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El experimento dentro del experimento en ‘Olimpia’ de Betina González

“El verdadero lugar de la ficción es ese de hacer preguntas”, me dice Betina González en lo que empieza siendo una entrevista y termina siendo una clase magistral de literatura en la que yo, del otro lado de la pantalla, resulto ser oyente privilegiada de su ponencia. El motivo es la publicación de su nueva novela Olimpia, editada recientemente por Tusquets. Ella habla, sobre todo, de los procesos de escritura, del constante ensayo y error, que como en la ciencia—y contrario a lo que nos quieren hacer creer algunos escritores, “la falsa mística del lugar del escritor como alguien inalcanzable”, dirá—, le toca atravesar también.

Betina González (Villa Ballester, 1972) trabaja alrededor de preguntas que vienen obsesionándola desde hace tiempo y que son motor de su escritura. Preguntas que giran en torno a qué es ser animal y qué es ser humano, cuándo comienza lo animal y cuándo lo humano. Preguntas que se materializan en historias que ella plasma en sus libros. Así, Olimpia viene a cerrar una especie de trilogía involuntaria, que considera, empezó con su novela América Alucinada (Tusquets, 2016) y sigue con el libro de cuentos El amor es una catástrofe natural (Tusquets 2018).

En su nueva novela la autora parte de un experimento real, del que se entera en una fiesta cuando un amigo le cuenta la historia de Winthrop Kellog, el científico estadounidense que, junto a su esposa, decidió en los años treinta adoptar una mona para criarla junto a su hijo como si se tratara de un ser humano más. En su libro El niño y el mono Kellog se preguntaba “cuál sería la naturaleza del individuo resultante que hubiera madurado, sin ropa, sin lenguaje humano y sin asociación con otros de su tipo”.

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Betina González escucha sobre el experimento y lo guarda durante un tiempo en su cabeza. Ella no lo dice, pero es como si tuviera un radar para capturar historias que después convierte en literatura.

En el 2016 empieza a escribir una novela en donde Mario Ulirch y Lucrecia Durante, un matrimonio en la Argentina de la primera mitad del siglo XX —él científico, ella clavadista—deciden, tras quedar embarazada ella, criar a su hijo junto con una chimpancé para ver si la chimpancé puede adoptar comportamiento humano, incluso desarrollar el habla. Algunas preguntas que plantea el libro son: ¿el entorno pesa más que la herencia? ¿existe el instinto maternal? ¿cómo opera el miedo en los procesos de aprendizaje? ¿Es el lenguaje humano una cárcel? ¿Es posible comprender el mundo animal?

La autora piensa en estas preguntas, hace de la interrogación a la ficción una máxima de su escritura creando un universo propio porque, como explica, “cada libro tiene que construir su propio lenguaje”. Entonces tenemos una casa junto al río en la que viven el matrimonio, su hijo, la mona y dos criadas: Carmen y Esmeralda. Un cazador, Juan Averá, que es quien le consigue los animales a Ulrich para que realice sus experimentos. Un perro, ‘Amarillo’, víctima de los experimentos del matrimonio. Un apellido: Soaje Ocampo y la historia de cómo la voluntad científica terminó siendo considerada literatura fantástica.

elamoresunacatastrofePero llega un momento en que Betina González para de escribir. Se traba. Interrumpe entonces la escritura de su novela y escribe su libro de cuentos El amor es una catástrofe natural, en el que explora algunas de estas interrogantes. En sus cuentos nos encontramos con historias donde por ejemplo una mujer sobrevive gracias a la crianza de una loba que la amamanta, o un niño es abandonado en un bosque y encuentra en lo salvaje las mayores verdades de la existencia.

 Y así, en el proceso de escritura de estos cuentos, empieza a encontrar respuestas a Olimpia, poniendo en marcha su escritura de nuevo. Meses más tarde la retoma con una convicción: sabe que el experimento solo no alcanza. Que la fuerza narrativa radica sobre todo en el desarrollo de los personajes que aparecen en la novela, y en cómo reacciona cada uno de ellos ante la irrupción de Olimpia, la mona, en sus vidas.

Para algunos personajes Olimpia es el reencuentro con la animalidad. A cada personaje creo que le pasan cosas diferentes con la entrada de la mona en la novela. Para que se pudiera contar eso sentía que había que armar todo el escenario previo, para que esa bisagra que ocurre cuando hacen el experimento fuera un evento causal para el desarrollo de cada uno”.

La entrada de Olimpia en Lucrecia significa el reencuentro de la mujer con su corporalidad. El despojo del lenguaje humano, el paso del instinto maternal a uno mayor, signado por  la certeza de lo incomprensible.

En Ulrich se convierte en obsesión enceguecedora, la puesta en peligro ya no del experimento, sino de la integridad familiar. El famoso cazador-cazado cuando observa en  su mujer y en su hijo comportamientos primitivos, y su alumno luego le señala lo que él llama la involuntaria teoría de la involución.

