Es una tarde de verano en Castelar. Eso que se ve entre el follaje verde de un árbol son los ojos azules del pequeño Christian que escuchan. El jardinero municipal lo ha subido a una rama y, mientras corta las copas de los árboles, conversa con el abuelo del niño. Christian atiende a la charla de los dos hombres, fascinado. “Como el Barón Rampante”, dirá muchos años después. Pero a diferencia de Cosimo, Christian Kupchik va a bajar del ramaje para volver a subirse a otras alturas, para volver a ver y a escuchar, como ese pequeño que un día fue.
Otro abuelo, tiempo después, lo aupará al barco Teodoro Herzl, rumbo a Israel, con el propósito de cumplir el precepto algo ajeno de una comunión religiosa. El viaje inaugural, el origen del gran trayecto literario que sería luego, gran parte de su vida. Con trece años, Christian hará escala en Cabo Verde, en Isla Madeira y otros destinos increíbles. Sus ojos azules verán reflejados los límites del mundo que hasta entonces había explorado en mapas, libros de geografía, de aventuras y mitología. Las extensiones de esos territorios lo van a hechizar para siempre.
El jovencísimo Christian regresará, y en un tramo aéreo de Tel Aviv a Roma, verá una imagen que lo perseguirá hasta determinarlo, involuntariamente (si es que el inconsciente nos permite esa creencia): en el momento en que sobrevuela Grecia, Christian imagina que alguien, allí debajo, en una isla, en ese preciso instante, está mirando pasar ese avión en el que él viaja.
La imagen lo acompañará durante muchos años. La recreará cada vez que vea pasar una aeronave y levante la vista. Hasta que llegue el día en que esa imagen se vuelva concreta y lo interpele en su definición, ligando viajes y literatura y construyéndolo a él como escritor.
Christian mochilero se va a recorrer el sur en tren. Aburrido, en una mesa ve libros, pide permiso, toma uno, lo abre:
“…pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar.”
La isla a mediodía cierra con moño ese paquete en el que libros y travesías se sucederán. Comenzará a leer a Cortázar con pasión y de su mano se adentrará en una lectura anárquica, autodirigida y personal. Y comenzará su vida nómade.
Christian Kupchik es un beduino con apariencia europea.
Foto: tiempo.com.ar
En el año 77 se va.
–Yo me voy del país empujado por la realidad. Me tocó el servicio militar durante el golpe y obviamente eso no terminó bien. Pertenezco, y esto lo digo con cierto orgullo, a la generación que le dio más desertores al ejército. Cuando fui a Palermo con la idea de que me iban a firmar la libreta (se había sacado número bajo), me subieron a un camión y me llevaron a Campo de Mayo, primero asustándome que iría a Zapala. Pero no, estuve en Campo de Mayo. No terminó bien la cuestión y me tenía que ir.
El cielo azul de los ojos de Kupchik se nubla por un momento para luego despejarse.
Tras cruzar otra vez el océano, recala en París con la idea de retomar la carrera de psicología que había empezado en Buenos Aires. La Universidad Libre de Vincennes no otorga en ese momento título habilitante pero detenta un nivel académico de lujo. Kupchik tiene de profesores a personalidades como Deleuze, Moustafá Safouan, los Mannoni.
Al año decide trasladarse a Barcelona, donde se encontraba trabajando el equipo de Oscar Masotta.
Para el joven Kupchik, de veintipocos años, Barcelona era una fiesta. Él mismo la recuerda como una época de un gran aprendizaje. Es el momento de su vida en que coinciden una necesidad de sobrevivir y una especie de revelación vocacional: lo que en realidad quiere es escribir.
–En ese momento, lo que hoy se conoce como literatura de viaje era un corpus muy disperso que no estaba tan catalogado. Uno entraba en la librería y no había una sección de Travel Writting como existe ahora. Había escritores que hacían libros que estaban enmarcados en la ficción o en la divulgación científica. La escritura de este tipo estaba subsumida al móvil que la justificaba.
Es a partir de la década de los 80 cuando Kupchik comienza a leer literatura de viaje con fruición.
Cuando se intenta descubrir el huevo o la gallina, entre los viajes y la literatura de Christian Kupchik, él ilumina:
–Había un escritor español que jugaba a ser Joyce, que jugaba mucho con las palabras. Él hablaba de “escribivir”, un neologismo muy simpático. La experiencia viática te hace concebir otras miradas, ponerte en el lugar del otro, tratar de imaginar otras formas de pensamiento, salir de tu propio yo. Que es un poco lo que también te ofrece la literatura. Son dos caminos paralelos que se cruzan.
