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María Moreno: muera el realismo patriarcal

La infancia

Muy pocos conocen su verdadero nombre. El famoso, el estampado en sus libros, notas periodísticas, presentaciones y homenajes. Es un mix del propio y de un apellido robado a su primer marido. En varias oportunidades, ha confesado que necesitaba una identidad que la vinculara a la alcurnia, para “chapear” y desarrollarse en un mundo diferente al de origen. Nació en Once, barrio multiétnico, hace 72 años. De madre química y padre ingeniero agrónomo. En un conventillo, diseño arquitectónico insignia de la historia de nuestro país, jugaba y repartía las cartas que llegaban a los inmigrantes arremolinados en los cuartos. La lectura no era su fuerte. En la familia se leían muchas revistas. Su madre intentaba hacerla incursionar en esa actividad y hasta había un librero de confianza, a quien se asistía con cierta frecuencia y se lo escuchaba con devoción, en su rol de asesor y hasta confesor. De la escuela recuerda a los clásicos Platero y yo o Capitán Veneno. También lo escuchado forma parte de su acervo cultural, Los miserables, en radio teatro, con la oreja pegada al viejo transmisor, haciéndole compañía a su abuela. Muchos años más tarde, en esa revalorización de la escucha, confesaría: “Debo más a lo escuchado en un bar que a lo que he leído”.

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Pero en los intentos de su madre por lograr una hija culta o al menos lectora, -vale la pena aclarar que la colección Robin Hood tenía asegurado un estante en la biblioteca doméstica-, un día se produjo un error involuntario de la progenitora y aparece en su niñez un libro inolvidable y que la marcaría de por vida: Claudina en la escuela. Detrás de una tapa con inocentes dibujos infantiles, escondía una narrativa para adultos, con eje central en una historia lésbica. Ante la cara horrorizada materna, el texto fue devuelto al librero e inútiles fueron las tentativas de la infante por querer recuperarlo. Su autora, Colette, a partir de ese acto inaugural, fue una de sus preferidas, de por vida. A propósito, siempre manifiesta: “A Colette la admiré hasta el plagio y luego la plagié tan bien que me gustaba mucho lo que yo había producido con eso. Un estilo se aprende robando”. En ese vaivén infantil, irrumpe la tecnología, aparece la televisión y ella –nada muy diferente a la actualidad- se sienta hipnotizada ante la pantalla en blanco y negro, comiendo papas fritas, casi sonámbula ante las imágenes que aún no serían ni a color, ni HD, ni en pantallas extralarge y chatas.

Luego

Ella es feminista. Según las definiciones más consensuadas, el feminismo es un sistema de ideas que, a partir del estudio y el análisis de la condición de la mujer en todos los órdenes – familia, educación, política, trabajo, etc.- pretende transformar las relaciones basadas en la asimetría y opresión sexual mediante una acción movilizadora. No es un movimiento nuevo, viene de larga data, algunos autores lo ubican en el siglo XIII con la iniciativa de Guillermina de Bohemia, proponiendo una iglesia de mujeres, otros, en la Revolución Francesa, con Olympe de Gouges –quien muere guillotinada por su lucha- o Flora Tristán, en el siglo XIX, que vinculó la reivindicación de la mujer con la lucha obrera. Sin duda, lo que determinó un hito contundente en la contienda, fue el acceso al sufragio universal.

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Ella, que siempre aclara que no se define como activista, puso en práctica el feminismo, en su escritura, en su múltiple decir. También avisa que su “ser feminista” no tiene un mito fundador y que tal vez debería inventarlo. No concibe ese concepto sin asociarlo con los derechos humanos, con organizaciones como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo o la figura de Evita y admite que no hay un solo feminismo, que hay varias vertientes y expresa: “La única esperanza que tengo en la política en el mundo, es a partir de los feminismos”. Ese concepto tan abarcativo como dispar en su concepción y en su práctica, establece algunas clasificaciones o líneas diferenciales. Ella reivindica la ampliación de derechos, por lo que tiene una postura concreta en defender la inclusión del universo trans y travesti a ese colectivo nacional del “Ni una menos”, un movimiento que caracteriza como sin pasado y sin fracaso, más performático que intelectual. Por eso afirma: “El saber nunca hay que dejarlo en manos del otro”. Rescata asimismo, las figuras de Diana Sacayán, Lohana Berkyns y desde lo escrito, el reciente libro de Marlene Wayar, Travesti, una teoría lo suficientemente buena.

