Ilustre ilustrado

«La insoportable levedad del ser», de Milan Kundera

 ILUSTRACIÓN: La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Por Patricia Gutiérrez.

 

[Fragmento]

…El horror es un impacto, un momento de absoluta ceguera. El horror está desprovisto de toda huella de belleza. No vemos más que la intensa luz del acontecimiento desconocido que aguardamos. La tristeza, por el contrario, presupone que sabemos. Tomás y Teresa sabían qué les esperaba. La luz del horror perdió intensidad y el mundo empezó a verse bajo una iluminación azulada, tierna, que hacía las cosas más bellas de lo que eran antes.

En el momento en que Teresa leyó la carta, no sentía amor por Tomás, lo único que sabía es que no debía abandonarlo ni por un momento: el horror había sofocado todos los demás sentimientos y sensaciones. Ahora, cuando estaba pegada a él (el avión volaba en medio de las nubes), el susto había pasado y ella percibía su amor y sabía que era un amor sin fronteras y sin medida.

Por fin el avión aterrizó. Se levantaron y fueron hacia la puerta que les abrió el auxiliar de vuelo. Seguían abrazados por la cintura y se detuvieron en la parte superior de la escalerilla. Vieron abajo a tres hombres con capuchas y fusiles en la mano. Era inútil dudar, porque no había escapatoria. Descendieron lentamente y cuando pusieron el pie en el suelo del aeropuerto, uno de los hombres levantó el fusil y apuntó. No se oyó ningún disparo, pero Teresa sintió que Tomás, que un segundo antes estaba pegado a ella y la cogía por la cintura, caía a tierra.

Lo estrechó contra su cuerpo pero no pudo sujetarlo: cayó sobre el cemento de la pista de aterrizaje. Se agachó hacia él. Quería lanzarse encima de él y cubrirlo con su cuerpo, pero en ese momento vio algo extraño: su cuerpo disminuía rápidamente de tamaño. Era algo tan increíble que se quedó paralizada y como clavada al suelo. El cuerpo de Tomás era cada vez más pequeño, ya no se parecía en nada a Tomás, no quedaba de él más que algo muy pequeño y aquella cosa pequeña empezó a moverse y echó a correr y salió huyendo por la pista de aterrizaje.

El hombre que había disparado se quitó la máscara y le sonrió amablemente a Teresa. Después se giró y corrió tras aquella cosa pequeña que correteaba, confundida, de un lado a otro, como si retrocediese ante alguien y buscase desesperadamente un escondite. Corrieron durante un rato hasta que de pronto el hombre se lanzó a tierra y la persecución terminó.

Se levantó y volvió adonde estaba Teresa. Llevaba aquella cosa en la mano. Aquella cosa temblaba de miedo. Era un conejo. Se lo dio a Teresa. Y en ese momento desaparecieron el susto y la tristeza y se sintió feliz de tener al animalito en su regazo, de que el animalito fuese suyo y de que pudiera apretarlo contra su cuerpo. Se puso a llorar de felicidad. Lloraba y lloraba, las lágrimas no la dejaban ver y se llevaba al conejo a casa con la sensación de que ahora ya estaba cerca del objetivo, de que estaba donde quería estar, en ese lugar del que ya no se escapa.

Iba por las calles de Praga y encontró su casa sin dificultad. Había vivido allí con papá y mamá cuando era pequeña. Pero ahora no estaban ni mamá ni papá. La recibieron dos ancianos a los que nunca había visto, pero de quienes sabía que eran su bisabuelo y su bisabuela. Los dos tenían la piel arrugada como la corteza de los árboles y Teresa estaba contenta de ir a vivir con ellos. Pero ahora quería estar a solas con su animalito. Encontró fácilmente su habitación, en la que había vivido desde los cinco años, cuando sus padres decidieron que merecía una habitación  desde los cinco años, cuando sus padres decidieron que merecía una habitación propia.

 

Había una cama, una mesilla y una silla. En la mesilla había una lámpara encendida que había estado esperándola todo ese tiempo. Encima de la lámpara se había posado una mariposa con las alas abiertas, en las que estaban pintados dos grandes ojos. Teresa sabía que había llegado a la meta. Se acostó en la cama y apretó el conejo contra su cara…

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