Por Dolores Caviglia
La escritora argentina publicó este año un nuevo libro de cuentos, Las cosas que perdimos en el fuego, en el que con una oscuridad devastadora se mete de lleno en temas como las relaciones de pareja, la violencia de la calle, el fervor adolescente y los que aparecen.
Hay quienes siempre desean tener a sus seres queridos cerca, aunque la distancia que los separe sea enorme, como un océano, como el trecho que se interpone entre la infancia y la tercera edad, como el abismo imposible que instala en diferentes planos a la vida y a la muerte. Mariana Enríquez es uno de ellos. Cuando ingresa al bar de la esquina en la que se juntan Callao y Lavalle, con la mirada algo baja y el pelo bien negro aireado por el viento de la mañana fresca de otoño, aún no se ve, recién aparece cuando se sienta, cuando se quita el abrigo, cuando se desploma con la suavidad de quien sabe que de ahora en más tiene que hablar sobre sí alrededor de una de las tantas mesas de madera.
Es una medalla que cuelga del cuello y de una cadena fina de plata. Es la foto de un hombre. No es el padre. No es el abuelo aunque la foto sí está en blanco y negro. No es un hermano, tampoco un amigo del alma o un novio. Es la cara de Mick Jagger, joven, buen mozo, seguro en esos años en que los Rolling Stones no sabían del todo en lo que iban a convertirse, pero estaban dispuestos a disfrutarlos. Es el fanatismo en un estado de dulzura puro, sincero, adolescente, envidiable.
Pasaron los años pero Mariana es esa misma chica de 21, la que ingresó a la oficina del editor Juan Forn con una novela inédita en la cartera y un atuendo que le valió el apodo “punk”. Siempre de negro, en mayor o menor medida, y con un talento a la hora de contar que no deja impasible al lector que abre cualquiera de sus libros. Ahora, después de ese primer libro, Bajar es lo peor, de Cómo desaparecer completamente, de Los peligros de fumar en la cama, de Alguien camina sobre tu tumba: Mis viajes a cementerios, de La hermana menor, un retrato de Silvina Ocampo, Mariana, que nació en Buenos Aires en 1973, que estudió Comunicación Social en la Universidad de La Plata para contar sus pasiones, que trabaja en diarios, publica en revistas y da clases en la facultad, presenta Las cosas que perdimos en el fuego.
¿Cuándo te diste cuenta que tenías entre manos un nuevo libro?
Tengo épocas de escritura. Durante varios años, escribí muchos cuentos diversos pero en ellos aparecían seguido determinadas características: narradoras mujeres, un terror, un terror más realista del que venía haciendo, local, relacionado con un lugar geográfico. Entonces, llegó un momento en que me di cuenta que ahí había un libro. Después, algunos cuentos ya los escribí especialmente, pensando en el libro.
¿Cómo elegís al narrador? ¿Te da lo mismo escribir en primera persona o en tercera?
Para mí eso sale con la historia, no tengo una preferencia particular. A veces la primera personas parece fácil pero lo que me pasa seguido con eso es que me doy cuenta que tiene una voz muy parecida a la de la escritora, a mí. Y eso no me gusta. Pero la persona depende de la historia, de cómo querés contar. Y es algo totalmente intuitivo.
¿Existe un plan previo antes de sentarse a escribir?
Yo no planeo los textos, para nada, los escribo. Sé hacia dónde voy, sé dónde termino, pero es todo un plan mental. Ni siquiera tengo anotaciones. Cuando me siento a escribir, ya hay una idea que vengo trabajando. El arranque lo escribo en mi cabeza. Y el material lo saco de todos lados, de la calle. De los casos. El primer cuento de este libro es el caso del niño que asesinaron en Mercedes, Ramoncito, un crimen que llegó a obsesionarme. Pero no hago ejercicios de investigación con los casos. Leo la crónica corta y listo.
¿Cómo es el trabajo de un escritor hasta que la frase queda lista para ser impresa?
La verdad, con sinceridad y sin ninguna intención de sonar arrogante, es que no hago muchas versiones de los cuentos. No me gustan los cuentos muy trabajados, me doy cuenta al leerlos, me parecen mecánicos, pulidos, vanidosos. Me gusta que tengan alguna arista no tan terminada, esa especie de electricidad del momento en que lo escribiste. Yo, en mi rutina, trato de no tardar más de un día en escribir un cuento, porque siento que pierde potencia. Trato que conserve la inmediatez. El lenguaje, el tono, viene con la historia. El tipo de adjetivación tiene que ver con el clima de la historia. Con el ambiente mental.
