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Edson Velandia: la coherencia salvaje

Unos días antes de las votaciones presidenciales de 2018 en Colombia, el músico santandereano Edson Velandia subió a sus redes Iván y sus bang bang, una canción en la que advertía qué pasaría si el entonces candidato Iván Duque era elegido como presidente. Señalaba, entre otras cosas, sobre la persecución a la protesta social, la supresión de algunas libertades, la corrupción en los diferentes poderes, y las muertes y desapariciones. A menos de un año de que el gobierno Duque acabe, muchas de las afirmaciones de Velandia se hicieron realidad, y aunque en los comentarios de la publicación no dudaron en ponerlo al nivel de un profeta, él mismo ha explicado que, teniendo en cuenta cómo ha gobernado siempre el uribismo —partido político del presidente Iván Duque-, todo lo que dice en la canción era muy previsible—.

Desde entonces, ha dedicado parte de su fuerza y energía creativa a acompañar la manifestación social en Colombia y crear panfletos —canciones de contrapropaganda— en los que el acto de creación poética no está en función de lo que convencionalmente suele entenderse como bello, sino en la posibilidad de generar una reacción en el otro a través de una comunicación más directa. En ellos llama las cosas por su nombre más cotidiano, señala la relación que existe entre diferentes hechos y, como en Todo regalado (2021), revierte el significado de esos lugares comunes que han sido instalados en el pensamiento colectivo, como que el pobre es pobre porque quiere, y quiere todo regalado.

Para Velandia, de expresión tranquila, palabra clara y tono contundente, el arte no es decorativo, no está separado de otras manifestaciones culturales ni de las realidades políticas y sociales. Sostiene que el artista debe estar atento a todo, en especial a lo que dice el otro —su público, el pueblo—: con qué ríe, qué le duele, qué pide, qué siente… Sabe que no manifestarse sobre lo que ocurre en su país, también es una forma de dar a conocer una posición, y, por eso, se ha esforzado en hacer uso de las palabras para corresponder a la voz de las personas que reclaman reivindicaciones en las calles, y según canta en Hace un mes que estoy en paro (2021), no dejará de hacerlo hasta que los que no han querido escuchar, escuchen, y hasta que vuelvan los muchachos —haciendo alusión a las personas asesinadas y desaparecidas en lo que va de las protestas—.

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Teniendo antecedentes como el del asesinato del periodista y comediante Jaime Garzón, sobre quien el cantautor hizo una canción a propósito de sus últimos días de vida, a Edson Velandia suelen preguntarle si no le preocupan las reacciones contrarias que puedan generar el mensaje de sus canciones. No deja de asombrarle que una pregunta como esa se haga con tanta naturalidad, como si ya estuviera aceptado que expresar un punto de vista es un motivo para temer por la vida. Y aunque sabe que en Colombia no hay respeto por la existencia de nadie, le aterra más la comodidad en la que viven muchos, mientras en las calles, a los ojos de todos, están matando a la gente.

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Para una parte considerable de la crítica especializada, el álbum Once Rasqas —Velandia y la Tigra, 2007— marca un referente de composición en la música colombiana. Se trata de la invención de un género, la rasqa, que se escribe con q como un rasgo de identidad, y que más que un género en términos convencionales, es una forma de creación, en la que la incomodidad es un lugar de creatividad. La palabra, que se deriva de rascabuche, y que hace alusión al payaso vago del circo que no tiene gracia ni trucos para mostrar, se relaciona con los temas y personajes marginales que siempre le llamaron la atención a Velandia.

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Si se mira su obra en conjunto, es evidente que, como los personajes de los que habla en sus canciones, ha buscado el desvío y poco le interesa estar en el centro. Ha escrito dos álbumes para niños, un disco porno, un Reqien, las bandas sonoras de las películas La Sociedad del Semáforo (2010) y Pariente (2016), La bacinilla de Peltre, una ópera sobre un personaje que no puede cagar; publicó el Cancionero rasqa, en donde reúne las letras de todas sus canciones, inéditas y no; dirigió una big band de jazz con un machete y recorrió junto a su banda el continente, de Piedecuesta a la Patagonia, tocando en bares pequeños y festivales. Ha hecho colaboraciones con artistas como Las Áñez, Los Rolling Ruanas, Sofía Viola, Carmelo Torres y Los Toscos, Adriana Lizcano, el rapero N Hardem, entre otros. Su obra es tan diversa como sus influencias, que van, por un camino de cruces, idas y venidas, desde el maestro y compositor colombiano Blass Emilio Atehortúa, el guitarrista Frank Zappa, la música de aquellos diciembres —cuenta a modo de chiste en una entrevista, haciendo alusión a la canción de Los Falcons—, las películas de Víctor Gaviria y Herzog, hasta las historias y chistes que inventaba su padre para entretenerlo cuando era niño.

