teatro

Teatro paradójico en la Argentina de Macri

“La única ficción que existe es la realidad.”

El mundo es más fuerte que yo.

Sábado soleado, una del mediodía, república de Chacarita, Roseti 722, Buenos Aires. Jóvenes actores tocan timbre en una puerta roja. Dos horas después la puerta luce un cartel: “Espere aquí por favor, en breve será atendidx”. Dentro suena una música amable y sobre la vereda una veintena de personas espera. ¿Cuándo comienza una función de teatro? ¿Al dar sala? ¿Cuándo el público ocupa la platea o cuándo las luces bajan y aparece el actor o la actriz? Nada tan predecible sucede en Roseti. Carne y hueso, última creación colectiva de este espacio teatral independiente, activa su exquisito mecanismo mucho antes de que el primer espectador toque timbre. Diez intérpretes, tres asistentes y un director casi omnisciente, Juan Coulasso, mueven cielo y tierra para que cada centímetro de este singular PH se resignifique como territorio poético. Cuando la puerta se abre el público avanza y es conquistado por personajes insólitos que encarnan lo mejor y lo peor de la existencia. Cada rincón articula una microficción dramática y la suma de todos (des)teje un relato sobre el amor, la muerte, el deseo y la supervivencia. El público no es tanto un espectador como un invitado, un testigo de la magia al que guían para que vea lo justo y necesario. A fines del 2018 cumplí con ese rol, vuelvo ahora para cumplir un deseo: acompañar al elenco desde la entraña del montaje, compartir con ellos los espacios determinadorosetis por la dirección para que la puesta avance sin que el público perciba maniobras técnicas. Un punto de vista privilegiado que confirmó una vez más la importancia de profundizar sobre el trabajo ajeno para renovar las propias inquietudes.

Si los silencios constituyen la sustancia vital de texto, la capacidad de adaptación al medio y la toma de decisiones que materializan toda puesta resultan fundamentales al encarar un proyecto donde estética y política cristalizan. Carne y hueso se presenta como “una materialización espectacular de un proceso de investigación llevado a cabo en el Laboratorio de creación bilateral entre escritura y performance escénica producido en Roseti en 2017. (…) Una obra montada sobre catorce espacios diferentes dirigida a un grupo reducido de veinte espectadores.” Su producción está intrínsecamente ligada al barrio de Chacarita. Personajes y público se posicionan en sus calles como improvisado colectivo performático y avanzan hasta el último fragmento del relato que los deja en medio de un espacio público espectacular, el cementerio, referencia significativa de la zona. Mientras, en Roseti, el elenco de El mundo es más fuerte que yo, siguiente obra de la jornada, ya comienza a llegar y a (des)ordernar de nuevo el espacio para adaptarlo a otro dispositivo ficcional que se interroga sobre la metateatralidad, la autoficción, el valor de la representación y los insondables y extraños rigores del trabajo actoral. Mientras unos se sacan el maquillaje y cuelgan el vestuario, los recién llegados dirigen luces, prueban sonido y se adueñan de la sala.

El director emite algunos comentarios precisos sobre lo sucedido en la función anterior y, sin transición, pasa a cerciorarse de que todo esté encaminado para la siguiente, a las 18.30h. El mismo que minutos antes de las tres de la tarde barría el piso ahora va y viene atento a la disposición adecuada de las sillas antes de cambiarse porque, sí, durante la próxima hora y media, actuará. Será el personaje del director en esta ficción. Lo será a los ojos de todos, actuará ese posible rol.

Lo que resumimos en pocos párrafos constituye una bisagra intensa y vertiginosa que este colectivo de creación comparte cada sábado. Son muchas las salas porteñas que durante el fin de semana presentan un funcionamiento de esta índole, pero no encontraremos dos que funcionen del mismo modo. Sus estrategias de supervivencia así como sus criterios de programación no pueden ser más variados. Roseti mantiene un admirable equilibrio entre su ideario y su práctica y destaca por la contundencia poética de sus apuestas y la juventud de sus creadores.