Además, trabajo todos los días en el suplemento cultural Radar, del diario Página 12, doy clases y tengo imprevistos, por lo que cuando me siento a escribir es en verdad el momento en que pude hacerlo. A veces me gustaría hacerlo antes o después, pero es así. No tengo una vida de escritora exclusiva. Una idea pudo haber llegado antes pero no hubo tiempo. Mis tiempos de escritura y de la vida cotidiana estas súper mezclados. Es más, los momentos de la escritura son los que le robo a la vida.
Pero si pudiera elegir, en este momento de mi vida prefiero escribir por las mañanas, pero no las tengo, trato de tener un par de horas pero no las tengo. Y a veces no tengo ganas. A veces estoy cansada y quiero dormir. Escribir es algo mucho más desordenado.
¿Hay momentos en los que estás escribiendo y te bloqueás y no podés seguir?
No me bloqueo, pero eso tiene que ver con el periodismo; con la costumbre de que si no lo hacés, cierra la edición, el editor se queda con una página abierta y te mata. Si me puede pasar que eso que sale no me gusta, pero sale. Con la literatura me quedó ese tic. A lo mejor lo leo al otro día y lo odio, pero no me trabo. No me cuesta escribir bajo presión, tampoco es que me gusta. Estoy entrenada.
En estos cuentos hay mucha oscuridad en lo que no se dice, ¿es esa una herramienta válida a la hora del terror?
Me interesa que no solamente le pase al lector sino también a mí lo de las aberturas en los textos. Hay muchos cuentos que terminan donde podría empezar otro. Yo lo que escribo de los cuentos en general es lo que sé, lo que pongo en elipsis a veces lo sé y otras no. También me permito que sean misteriosos para mí. No me gustan los finales con moño cerrado. Algunos cuentos los necesitan. Pero en otro sentido. Hay veces en que creo que explicar mucho le quita onda al cuento. Me gusta la insinuación. No que tranquilicen ni que expliquen el mundo. No resto información por pereza, es que no quiero que tenga esa trama. Quiero el misterio, el mundo que no se ve, otros niveles de interpretación. Me parece bien no entender. Me entretiene que el lector se malhumore con lo que pide del libro. Mis escritores favoritos, Robert Aickman, Silvina Ocampo, Julio Cortázar, no dicen todo.
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Mariana nunca tiene miedo cuando escribe, pese a que las cosas que cuenta provocan terror. Y no es sólo la falta de miedo la que la caracteriza, no; Mariana disfruta. Cuando una idea oscura se le viene a la cabeza no la bloquea, se divierte con ella. De chica le pasaba lo mismo, miraba películas de terror y la pasaba bien. “Mal bien”, según dice.
Mariana asegura no tener aprehensión, tampoco pensamientos supersticiosos. Dice que no se enrolla, que no tiene ningún tipo de represión, que el terror para ella es un tipo de sufrimiento muy entretenido, como el de la montaña rusa, emocionante, que gusta.
¿Te acordás qué fue lo primero que escribiste?
Tenía ocho años y era un texto sobre un unicornio, fantasía. Con ilustraciones y todo. Pero no me gustó y lo rompí. Era muy malo y no tenía ternura conmigo misma a los 8 años; y no sé si mi madre supo de ese cuento. Después escribí a los 17 mi primera novela, no hubo mucha transición. Quizá algún poema berreta, pero no amoroso. Eso jamás. Era un poema con estilo nietzscheano: por qué la vida. Pero habré escrito dos poemas, para probar. Leo mucha poesía. Pero no me atrevería jamás a escribir. Me gustan mucho T. S. Eliot, Rimbaud, Sylvia Plath, José Watanabe, Antonio Cisneros. Alejandra Pizarnik no tanto, me gusta Fogwill.
¿Cuál fue el primer libro que terminaste?
La historia interminable de Michael Ende. Me lo regalaron para un cumpleaños. Y más tarde, cuando leí Cementerio de animales de Stephen King, fue una revelación: yo hasta ese momento pensaba que la literatura no te podía causar cosas físicas, pero ese libro fue como una experiencia estética importante. Yo sabía que la música te podía hacer llorar, bailar, el cine también, pero con la literatura no me había pasado, no había tenido una experiencia emotiva. Pero cuando leí ese libro tuve miedo físico, aterrador, la pasé mal y eso me abrió una puerta emocional. Y después de eso agarré Cumbre borrascosas y me enamoré, mal, con corazoncitos. Con King me conecté con la literatura. Ahí entendí lo que se podía hacer.
¿Pensás en tus lectores a la hora de armar un cuento o una novela?
