Vila Matas

El fin del azufaifo

BARCELONA
Por Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas inaugura LA BRÚJULA, un espacio en el que los escritores nos llevan por su visión particular del lugar en el que residen. Con un texto inédito, el gigante catalán nos acerca a una Barcelona repleta de “leves malestares graves”.

Vila Matas

         Foto: Hugo Fernández

La vida fabrica coincidencias extrañas. Hará ya unos años, a la misma temprana hora en la que en Barcelona estaba preocupado por el posible derribo de la fabulosa palmera de la calle Cardener, una palmera que tenía delante de la que fue mi casa durante treinta años, Isabel Núñez estaba preocupada por el tan temido derrocamiento del maravilloso azufaifo de la calle Arimón donde ella vivía. Historias mínimas y paralelas, leves malestares graves.

Yo llevaba unos treinta años sin ver a Isabel Núñez, pero el caso es que, a la hora temprana en que yo miraba con angustia la palmera, ella me estaba escribiendo un e-mail para hablarme de su pequeño drama grave: “Pretendo salvar un árbol de la calle Arimón esquina Berlinés. Han tirado una casa bonita (otra casa que tiran) y resulta que el árbol es un azufaifo (ginjoler), especie en peligro de extinción, protegida aquí y en Europa, árbol chino que vino a España por el sur, con los árabes. Algunos vecinos ilustres me apoyan, Parcs i Jardins nos da la razón, el técnico municipal nos dice que no les dará la licencia de construir si no cambian el proyecto y le dejan una esquinita al árbol, que hasta ahora daba sombra a la acera y la llenaba de flores pegajosas y de esa especie de dulces cerezas rojas gigantes”.

Más coincidencias: antes de irme a vivir a esa casa frente a la palmera de la calle Cardener, había pasado yo una larga temporada en un piso en la calle Arimón, aunque no me había fijado nunca en aquel árbol chino.

Aquel día, al recibir el e-mail de Isabel Núñez, encontré en el blog de una amiga de ella información sobre la clase de árbol que era el azufaifo: “Este árbol (Zizyphus Jujuba), ginjoler en catalán, originario de China, llegó probablemente a Andalucía a través de la cultura árabe. Pekín  está lleno de ellos, es muy común en los patios de los hutones, las casas tradicionales. En España había muchos en Granada. En Barcelona hay uno en la calle Arimón”.

Foto: Rafael Zaragoza

Poco después de encontrar esa información, leía (con asombro por el encadenamiento de casualidades) una carta de la señora López González al periódico  La Vanguardia: “En la calle Cardener-Torrent de les Flors del barrio de Gràcia están derribando casitas, una de ellas no catalogada, pero hermosa. Desde que empezaron los derribos, hay varios operarios con martillos neumáticos trabajando todos a la vez, sin casco, ni protección para los oídos, ni máscara para el polvo contaminante. No sabemos si se lo quitan o no disponen de ello. Y se han declarado ya dos incendios. Lo vemos desde nuestras casas, donde el ruido penetra. Según la Guardia Urbana (a la que hemos acudido varios vecinos), el distrito de Gràcia ha dado el permiso para el derribo. En la sección de Urbanismo del distrito no hay ningún proyecto presentado, según nos informan. Los responsables, a tenor de lo que dice la prensa, son Akasvayu, que compró todas las fincas y Construcciones Pedralbes, y ahora Derribos Ureña”

No hablaba  la señora López González de la palmera, pero la causa de su alarma era la misma que la mía y la de tantos vecinos de Cardener y Torrent de las Flors. Historias mínimas y paralelas, leves malestares graves. Ese mismo día  en que apareció la carta publicada, redoblaron infernalmente en las obras de Cardener el salvaje ruido, como si quisieran vengarse de todo el vecindario. Y hasta hubo un momento en que pensamos que como castigo derribarían de un solo machetazo la esbelta palmera. Barbarie, a pleno sol del día, en Gràcia, el barrio con una tradición más “de izquierdas” de Barcelona. Sus progresistas (verdes) ediles “anti-sistema” callaban y otorgaban, lo recuerdo muy bien.

 En Sant Gervasi, en aquellos días, los mismos vientos. ¿Qué sería del azufaifo?  Pensando en ese árbol chino, me acordé de mi hermana Tere, que el día anterior me había hablado con tristeza del cedro y otros árboles del jardín (calle Martí, entre Secretario Coloma y Alegre de Dalt) bárbaramente derribados en una sola mañana, bruscamente desaparecidos  –ante la mirada traumatizada de sus alumnos-  de la agradable vista de la ventana del taller donde impartía –sigue impartiendo- lecciones de pintura china. En este caso no se trataba de un azufaifo, sino de un cedro, pero el hecho fue que la serenidad de su taller chino se vio brutalmente alterada por la fulgurante, mercantil y brutal supresión del jardín.

Ya en aquellos días me di cuenta de que el fin del azufaifo, el cedro y la palmera no eran el fin del mundo, pero también pude darme cuenta de que con pequeños malestares graves se iba forjando un gran malestar grave y gestando ese rumor que muchos ya habíamos escuchado y que hablaba de que, con la ciudad vendida a la especulación inmobiliaria y a mafias extranjeras y vendida, además, a un turismo indiscriminado, estábamos ante el fin de Barcelona. Ya no era sólo la barbarie que en una sola mañana a mí me había alcanzado por tres ángulos distintos (una prueba de que el promedio de salvajadas tenía que ser muy grande), sino también  esa incomodidad creciente de notar que la ciudad ya no era nuestra, que iba transformándose en un gran e idiota parque temático para extranjeros y que en realidad con tanta estupidez ya se había producido el fin de Barcelona.

En cierta ocasión, le había preguntado a Pep Guardiola si un futbolista, en el momento mismo de realizar la última gran jugada de su vida, podía llegar a intuir que con aquella gran jugada había llegado el fin de su carrera.

La pregunta que me hice aquella misma mañana no difería mucho de la que le había hecho un día a Guardiola: ¿Sabía ya Barcelona que su gran carrera hacia la nada había llegado a su final?

Horrorizaba el nivel de ignorancia de los políticos de esa ciudad y, sobre todo, de satisfacción con esa ignorancia. Barcelona era –hoy en día aún lo es más- una ciudad con mucha inquina y mucha mala leche, de escasa –por no decir nula- categoría moral. Y a mí me parecía –me lo sigue pareciendo, ahora con mayor intensidad- que si eras mínimamente culto, estabas perdido. Barcelona había sido una ciudad que al menos antes miraba a Europa y que tenía vida interesante, sobre todo intelectualmente. Pero la ciudad empezó a volverse cada día más espantosa, por muy de moda que estuviera en el mundo.

De hecho, si estaba de moda (lo sigue estando) era por la permisividad que no estaban dispuestas a conceder otras ciudades europeas más importantes y más serias. A Barcelona en aquellos días (y ahora todavía más) venía todo el mundo a cagarse a la calle, y hasta les aplaudían.

Todo eso hoy en día sigue igual; mejor dicho, sigue peor. Murió Isabel Núñez (una muerte difícil de aceptar) y no derribaron su azufaifo, pero metafóricamente la idea de final está ahí. Lo que sí derribaron fue la palmera. Y el tiempo ha destruido toda esperanza de que la inteligencia vuelva a mi ciudad.

Barcelona 11 de febrero 2014

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