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Martínez Estrada es un caramelo ácido

La reciente reedición de dos clásicos de Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa y La cabeza de Goliat, en dos volúmenes de impecable factura a cargo de la editorial Interzona (2018), trae implícita una pregunta sobre un autor cuya obra parece destinada al eterno regreso. ¿Por qué Martínez Estrada continúa siendo un nombre que concita la atención de los lectores argentinos? La búsqueda de una respuesta conduce directamente hasta Christian Ferrer, encargado de los prólogos de estas reediciones y autor de La amargura metódica: vida y obra de Ezequiel Martínez Estrada (Sudamericana, 2014), una biografía monumental en la que el autor decide remontar río arriba para encontrar las vertientes de donde fluye el inagotable ideario de Martínez Estrada. La constelación diagramada por Ferrer se completa con Epistolario (Interzona, 2014), una obra que reúne las cartas que Martínez Estrada y Victoria Ocampo intercambiaron a lo largo de su vida y que ilumina, en clave epistolar, los filamentos de ese hilo de admiración y encanto que unió a los dos intelectuales en su desvelo.

Tras haber frotado la lámpara, la figura de Martínez Estrada aparece gigante y majestuosa en los escritos de Christian Ferrer. Los dos prólogos a las reediciones de los libros fundamentales de Martínez Estrada podrían leerse como piezas de un único engranaje en el que el biógrafo se dispone a hablar en la misma lengua que el biografiado. “El hombre tenía la piel muy fina, la suspicacia a flor de mente y el don de la intuición, lo que es decir que percibía las placas tectónicas del país en colisión, su tendencia a la autodestrucción”, apunta Ferrer en la introducción de Radiografía de la pampa, un libro que -con más de veinte reediciones desde su primera publicación en 1933- logró convertirse en un clásico argentino.

Interzona

El minucioso trabajo de investigación y la elocuencia de Ferrer lo confirman: ya nació el hombre que pensó la Argentina. Fue un autor implacable y obsesivo, profético y desmesurado, a quien la historia vernácula de las ideas le propinó una dosis concentrada de veneno y negación. Martínez Estrada es un caramelo ácido; difícil al comienzo, adictivo al final. Su prosa puede causar apego o irritación, nunca indiferencia. Rara avis de la llanura, y entrenada como pocas en el arte de descolocar a todo aquel que se le acerque, es un autor difícil de encasillar. El brillo de su luz no parece haber sido generado en la estela de otros astros. Pero más allá de alabanzas y objeciones, lo cierto es que el paso del tiempo se encargó de demostrar –como alega Ferrer- que “este hombre, más bien pequeño de estatura, clavó una pica en el corazón de la nación argentina”.

Un cielo estrellado

Escribir un libro como La amargura metódica, inmenso y sublime, no es una tarea sencilla. Sus páginas condensan un tiempo ilimitado de lectura, vigilia y exploración. Todo engarzado con instrumentos de alta orfebrería. Ideas, introspecciones, símbolos y conjeturas convergen en una pieza magnética con incrustaciones preciosas. La obra en su conjunto responde a la fascinación de un escritor por otro escritor y configura, en cada uno de sus pasajes, un movimiento trascendental de amor y devoción.

La escritura de Ferrer se compone de testimonios, coplas, bramidos y estocadas, cada uno en su respectivo hilo y tonalidad. Los elementos se van anudado con técnica minuciosa y apasionada hasta lograr un texto policromo y refinado. En el diagrama de ese cielo estrellado, realzado por el fulgor de la metáfora, se advierte el pulso del ensayista consumado.

Uno de los desafíos que plantean las biografías de escritores es cómo referirse a algo que un autor admirado ya pensó y escribió ¿Es posible visitar con voz auténtica la obra del maestro? ¿En qué caldero burbujea la palabra nueva presta a revivir una idea formulada (ladrada, en este caso) con tanta agudeza en el pasado? ¿En la espesura de qué monte buscar el último ejemplar de un idioma extinto, quitarle un gajo, trasplantarlo con sensibilidad y paciencia, y esperar su brote?

