Masoliver Ródenas

Masoliver Ródenas: ‘El don de la memoria’

  EL MASNOU – Costa catalana
Por Juan Antonio Masoliver Ródenas

Masoliver Ródenas 

El Masnou es un pueblo de la costa catalana cercano a Barcelona, en el tramo que llaman el Maresme, es decir, la Marisma. Está dividido en dos partes: el Masnou propiamente dicho, con su estación de tren que indica el punto de llegada, y Ocata, con su apeadero que marca su otro punto de llegada. En el centro estaría la iglesia de San Pedro, construida como una barca, pero demasiado mole para que nadie la pueda imaginar en el mar. Paradójicamente, la aristocracia masnouense procede de Ocata y el contacto entre ambos sectores era y sigue siendo mínimo. Sólo el mercado está (es decir: como tantas cosas, estaba) a medio camino. Lo único que les unía, además del cielo, era el Camino Real, donde se encontraban todas las tiendas y por donde se paseaba. El mercado hacía de frontera. Casi frente a la estación del Masnou estaba la carretera que conducía a Alella. A la izquierda había un campo de fútbol, un triste secarral convertido de pronto en pedregal. A la derecha, el elegante barrio de Montseny, donde estaban las torres de los veraneantes de abolengo. Casi delante del apeadero de Ocata estaba la carretera que conducía a Teyá, que sólo se llamaba carretera de Teyá al llegar a nuestra casa, que era el número uno. Era una casa curva porque seguía la curva de la carretera. Estaba rodeada de jardín y flanqueada por balcones que daban a la carretera y que nos servían de mirador. Pegado a nuestro jardín estaba el pequeño jardín del señor Pedro y de la señora Rosa. La pared que los separaba nos servía para jugar a soldados con Pedrito, que tenía la edad de Bartolo pero que nos trataba a los demás hermanos como si todos tuviésemos la misma edad. La noche de Reyes, el señor Pedro saltaba a nuestro jardín, ponía caramelos entre las plantas y con una herradura marcaba las huellas de los supuestos camellos. Una mañana de Reyes, cuando yo ya sabía que los verdaderos y empobrecidos reyes de la posguerra eran nuestros padres, yo empecé a reírme a carcajadas: una de las huellas la había puesto al revés. A mis hermanos pequeños parecía no importarles cómo caminaban los camellos y por qué llevaban herraduras de caballo. El señor Pedro se asomaba al muro y nos iba señalando cada geranio donde podía estar oculto el tesoro, o sea, los caramelos que luego nuestro padre arrojaba al cubo de la basura, sin saber que en ningún país se comen tantos caramelos como en Inglaterra. Mi madre se pasaba horas y horas hablando con la señora Rosa. De pronto oíamos la voz de la señora Ballester gritando «No le hagáis caso a esta bruja. Es una ‘tafanera’. Chafarderas lo eran todas, no había muchos más entretenimientos. Les gustaba hablar mal de Franco, al que atribuían lo cara que estaba la vida.

Más allá de la casa de la señora Rosa empezaban los algarrobos, que las noches se llenaban de jadeos, pues era el único lugar en el que las parejas podían sino amarse eternamente sí, por lo menos, besarse y tocarse. Detrás de nuestra casa estaba la del señor Guarino, el millonario del pueblo. Cuando le gente me preguntaba dónde vivíamos les decía: «Al principio de la carretera de Teyá. Allí hay un bosque, con una entrada en la que pone Atención al perro, y en medio del bosque una casa muy grande que parece un palacio.». Me miraban admirados. «¿Allí vives tú?». «No, allí vive el señor Guarino. Nosotros vivimos en la casa de enfrente». Y ante su visible decepción, les decía que nosotros teníamos una ventaja, porque desde nuestra casa veíamos la suya y en cambio lo que él veía era la nuestra. Uno no sólo vive donde vive sino también desde donde ve. Una de nuestras grandes aventuras era saltar el muro que dividía nuestra casa y la del bosque de Guarino, a pesar del aviso del perro, y correr hacia la puerta de salida. Cuando por fin vimos al perro, que caminaba lentamente para quedarse dormido junto a la puerta, sin ladrarnos, casi nos dio penas ver a  aquel San Bernardo de mirada triste, párpados caídos y ajeno a todo.

Ocata

A unos diez minutos de casa estaba, a la derecha, Villa Jardín, con espléndidas torres de finales del siglo XIX o principios del XX donde, como en el Montseny de la carretera de Alella, veraneaban los ricos de toda la vida. A la izquierda, estaba California, idea de una sola persona, de ahí que hubiese una cierta homogeneidad entre las distintas torres. Allí veraneaban los nuevos ricos, muchos de los cuales habían hecho el dinero con el estraperlo. Casi todos hablaban en castellano y la mayoría eran simpatizantes del régimen franquista, tan hábil a la hora de comprar a la gente. Cuando estos nuevos ricos pasaron a ser nuevos riquísimos o simplemente el tiempo los convirtió en ricos con cierta solera, se fueron a pasear su recién adquirida elegancia a la Costa Brava. Más allá, eran todo campos, hasta llegar al pueblecito de Teyá, aparentemente humilde si uno subía por la riera que hacía de calle mayor, pero con unas torres espléndidas apenas te internabas por las estrechas callejuelas. Tanto Teyá como Alella fueron los primeros lugares donde se inició mi necesidad de huir de casa y de buscar nuevos paisajes y nueva gente.

