. O algo parecido. Lo mandó a mi cuenta de Facebook hace dos años, pero se guardó en un lugar donde no lo vi”.

Como una película que queda en pausa y, al apretar play, arranca desde donde la dejamos, lo mismo ocurre entre ellos dos. Ahora P., cuyo nombre nunca se revela, está casado y tiene hijos, pero el tiempo parece no haber transcurrido y se encuentran desde lo que dejaron pendiente en su juventud. Aparecen, así, el deseo del otro, la voracidad de los cuerpos, los guiños cómplices. “Es viernes. Estos son mis viernes, nuestros viernes. Estamos en la cama desde la mañana y del otro lado de las persianas está bajando el sol. En un rato va a tener que irse”.

La pérdida de conciencia, por momentos, del mundo adulto, de sus obligaciones y sus ataduras, le confieren a la novela un clima de inocencia que recuerda a la libertad adolescente. Pero entre el deseo que empuja y la realidad que se impone, la cotidianeidad, esa amenaza de lo sucesivo en palabras de Borges, genera desilusión. Ya lo dijo Erich Fromm en El arte de amar que el amor erótico es “quizás, la forma de amor más engañosa que existe”. Porque cuando el otro se transforma en una persona íntimamente conocida y no quedan más barreras por vencer, el enamoramiento se desvanece.

El tema del desamor parece inquietar a Garland porque, de alguna u otra manera, es un tópico que siempre está presente en sus obras. Como un antropólogo que disecciona los restos para resolver un misterio, de la misma manera la escritora socava en las profundidades del alma para intentar entender la sensación brutal de angustia que produce la falta de amor. En ese sentido, podríamos ubicarla dentro de la tradición de autores como Alfred Hayes quien, con su novela Los enamorados, se aleja de todo canon romántico para demostrar que el amor tiene mucho de real y poco de ideal.

La grandeza de las historias de Inés Garland es que son densas desde el sentido que proponen, pero sencillas en su expresión. Siempre estamos ante relatos cotidianos, historias simples que potencian la identificación con el lector. Todo esto lo logra, además, haciendo un uso magistral de la economía de las palabras. En Una vida más verdadera, la autora dice mucho más a través de las acciones de los personajes y de los silencios que de las palabras mismas. Esos silencios que reproducen las pausas entre los amantes y que celosamente cuidó en la edición. Así, una página en blanco o una página con una sola frase adquieren otro peso específico.

Este trabajo desde la forma y el contenido va creando un tono reflexivo, casi de confesión, que invita a la introspección y que recuerda a esa atmósfera dubitativa de la novela Intimidad, de Kureishi. En Una vida más verdadera, somos testigos del ir y venir de los pensamientos que pasean por la mente de la narradora, de las dudas que emergen, de la búsqueda de respuestas. Y en esas contradicciones hay un atisbo de verdad, un destello, una revelación: en el fondo, somos luz y somos sombra, y una vida más auténtica, un amor más real solo puede ser el resultado de abrazar ambas partes. Por fuera de los lugares comunes, Garland nos ofrece una pieza literaria mágica que se anima a vencer los prejuicios y a sincerar el deseo y el amor.

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