En el caso del perro Amarillo Betina González utiliza la tercera persona pegada al personaje para narrar su punto de vista y sale victoriosa. No hay antropomorfismo en la voz del animal, tan frecuente en la literatura. Hay sí, mucha lectura por parte de la autora, consultas con sus amigos científicos, investigación sobre qué privilegian los perros en cuanto a los sentidos, qué relación tienen con el miedo, con el aprendizaje.

Las dos criadas, Carmen y Esmeralda como yin y yang. Carmen, quien lleva décadas trabajando en la casa, es testigo de todo lo que sucede allí. Lectora de novelas policiales, se adueña de la historia y se imagina las distintas formas de contarla si se sentara a escribirla. Betina González explica que este personaje le permitió pensar lo metaficcional presente en la novela. Esmeralda, por el contrario, nueva en la casa, busca alterar el orden establecido, y con ello, la posibilidad de una transformación social. En el fondo, no hay personajes secundarios en esta novela, y uno se deja llevar en la lectura por las motivaciones de cada uno de ellos.

Cuando toca ponerse en la voz de Juan Averá, el cazador, el relato toma carácter de leyenda. Juan Averá retoma las enseñanzas de su abuela, quien a diferencia de él, no sobrevivió a la ‘Gran Matanza’, hecho histórico que aparece en la novela y que toma carácter fantasmagórico a lo largo de su lectura. Hay en Averá un lenguaje propio, ancestral, con la flora y la fauna que lo rodea.

“Hubo muchas matanzas de comunidades indígenas, incluso en los años 20 y los años 30, y quise tener cuidado porque nunca se dice de qué etnia es, de qué parte del norte es porque yo no creo que me pueda apropiar de su cultura, pero sí de la leyenda, de la leyenda como género, que es hermoso”.

Betina González cuenta que de chica le encantaba leer leyendas de todas partes del mundo. Para la escritura de Olimpia leyó muchas provenientes de pueblos originarios. Se empapó de su lectura para después escribir leyendas propias.

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“Me gusta mucho trabajar con los géneros, sin seguir las reglas”, me dice. Así como en su novela Las Poseídas explica que trabajó con el gótico, y en El amor es una catástrofe natural exploró lo maravilloso, en el caso de Olimpia toma la leyenda como formato para crear una épica propia.

Además del desarrollo de los personajes, la autora considera que es fundamental la construcción de una sintaxis propia para cada libro.

“La gente cree que la particularidad del lenguaje se nota en los términos, pero en realidad es en la sintaxis donde está el ritmo. Eso te lleva a que la parte de los Ulrich no sea igual a la de Amarillo. Es un trabajo fino, para que la novela sea por un lado verosímil en sus propios términos. No es una novela que juega al realismo documental. Necesitaba un lenguaje propio y eso se va creando en la escritura, una va sintiendo el pulso de la propia novela mientras la va creando”.

Olimpia dialoga con historias de niños salvajes, como la de las hermanas Kamala y Amala, Kaspar Hauser y sobre todo con la historia del Pequeño Albert, otro experimento que llevó a cabo en la década del 20 el considerado padre del conductismo John B. Watson, quien utilizó a un bebé de ocho meses para probar sus teorías científicas que giraban en torno al miedo. El proceso científico, la vulnerabilidad de quienes resultan ser objetos —víctimas— de estudio, la obsesión por encontrar respuestas —el fin justifica los medios— se transforman en claves de lectura de lo que podría ser por momentos una novela de terror, aunque una vez más, la novela escapa a ser tematizada, formalizada en un género único.

Eso sí, en ella podemos encontrar ciertas tradiciones literarias: Shelley, Dickens, Stevenson, Lugones (en su cuento Yzur un hombre compra un chimpancé de circo y se obsesiona con hacerlo hablar).

Y si bien en Olimpia se deja entrever un pasado histórico, atisbos de cierta idiosincrasia de la clase alta en contraposición con las luchas anarquistas de la época, Betina González aclara que nunca le interesó escribir una novela histórica. En la creación de su propio mundo busca la aventura. Dice: “La novela sin aventura, que solo quiere copiar la vida, a mí no me interesa, no lo considero novela. Tenés que aportar algo como escritor. Hay que pedirle más a la ficción. Borges decía que como lectores de ficción tenemos derecho a esperar lo inesperado”.

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“Escribir ficción para mí tiene algo de traición y de peligro. Entre esos dos sustantivos se juega mi deseo”, escribió la autora en la Obligación de ser genial, su libro de ensayos sobre el oficio de escribir, publicado por Gog y Magog en el 2020.

Leer Olimpia es, entonces, adentrarse en lo inesperado. Es dejarse llevar por el experimento dentro del experimento, con la escritura resultante, producto de lo racional pero también de eso que es alquímico, que es la historia apropiándose, como dice la autora, del pulso de la escritura, sesión espiritista—resuena la frase rilkeana de la “belleza no es nada sino el principio de lo terrible” como advertencia—, al encuentro con lo incomprensible. En la lucha quijotesca por entenderlo, su literatura nos alumbra el camino, y lo dota, al mismo tiempo, de misterio, para que nosotros, lectores, al igual que ella, no dejemos de preguntar.

Mientras haya preguntas tendremos ficción para rato.

 

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