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Que un espacio no convencional apueste por programar dos producciones propias el mismo día y que su modo de realizarlo subraye la excelencia en el quehacer de un oficio en perpetua crisis, no deja de ser una forma de resistencia. Las entradas cuentan con un valor sugerido de $200. Menos de cuatro euros. Aunque ambos espectáculos agotan sus reservas cada fin de semana, es evidente que ninguno supone un sueldo para nadie. Su continuidad es uno de los ejemplos del compromiso que impera en este paradójico circuito de teatro donde hay que ser y no ser al mismo tiempo, hacer y deshacer constantemente, en la medida de lo (im)posible y contra toda circunstancia. Nada de esto resulta novedoso para los trabajadores de las artes escénicas, sin embargo, el país atraviesa otra crisis económica y para el actual gobierno la cultura y el arte nunca fueron prioridades.

El pasado 3 de mayo se celebró una rueda de prensa convocada por ARTEI, organización en la que se agrupan cien salas del circuito independiente. La cita fue en Boedo, en Timbre 4. La sala desbordó su capacidad pese al horario complejo de las tres de la tarde porque la situación de emergencia cultural es lamentable. El sector teatral no es el único diezmado por el macrismo, pero ha sido uno de los más golpeados por las violentas medidas de los últimos años – el aumento aplicado a servicios básicos como la luz ronda el 300%, e imperan los desfinanciamientos institucionales y la reducción presupuestaria en todos los sectores. El teatro independiente mueve a más de 25.000 profesionales. La cartelera semanal programa más de 700 funciones lo que implica no poca actividad socioeconómica en la ciudad. Como bien señalara en la mentada rueda de prensa el director teatral Ricardo Bartís, no existe la menor duda sobre la riqueza conceptual, estética, teórica y artística que representa el teatro independiente, pero existe “un aprovechamiento absolutamente insincero por parte de los funcionarios en relación a nuestros valores. Lo usan para jetonear delante de los medios, para jetonear delante de otros funcionares de otros lugares.” En efecto, los funcionarios que presumen del alto nivel del teatro porteño son los mismos que ningunean las medidas de imperiosa necesidad que garantizarían la continuidad de su tarea. El descenso de público vinculado al escaso poder adquisitivo que la inflación y la devaluación del peso determinan y las paupérrimas condiciones de trabajo de los artistas que se ven obligados a producir cada vez menos, ofrecen un panorama desolador.

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La rueda de prensa convocada no fue solo un llamado de atención sino una protesta ante una situación insostenible. Resulta difícil describir la idiosincrasia del teatro porteño. Su quehacer siempre fue tan complejo como prolífico y su importancia nunca ha sido pasajera. El teatro funciona supo ejercer como red de conexión entre los inmigrantes que construyeron la ciudad, desempeñó un papel fundamental durante la dictadura militar convirtiéndose en un foco de resistencia, y desarrolló mecanismos para expandirse con la llegada de la democracia y ofrecer alternativas radicales de experimentación. Las últimas décadas, de mayor estabilidad política, posibilitaron la apertura de muchas salas e intensificaron una producción joven y heterogénea. Los creadores gozan de una formación multidisciplinar que a menudo adquieren sobre la cancha, trabajando en espacios que demandan una capacidad infinita para resolver todo tipo de problemas. Lejos de romantizar la precariedad como virtud, su quehacer constante defiende la cultura como un derecho ganado que nadie está dispuesto a abandonar. Hablamos, no está de más recordarlo, de un país donde la educación en todos sus niveles sigue siendo gratuita. Un bastión nacional contra el que el macrismo también atenta. Nada es azaroso y todo es político en el día a día de los argentinos.

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En medio de este contexto violento lugares como Roseti resultan invaluables e imprescindibles. Su desempeño durante estos últimos cuatro años ofrece toda una lección sobre la economía periférica que los posibilita y sobre la ardua batalla que mantienen para no sacrificar su valor creativo. Un Estado que no reconoce ni fomenta esta riqueza es poco más que una desgracia democrática.

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