El Kupchik estudiante de psicología en la facultad de Filosofía y Letras, se siente atraído por la literatura de Freud. Lee los casos Anna O., El hombre de las ratas, El hombre de los lobos, cual cuentos. Entre clase y clase, se cuela en las de Letras “a tratar de aprender algo, como oyente, para tener una idea de por dónde ir”
Desde el germen de su pasión, le fascinan la musicalidad de ciertas formas. Topónimos como Samarkanda, Dinamarca. Los escucha llenos de magia, lo conducen a otros mundos.
–En un momento, Pakistán tuvo dos capitales, una en invierno y otra en verano. Me parecía maravilloso eso, ese tipo de cosas me permitían viajar con la mente y me entusiasmaba la posibilidad de llegar a conocer esas realidades.
Christian Kupchik estudió Psicología y Filología nórdica. Tradujo obras de Ibsen, Perec, Pessoa, Tranströmer, entre otros, a partir de lenguas como el sueco, noruego, francés, inglés, portugués. Es experto en literatura de viajes. Compiló numerosos libros sobre la temática. Trabaja en periodismo cultural para medios de Europa y América Latina. Ha escrito libros de poesía, relatos, ensayos. Se ha desempeñado como editor de revistas culturales hasta hoy. Vivió en Buenos Aires, París, Barcelona, Estocolmo, Montevideo.
Es inevitable la temática de viajes en una conversación con él, como también es asegurado que la charla virará hacia la literatura.
La identidad de este hombre con aspecto de personaje de saga medieval es tan compleja como el concepto mismo de identidad. Descendiente de polacos, lituanos, ucranianos, austríacos, se crió en una ciudad junto a hijos de italianos, españoles, turcos, siriolibaneses.
En el año 87 vive en Suecia y espera a su primer hijo que, naturalmente, nacerá sueco. Entonces, empieza a preguntarse quién es él.
La lectura de Bruce Chatwin, las conclusiones de su derrotero personal, le proveen algunas respuestas. Ese año Kupchik viaja a Londres y tiene la dicha de mantener una larga conversación con Chatwin. Este autor indaga en la verdadera naturaleza de la identidad. Sostiene que es imposible renunciar a ella pero no puede concebirse tampoco como algo fijo, inamovible sino en proceso de mutación permanente.
A Kupchik siempre le hizo ruido la cuestión nacionalista, las posiciones demasiado cerradas. Una anécdota define su argentinidad en Europa, su impronta de rasgos nórdicos entre latinoamericanos en otro continente: está con un grupo de personas, peruanos, bolivianos, uruguayos en el metro de París. De repente, cae una razzia a pedir papeles. Él era un un argentino con la visa vencida. Zafa de la razzia porque se hace pasar por norteamericano y, lógicamente, le creen. Christian no tiene rasgos sudamericanos. Siente, en ese momento, un cóctel de alivio, bronca y traición muy fuerte.
Su vida será un puente entre nacionalidades, culturas, identidades conformadas como un patchwork inclusivo, integrador.
–Cuando salís de viaje, es muy común ver a las personas hablar en voz muy alta en su propia lengua. Cuando rompés con tus fronteras naturales en las que te movés con códigos que ya tenés incorporados, lo más fácil es refugiarte desde un lado, creando una especie de pared, de frontera con el otro. Lo más difícil, tanto en el viaje como en la literatura, es asumir la propia ajenidad, la otredad que tiene uno consigo mismo. Piglia decía que toda novela es una novela de amor o de viaje. Implica un desfasaje de su propio yo a algo que no sabe cómo decodificar. Creo que la identidad pasa por ahí y es así tanto en la literatura como en el viaje. En el viaje se pone de manifiesto de manera mucho más clara.
En una entrevista, en unos de esos pasajes que son cátedras en sí mismos, Christian Kupchik afirma que, en su concepción, la poesía refleja la esencia y la narrativa, la existencia. Entonces, surge la pregunta ¿qué refleja la crónica?
–Yo creo que, bien hecha, la crónica es una intersección perfecta de la narrativa y de la poesía, de la esencia de la existencia.
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Algo de ese nene que jugaba en casa de los abuelos en Castelar, o del joven explorador que fue siempre, se vislumbra en Siwa, una revista de literatura geográfica que dirige junto a Salvador Gargiulo a la que definen como “un manual de erudición delirante”.
“Es un juego”, ríe Christian, cuando habla de Siwa. Y en sus ojos, un destello azul de picardía acompaña el relato del número dedicado a los vientos.