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Varda y la extraordinaria cotidianeidad

Fotógrafa, cineasta y artista plástica. Con todas sus facultades en éxtasis, miraba, sin aminorar ni un segundo la intensidad de la emoción. Había que sujetar la escena, las imágenes, para conjugar la observación sensible de la realidad con la expresión de su imaginario. Lo que quería Agnès Varda, Arlette como la nombraron sus padres, era mantenerse al nivel de lo inesperado y extraordinario de la cotidianidad. Ese fue su prodigio.

  Nació en Ixelles, Bruselas, el 30 de mayo de 1928, hija de un padre griego y de una madre francesa. Su familia se marchó de Bruselas ante la ocupación de Bélgica por parte de la Alemania nazi. Se instalaron en Sète, donde ella vivió sus años de adolescencia.

   Nada la predestinaba al mundo del teatro, ni a llegar a ser una cineasta y una artista visual fértil. Sin embargo, en casi sesenta y cinco años de carrera, Agnès Varda fotografió, escribió, filmó e inventó imágenes, unas más insólitas que las otras, imágenes que impregnaron otros tiempos y perdurarán hasta la eternidad.

  En 1948, para la segunda edición del Festival de Avignon, su creador Jean Vilar propuso a la jovencita tomar fotos de espectáculos. Fue Mario Atzinger, fotógrafo él también, quien puso a disposición su laboratorio y su enseñanza. En París, Agnès había tomado clases de Bellas Artes y de Historia del Arte en el École du Louvre.

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A los veinte años, es ya una gran debutante. Inmersa en la atmósfera temblorosa y apasionada del festival de Avignon y del TNP (Théatre National Populaire) de Chaillot, hace posar a los actores fuera de las representaciones, generando vivientes y animadas fotografías, entre ellas las legendarias del mismo Jean Vilar maquillándose frente al espejo, o Gerard Philippe en la camisa blanca de Hamburgo.

Presente en todas las ediciones, comprometida como la retratista oficial de los dos eventos, sus fotografías son célebres, reseñan los grandes años y las alegrías de la juventud iluminada y talentosa de la posguerra. 

   Convocada por el Ministerio de Cultura de Francia, Agnès retornó a Avignon en julio de 2007 para rendir homenaje al festival, a Jean Vilar y a los muertos presentes en su muestra de fotografías expuestas en la capilla Saint-Charles.

 “Siempre tuve una mirada curiosa”, dijo, aunque en realidad se refería a un ojo curioso. Identificándose como una observadora, su cámara registraba el peculiar movimiento de “la gente de la calle”, los objetos marginales, carentes de sentido, percepciones que “no servían para nada” pero que le gustaba captar.

Sin haber visto más de una decena de películas, sintió el deseo de dotar de movimiento a la imagen y de añadirle la palabra. La historia es conocida, relatada por ella en una diversidad de entrevistas y en su última obra cinematográfica. Instalada en la mítica rue Daguerre del distrito 14 de París, sin ninguna formación ni ayudantía, creó su propia productora: la sociedad Cine-Tamaris.

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  Desde su début con La Pointe Courte (1954) hasta la lección magistral de su propio cine contenida en Varda par Agnès (2019), y aceptando la limitación de los recursos económicos que siempre ha tenido que buscar, la cineasta ha generado un arte tan inclasificable que muchas de sus propuestas han sido escasamente difundidas en circuitos comerciales dentro y fuera de Francia.

  Pensar una película es pensar en la forma que ésta adoptará. Admiradora del espíritu libre de los surrealistas, la artista participa en todo el proceso de elaboración de sus films.  Agnès Varda dirige, produce, escoge a los intérpretes e interviene en el montaje de sus trabajos.

“Crear no es solamente contar”, afirma la cineasta; el montaje es un lugar privilegiado para ella, crea espacios para que el espectador imagine, sin querer imponer un sentido ni mostrarlo todo. De su autoría es el concepto de cinécriture, en cine el equivalente del estilo en lo referente a la escritura. Sin olvidar su observación de la realidad ligada a su práctica de la fotografía, su obra se construye con referentes literarios, poéticos, teatrales, musicales y, sobre todo, pictóricos.