Bendita tú eres

Ella es una mujer de bares, rodeada de hombres, ¿tal vez camuflada? Es una figura de la bohemia, de las trasnochadas, de los cafés inundados de alcohol. Su whisky preferido es Jack Daniel´s. Su libro Black out –premio de la Crítica al mejor libro de 2016- da cuenta de los rituales, de la creación en brazos etílicos. Justamente, un término que no tiene traducción posible y que manifiesta en la jerga de los alcohólicos, la amnesia de quien despierta luego de la resaca y nada recuerda. Un tiempo sin tiempo ni imágenes. Allí retoma a amigos y colegas, Miguel Briante, Norberto Soares, Claudio Uriarte y Charlie Felling, una elite de atorrantes, en su decir.

Esta feminista que vamos descubriendo, se autodenomina como cronista de la vida cotidiana, sartreana, a favor del lenguaje inclusivo –rechaza cualquier regulación de la Real Academia Española– y admiradora de Rodolfo Walsh, Pedro Lemebel y Enrique Raab, como emblemas de ese género periodístico, tan cercano, tan propio de la ligazón entre periodismo y literatura. A propósito de Walsh, uno de los últimos libros de la autora, Oración rescata la figura de Vicky, la hija militante de Rodolfo Walsh que murió y a la que su padre le escribe una carta mítica. Pero hay otra carta, menos conocida, de cuando ella tenía 13 años y María recuerda: “Le explica qué es ser mujer en Argentina. El modelo que le propone no es tanto el de la guerrillera, él le propone a Marguerite Duras que había hecho Hiroshima mon amour en ese momento. Es raro ese modelo donde se dirige hacia el arte en vez de transmitirle la revolución. No aparece como marcación de vocación, pero le está diciendo que es difícil y, otra vez, el mito del número: una de cada cien mujeres llega a conseguir algo sin ser discriminada”. También rememora que mientras escribía el libro, en su alrededor se generaba el eslogan contundente “Vivas nos queremos” y establece su reconocimiento a feministas de gran trayectoria como Rita Segato, Silvia Federici y Silvia Cusincanqui.

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Ella, en sus mañanas de escritura, rodeada de sus gatos, Villita, Moloy, Tina y Maula, enumera sus libros, a modo de catálogo oral, Banco a la sombra, A tontas y a locas, El fin del sexo y otras mentiras, El affair Skeffington, Subrayados, Vida de vivos: conversaciones incidentales y retratos sin retocar, Black out, Oración, Teoría de la noche: antología de textos, Panfleto: erótica y feminismo, entre otros. El libro que ella más ha regalado es Bosques de la noche de Djuna Barnes porque, en su opinión, nunca falla. Y nunca falla tomar un poco de distancia, salir de ese Once tan conocido, tan perenne y por eso, varias veces al año parte hacia el Tigre, a escribir rodeada de ríos, pantanos, vegetación y lanchas comunitarias tan propias del Delta.

Ella, esa escritora que se autodenomina partera del feminismo argentino, dice que es consciente de las distintas categorizaciones que le asignan: la alcohólica, la socarrona, la irónica, la encantadora, la extravagante. También, apelando a su humor, espera no entrar en la categoría de “la suicida”, como Alejandra Pizarnik.  Muchxs ya habrán descubierto de quién se trata. Su nombre de cuna era, es, María Cristina Forero. Desconocido para la gran mayoría. Su nombre adoptivo, porque ella lo adoptó, es María Moreno y pocos, muy pocos, no la asociarán con el feminismo. Aun así, inasible su persona, inasible su escritura afirma, en su manifiesto de vida: “Quiero rescatar los textos como laboratorio de experimentación. Muera el realismo patriarcal. “

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