Del mismo modo que no ha temido atreverse a experimentar en diferentes lenguajes, no lo acompleja en el momento de crear, afrontarlos como si se tratara de una primera vez. Sabe que no hay recetas mágicas y, entonces, cada intento lo asume desde un lugar diferente. Va a su infancia, a su territorio, a lo más propio, en busca de esas particularidades que le permitan entenderse y entender lo que pasa a su alrededor, y luego, cuando la causa lo convoca, no tiene problema en ir y escribir una canción por encargo como El empiezo (2021), en la que habla de la situación de olvido en que se tiene al campo y a los campesinos en Colombia. Y es que el reto, el límite, en Velandia es también un recurso que lo ha llevado a escribir letras acrobáticas en las que no sacrifica el sentido, como La Infiel (2016), en la que sólo utilizó palabras agudas, o Sócrates (2006), que fue escrita solo con palabras esdrújulas.

A nivel de producción, pareciera que cada vez más se enfoca en lograr captar la energía del momento de grabación y eliminar el filtro de la producción. Que más que los retoques que pueden llegar a dar las máquinas, quede la marca distintiva de las personas que hicieron parte del proceso. De allí que un disco como ¡Oh, Porno! Fuera grabado en no más de cuatro horas por los músicos en el estudio.

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Rebelde, desobediente, irreverente, laborioso, independiente, deslenguado, maestro, cancionista, ninja, burro y karateka; Edson Velandia es, sobre todo, grave. Tiene los pies en la tierra. Se toma en serio a los otros, los mira de frente cuando le hablan y evita ser condescendiente. Se trate de un periodista especializado o de un niño que por alguna razón tiene interés en su obra, se esfuerza por hacerse entender y busca entender lo que le dicen.

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Como alter ego escogió a un burro. Una de las razones por las que lo hizo tiene que ver con que a principios del siglo XX había un cartel que decía “La chicha embrutece y tiene cabeza de burro”. Se trataba de una guerra en contra de la bebida indígena —y los valores que representaba—, para posicionar la cerveza —y los valores que representaba—. También lo eligió, porque el burro es un animal del campo y de la ciudad: le gusta vivir en el campo con la naturaleza, pero también las artes, hacer teatro, escribir poesía y echar chistes. A todo esto, puede sumársele que, estéticamente, la cabeza de burro le ha permitido encontrar la distancia precisa, para decir y hacer cosas que de otro modo no habrían sido entendidas. En el 2013, en una entrevista, le contaba al periodista Gabriel Plazas que “El burro es un personaje urbano con cabeza campesina. No es un superhéroe sino un tirano. Es un payaso malo. En el primer disco era un político. En el segundo disco fue como un cómic narco. En el tercero era un proxeneta. Y en el cuarto es un burro triste, como un réquiem de su andar. En cada disco, tuvo una personalidad que surge de un eje de las historias».

En la gira de Piedecuesta a la Patagonia que tuvo con Velandia y la Tigra decidió quemar la cabeza de burro. Por un lado, se había convertido en una carga muy pesada en los conciertos, y por otro, sentía que era la hora de dejarlo atrás y apostarle a otros caminos, como a su obra en solitario. Así se mantuvo cinco años, hasta que regresó en una nueva etapa, su quinta personalidad, para mirar de frente a cierta clase política y cantarle unas cuantas verdades, como que no le ha permitido salir de la guerra a un país que no sabe lo que es vivir en paz, y que, como si fuera poco, se han dedicado a saquear todo lo que se encuentran, mientras la gente sufre por no poder suplir sus necesidades más básicas.

También desprecia el imaginario que se ha construido alrededor del campo y los campesinos, como proveedores y despensa de la ciudad, como si su vida estuviera en función de, y no tuviera un sentido propio por construir. Son encasillamientos que no le gustan. En general ninguno le gusta, porque sabe que es una forma de actuar sobre el otro y de que los otros actúen sobre él.

Se entiende, entonces, por qué, cómo lograr estar por fuera de las lógicas de la uniformización, industrialización y comercialización del arte, se ha convertido en uno de sus lugares constantes de reflexión.

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Como una forma de apoyar las manifestaciones sociales que tomaron forma de paro nacional a partir del 21 de noviembre de 2019, Velandia rescribió Iván y sus bang bang. En la nueva versión, Se van van van, ya no habla de las atrocidades que se han dado en el gobierno Duque, sino del efecto que va tener toda esa hostilidad: se rebelarán los cantantes, habrá donde estudien los jóvenes y la clase política aprenderá que, como reza uno de los cánticos de las manifestaciones, ¡el pueblo no se rinde, carajo!

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