Para ir al pueblo había que bajar la carretera, que era en realidad una calle sin nombre. Poco antes de llegar al Camino Real, estaba la Calandria. Y de nuevo tenemos aquí otro ejemplo de la esquizofrenia en la que vivían el pueblo y la sana esquizofrenia en la que vivía yo. La Calandria era, y en parte es, el centro recreativo de los obreros, los campesinos y los pescadores del pueblo. Había una sala inmensa en la que se jugaba a las cartas y sobre todo al dominó. Todos fumaban picadura o Ideales y lo que recuerdo de aquel local es, precisamente, el humo y el ruido de las fichas de dominó contra la mesa, seguido de alguna exclamación o, lo más frecuente en aquellos catolicísimos tiempos, de alguna blasfemia. Había un cine en el que se proyectaban dos películas además de una de dibujos animados y el Nodo para todos los españoles, menos para los muertos y los exiliados, a los que tampoco habría interesado. A veces, después del cine había variedades: prestidigitadores, cantantes, una pareja contando chistes subidos de tono y, en aquella castísima España, unas mujeres muy pintadas y con grandes escotes por los que asomaban unas tetas abundantes que bailaban y levantaban las piernas mostrando sus amorcillados muslos. Yo me sentaba en primera fila y agachaba la cabeza, tratando de verles las bragas. Algo que también hacía en el cine, con menos éxito. Los domingos, sobre todo en verano, había también baile, al que iban muchas de las chicas de servicio de California, Villa Jardín y Montseny. En su triple condición de criadas, chachas, o raspas, como se las llamaba en aquellos años de intensísima demagogia social, de muchachas de pueblo, con muchos menos prejuicios que las de ciudad, y de “forasteras” (y es sabido que lo que más reprime en nuestro ambiente social es el conocerse todos y vivir como si fuésemos una gran familia), era más fácil bailar muy pegados a ellas y quién sabe si acabar en los algarrobos. Y se sentían especialmente atraídas por nosotros porque éramos jovencitos y al mismo tiempo descarados, con labia y con hambre de labio. Los señoritos a los que ella servían eran ahora los señoritos ávidos de roces y simpáticos con ellas.

casino masnou

El Casino era todo lo contrario. Construido por uno de los más prestigiosos arquitectos locales, era el centro para la gente bien del pueblo y, sobre todo, para los veraneantes. Tenía una sala de juegos para adolescentes y otra para adultos. Un frontón, para los adolescentes por las mañanas y para los adultos por la tarde.  Una rotonda y un gran patio en el que se encontraban chicos y chicas, vestidos para la ocasión sin ocasión. Los días laborables había baile con discos. Los domingos, con orquesta, a veces con orquestas con reputación como las de Raúl Abril, Jorge Sepúlveda o José Guardiola. Algunas, en la Fiesta Mayor tocaban música clásica en el teatro del Casino o en el Casinet por la mañana, y sardanas en la plaza Calvo Sotelo, hoy plaza de la Libertad. Los muchachos se acercaban a las muchachas, les pedían un baile y ellas les daban un número que apuntaban en una libretita. Mi estrategia fue siempre sacar a las feas (la guapa siempre iba acompañada de una fea), porque no eran tan reprimidas. Y todos esperábamos con ansiedad que nos tocase un vals lento, para poder pegarnos a la pareja. Con precaución, porque allí estaban las vigilantes madres. También en el cine proyectaban dos películas, con un público parecido, porque el cine era el único entretenimiento y en la oscuridad desaparecían las clases sociales. La diferencia es que en el Casino nadie comía cacahuetes, la alfombra de cáscaras de cacahuetes era una de las señas de identidad de las primeras filas de la Calandria. La Verbena de Santa Rosa representaba la culminación de la diferencia entre los dos centros. Los hombres vestían de oscuro o de esmoquin; y las mujeres trajes confeccionados para la ocasión o para las altas ocasiones. La carretera del Camino Real quedaba paralizada, atestada de gente del pueblo que iba a contemplar un espectáculo que nada tenía que ver con ellos. En una ocasión, Antonio Urrutia y yo nos colamos a la media parte y empezamos a bebernos las copas que los veraneantes habían dejado a medias. En otra ocasión, en un baile de disfraces, intentamos colarnos a la media parte, pero no nos dejaban entrar porque decían que no íbamos disfrazados, y Antonio les dijo: «Vamos disfrazados de gente normal. Somos los únicos que vamos así». Y nos dejaron entrar.

  

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