  Pionera del cine de autor en los años cincuenta y poeta de un feminismo de vanguardia, seguirá siendo para los cinéfilos “una mujer sola entre hombres” en el seno de la Nouvelle Vague (también conocida como la Nueva Ola francesa). “La Pointe Courte representa la primera manifestación de un fenómeno colectivo, de un movimiento que habría existido de todas maneras”, explicaba humildemente en un reportaje en Le Monde en 1962.

Agnès Varda dirigió una docena de largometrajes, obras maestras del cine francés como Cléo de 5 a 7 (1962), Sans toit ni loi (1985), e incluso Jacquot de Nantes (1991), inspirada en los recuerdos de infancia de su marido, el director de cine Jacques Demy, muerto en 1990.

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Sin preguntarse si su lugar está aquí o allá, Agnès navega entre el arte y la opinión como mejor le parece. En 1965, impactaba con su relato sin juicio moral del adúltero en Le Bonheur. Y en 1976, L’une chante, l’autre pas, es una acabada reflexión sobre el hecho y la experiencia de ser mujer en un sentido diverso.

  Pero el compromiso de Agnès Varda no se circunscribe a lo que filmó del mundo. Feminista comprometida, formó parte del colectivo de mujeres que firmaron el Manifeste de 343 en 1971, en el que afirman abiertamente haber recurrido al aborto en una época en que la ley lo prohibía. No se trataba de una confesión, más bien de un acto político para que la justicia estallara. Denunciábamos la justicia de clase”, explicaba en un blog en El  Huff Post.

  Su “documentalismo subjetivo” acampa en un lugar entre la ficción y el documental, lo uno con lo otro, y como sus cintas, están impregnados de su humanidad. Se involucra para defender una causa y se pone en la escena, lo que refuerza la subjetividad de sus imágenes y adquiere carácter de autorretrato. Filmando sus manos y sus cabellos como en Les Glaneurs et la glaneuse (2000), erige un retrato del despilfarro y a la vez de la precariedad en el mundo occidental. En Les Plages d’Agnès (2008) inventa una suerte de auto-documental; se pone en escena en el medio de fragmentos de sus films, imágenes y reportajes; y con humor y emoción, nos hace compartir los ejes de su trabajo como fotógrafa, cineasta de los años cincuenta, su compromiso feminista, su recorrido como productora independiente, su vida de familia y su amor por las playas, como una metáfora de la pluralidad de sus representaciones y de la misma identidad del ser humano.

  Es con Visages Villages (2017), junto al artista plástico JR, un road movie poético y de memorias, que Agnès traspasa las fronteras de sus seguidores de culto con una muestra más de su documentalismo subjetivo. La mujer de la corona de cabellos violetas y el artista callejero de los ojos ocultos inician un peregrinaje por los pueblos de la Francia rural, con el azar como asistente, al encuentro de esos seres anónimos, invisibles e inaudibles socialmente, diseñando una extraordinaria galería de retratos a cielo abierto.

 Allí Varda vuelve a utilizar varias de sus constantes: homenajea a personas anónimas, retrata sus rostros; presta atención a las cosas que desaparecen y a los seres frágiles; conserva una actitud abierta a lo inesperado; construye a la manera de un collage, y sin duda, recurre a los juegos de palabras y a las asociaciones de imágenes con la misma libertad que guiaron su obra artística.

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Agnès Varda continuó activa hasta su muerte sin dejar nunca de crear imágenes, aunque en los últimos años buena parte de ellas estén destinadas preferentemente a las galerías de arte o a los museos (las video-instalaciones), que como dice ella misma, le confirieron una vida de artista después de su vida de fotógrafa y su vida de cineasta.

Murió en su mítica casa de la rue Daguerre el 29 de marzo de 2019. Sus hijos Rosalie y Mathieu Varda Démy se consagran a la productora Ciné- Tamaris, que fundó su madre hace 65 años.

 

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