Nunca pienso en cómo me van a leer. Tengo lectores ideales en la cabeza. Y no me gusta mostrar mucho lo que hago porque soy bastante influenciable, no me gusta el texto muy manoseado y muy leído. Ochenta lecturas del texto no me sirven.
Hoy existen muchos talleres de periodismo, de escritura, de literatura. ¿Qué opinión tenés sobre esa tendencia?
Me gustan más los talleres de lectura que los de escritura. No me veo en esa instancia. No entiendo la dinámica, no entendería por qué alguien podría esperar una devolución mía. El tema del maestro me parece complicado. Yo tengo gustos particulares y no puedo garantizar que voy a ser generosa para encontrar una voz y respetarla. Creo que hay gente que tiene ese don. Pero yo no puedo garantizarlo.
Creo que se aprende leyendo. No hay una técnica. Solo se adquiere por absorción. No se puede transmitir en una charla. La lectura y el entendimiento de la lectura no se enseña. Se practica. Pero considero que la experiencia de la escritura es más disfrutable en soledad. Me gusta escribir sola. La gente me lo arruina. Sí creo que se pueden enseñar técnicas sencillas: esta palabra queda mejor, este lugar es común, esto que sea un diálogo.
¿Y en tu rol de profesora universitaria cómo te sentís?
Me gusta dar clases. Ahí si es leer y escribir porque enseño periodismo narrativo. Pero es muy técnico. La información la organizamos así, no pongas eso, contá las fuentes. Esas son las cosas que digo.
¿Podés elegir entre escribir periodismo o ficción?
Disfruto por igual. El texto de no ficción es fabuloso, es literario. No encuentro tanta diferencia. Me gusta más leer ficción. Pero pienso que no es más fácil escribir ficción. La no ficción es más rigurosa, me da más trabajo. A mí me cuesta entender cuándo terminar si escribo una crónica: cuántas fuentes, cuánto territorio recorre, cuántas entrevistas hacer. No son las mismas herramientas. Es diferente el método. Para escribir sobre un músico leo muchas entrevistas, escucho música; para escribir ficción no hago nada.
¿Cómo te llevás con la crítica literaria?
Es complicado. Hacer el libro sobre Silvina Ocampo no fue difícil porque estaba muerta. Creo que pasa por ahí. No hago crítica de escritores contemporáneos salvo que me guste mucho el libro. Si le voy a tirar la súper onda, lo hago. En algún momento lo hice más, pero creo que fue un error. En algún momento me arrepentí de lo que creía del texto. Algún libro que valoré pésimo lo volví a leer y me pareció que no estaba tan mal. No tengo formación académica en crítica literaria. No tengo ganas de hacerlo.
¿Quisiste ser música en algún momento de tu vida?
Obvio, pero soy sorda. Canto muy mal, toco muy mal. Soy nula. Si no hubiese sido así, obvio. Para mí una canción es lo más, es incomparable. Lo intenté, manoseé un poco la guitarra eléctrica, nos juntábamos con unas amigas. Pero no, soy un desastre. Tengo oído sólo para escuchar.
Si Stephen King fue el escritor, ¿quién fue el músico?
Fueron muchos. Nick Cave, David Bowie, los Rolling Stones, Ryan Adams. Escucho punk alternativo, no escucho rap ni electrónica. Me vuelve loca la música negra hasta los 60 y los desprendimientos de eso, como Prince. Lana del Rey me encanta, tengo todos los discos. Adele no, es muy tradicional. Amy Winehouse me gustaba mucho más.
Yo escribo con música, todo texto tiene banda de sonido. Muchos son, se parecen a los músicos, hago castings mentales. En general, cuando pienso el texto ya sé quién es. A quién se parece. Con la música sufro, es hermoso lo que me pasa. Voy a los recitales, me vuelvo loca, la paso mal. Sufro bien.
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En Ushuaia, fin del mundo, Mariana Enriquez pisa fuerte. Cuando leí sus cuentos quedé fascinada y un poco impresionada, no voy a negarlo. Se los pasé a mi hija que enseña literatura en un colegio salesiano. Ella se los manda a sus alumnos por celular y de ahí los leen en clase. Los chicos se interesan maravillados por la lectura -y un poco impresionados, tampoco voy a negarlo- y tienen que decir quien es el monstruo de ese otro cuento que no aparece en los libros. Una amiga de ella también empezó a leer a Mariana en clase.
¡Qué bueno que se vaya expandiendo por allá, Alicia! Mariana Enriquez es una tremenda escritora. ¡Un abrazo!