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Carlota, la catarsis de un hombre que conectó con sus mujeres

“Si te contara toda la historia, nunca terminaría… Lo que me sucedió a mí le ha sucedido a mil mujeres”.

Federico García Lorca 

Escucho de lejos el taconeo firme de unos pasos que van y vienen,  el aire dulzón de un perfume me envuelve los sentidos y de repente el silencio es quebrado por una voz chillona que se deja abrazar por los aplausos.

Carlota del Valle Dorado se presenta ante un público post pandémico deseoso de reírse, por eso cada una de sus humoradas son acompañadas de risas, gritos y alguna propuesta para continuar en la línea de un diálogo que genera complicidad y que devuelve un espejo del lado más bizarro, vulnerable y humano de lo que somos.

Carlota nació con 45 años y hace más de una década que se sostiene en la misma edad sobre las tablas, hablando del desamor, de su cuerpo, de sus conquistas, e incluso del sexo, desde una perspectiva que muchos catalogan como humor blanco.

Vestida con ropa sin tiempo y un rouge rojo que engalana su enorme sonrisa, Carlota estalla, brilla y deja todo su ser en el escenario, porque quien baja ya no es ella, sino Diego Torres, el cuerpo que se deja domesticar por esta alma de mujer.

Ya sin peluca y con un resto de rimel en los ojos, Diego se acomoda en un sillón para hablar una vez más de este personaje de tierra adentro, que en el sur de Córdoba es la estrella de fiestas multitudinarias, así como también de eventos privados.

En el interior del interior, Carlota ha llenado teatros, sus shows son garantía de sala llena e incluso en pleno confinamiento brindó dos streaming a nivel nacional.

Sin embargo el encuentro hoy se basa más en Diego y su capacidad de darle vida a este personaje, hecho de retazos de mujeres que tocaron su historia. Quizás por eso, en el sentir popular, Carlota se percibe tan mujer que muchos no ven al actor, sólo a ella, una anti heroína salida de un pueblo que ha logrado el éxito del reconocimiento.

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Diego y los trazos de sus mujeres

35 años atrás en un mayo gélido, Lucía dio a luz a Diego Torres, habían transitado 19 horas de trabajo de parto que la dejaron extenuada y sin fuerzas para conectar con ese hijo, por eso la abuela del niño, Rosa, lo cuidó y una vecina con piel de barro y tetas generosas lo amamantó.

Cuando la abuela mostró intenciones de criar al recién nacido, la madre, quien había sido abandonada en una casa de familia a los 8 años para realizar las labores, reaccionó para ocupar su rol y así Diego cuenta que con esa mujercita de 18 años aprendieron a crecer juntos. Él fue el mayor de cuatro mujeres que llegaron sistemáticamente cada dos años, fruto del paso de su padre cuando venía de las cosechas.

“Mi vieja se fue haciendo conmigo, yo era una especie de amuleto, igual que con cada una de mis hermanas, no sé si me veían como hijo porque me daban muchas responsabilidades, aunque yo también era muy pequeño”.

Diego se pausa en un silencio que parece armar un mapa mental de relaciones, su relato da prueba de haber sido testigo, desde su más corta edad, del teatro más cruel y real de la vida misma, sin censuras, con todo lo bueno y malo de quienes transitan la existencia sin registrar el efecto que pueden generar a largo plazo.

“A veces se me acerca gente y me dice que tengo 45 años o me contaron muy bien la historia, porque soy capaz de sacar rasgos, características y clichés de las mujeres con las subidas y bajadas de emociones. Pero eso se basa en que yo vi a una mamá que lloraba por la ausencia de su marido, de su madre, que no llegaba con la economía de fin de mes, vi una mujer siempre esperando. Vi a un padre que llegaba de estar encerrado en una casilla por meses y sólo quería penetrar. Yo vi a mis padres cuando se querían y cuando peleaban. Escuché a mi abuela suplicarle a mi madre que ligara sus trompas para no tener más hijos. Y yo era el que se quedaba solo, al cuidado de mis hermanas, cuando mi mamá salía a buscar comida. Quizás por eso yo le puse humor a la vida de mis hermanas, para que fuera su distracción”.

Las palabras de Diego se vuelven eco en mi ser, me llevan a Carlota, la mujer desfachatada que no tiene problemas de decir nada, por ejemplo que no le gustan los niños, que no piensa en tener hijos y que carga con el infortunio de ir de una a otra historia de amor sin ser verdaderamente querida y valorada.

Tal vez en un nivel mucho más profundo del alma, Carlota es la manifestación de la lucha entre la perpetuación de lealtades familiares, en la línea femenina de Diego, que nunca han podido cortar con el mandato de ser sufridas, y por el otro lado la rebeldía de romper con el legado para acercarse a su versión más auténtica.

Diego retoma el diálogo y se centra en la fortaleza que lo salvó a lo largo de los años cuando manifiesta haberse sentido solo, “creo que heredé el humor, que es ancestral y que me lo transmitieron.  Ha sido mi misión, para con mis hermanas, mi madre,  porque yo no podía tener miedo y siento que al pasar el humor por mí se refracta como una luz”.

Diego creció con las historias de su abuela, una feminista, fuerte y brava, debió aprender a ser el hombre de la casa frente a la ausencia de un padre golondrina y una madre que hacía lo que podía con otras hijas mujeres que observaban a su hermano como el gran hacedor, quien borraba el miedo y las protegía de todo mal.

A los 19 años se marchó de su casa y una actriz lo conectó con el teatro, lo increpó a observar a los otros, al mundo femenino, “y así nació Carlota, mirando el comportamiento de las mujeres en la terminal, en el hospital y a mí mismo, porque Carlota es la catarsis por haberme criado entre mujeres”

Diego es naturalmente histriónico, es un autodidacta del drama y la comedia de la vida y todo lo absorbió pasándolo por el prisma del humor, desde ese lugar sale al escenario buscando despertar la risa, “soy un niño encubierto jugando como adulto a hacer teatro” manifiesta con una visceralidad que duele, “porque yo estuve muy solo y así trato de sanar, quizás por eso uno busca en el escenario y la multitud llenar esos vacíos”.

Cuando uno está frente a Diego la risa es parte de esa conexión que fluye, incluso los tránsitos más oscuros de su vida están teñidos de ese relato contado desde la frontera que bordea lo bizarro.

Diego es quien le ha dado vida a Carlota, pero son muchas las mujeres que han tejido su historia, a las que les ha robado partes del corazón, de la experiencia, de los infortunios, de esa decadencia que nos regocija porque el éxito de esta cuarentona es que es un espejo de las luces y sombras, de nuestras debilidades, de nuestros momentos de éxtasis y de nuestros tránsitos infernales.

Detrás de esa mujer que te increpa, que habla mucho y que se ríe con furia está Diego, el niño, el hombre, el que mira con los ojos grandes y absorbe los aplausos como si los mismos repararan los parches que tiene su alma…

Y como una red omnisciente, las mujeres de su vida lo rodean y también sanan sus propias historias.

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