Tapa_Ferrer_Libro Martínez Estrada

En La amargura metódica, Martínez Estrada es sometido a sofisticados procedimientos hermenéuticos y estilísticos. Se lo puede ver en instantáneas, impreso en sudarios, como pieza de rompecabezas, imagen carbónica, figura de camafeo, bordado en filigrana, tallado en madera de ombú, en esténcil, dibujado con tinta limón y hasta desvanecido en humo de tabaco. Cuando se trata de componer un personaje espinoso y centelleante, la sustancia menos pensada puede llegar a ser la más apropiada. Una vez que pasó el huracán, sobreviene una sensación de extenuación e impotencia: no queda más que rendirse ante Martínez Estrada; dejarse arrastrar mar adentro por el oleaje intenso y suplicar que las corrientes lo devuelvan a uno a tierra firme. Como en un teatro de sombras, se suceden una tras otra las escenas de la vida de un hombre de letras al que los males del país se le hicieron carne. Pasan las páginas, cambian los decorados y siempre vemos al mismo tipo con el mismo traje. ¿Quién es? Es el hombre que sabe que ha escrito en la piedra.

Y si Juan José Sebrelli, bajo el influjo de Destrudo, fue capaz de escribir un libro para defenestrar a Martínez Estrada, este otro viene a equilibrar las fuerzas del universo. El tiempo comprobó que no era sólo cuestión de puntería: cuando el filósofo desalmado creía tener en la mira a un colibrí, en realidad le estaba apuntando al Ave Fénix. Tanto remover la tierra, Ferrer encontró una brasa encendida.

 

Pajaritos

“¿Quién fue? ¿Quién era? –se pregunta Ferrer en el colofón de su libro sobre Martínez Estrada- Apenas un hombre solo frente a una máquina de escribir, el país como piedra sulfurosa, y una única certidumbre, la de haber sido el único argentino de su época con derecho legítimo a decir que siempre tuvo pajaritos en la cabeza”. La imagen de portada de La amargura metódica, además de evocar la amistad entre Martínez Estrada y Guillermo Hudson, nos advierte sobre una personalidad que se entendía con la naturaleza. “A veces en un pájaro, -dice Martínez Estrada-, como en un relámpago, comprendemos que han expresado algo que necesitaríamos un día entero para expresar con palabras”. Qué es ese pájaro diminuto posado sobre su cabeza sino la alegoría del hombre de pensamientos que cree en la intuición como un modo privilegiado de aproximación a la realidad; que cree en la vivencia del todo y está convencido de que el cosmos habita en cada uno de los seres vivos. Mientras la mirada ensimismada de Martínez Estrada se clava en la tierra, el gorrión erguido prolonga su vista hacia el horizonte.

Epistolario 

Sístole y diástole

La lectura de los textos de Martínez Estrada se completa con Epistolario (Interzona, 2014), un libro exquisito que reúne la correspondencia que intercambiaron, a mediados del siglo XX, el autor de Radiografía de la pampa y la directora de la revista Sur. Las cartas publicadas revelan algo casi desconocido: la amistad profesada entre estos dos escritores, referentes fundamentales del círculo intelectual argentino. Como suele ocurrir con las almas gemelas, Martínez Estrada y Victoria Ocampo se conocían bien aunque se frecuentaran poco. Ambos fueron ejemplares únicos de especies autóctonas obsesionadas por los misterios que esconde el suelo nacional. La obra – también prologada y editada por Christian Ferrer- ilumina, en clave epistolar, los filamentos de ese hilo de admiración y encanto que une a los dos personajes en su desvelo.

Las letras combinadas de esas cartas componen, además de la trama fina de una relación, el sístole y diástole del latido acelerado de nuestro país en un momento convulsionado. Como señala Ferrer, “el contexto se corresponde con tiempos tormentosos, escandidos, de vez en cuando, por ilusiones infundadas, y en el que priman el peronismo recientemente caído, los dilemas políticos de los escritores en tiempos de la ‘Revolución Libertadora’, y los fulgores tercermundistas inaugurados en Cuba por Fidel Castro”.

Pero Epistolario debe leerse, ante todo, como una oda a la amistad. “No pida la gloria del olvido: no la conseguirá”, le escribe Victoria Ocampo a su fiel destinatario, casi como un presagio, en un escrito fechado en 1960. “Yo también soy un cactus, pero no tengo flores”, confesaba Martínez Estrada, en otro pasaje. Aunque no lo supieran, en la forma de la carta se escondía la concreción de un anhelo. Epistolario es, en este sentido, la materialización de una promesa infinita conferida por Martínez Estrada – y finalmente cumplida- de un escrito para Victoria.

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