Puede decirse que fue un día perdido; pero todavía estoy por saber qué es un día ganado.
Mario Levrero
Si algo nos ha demostrado el estado actual de las cosas es que la literatura (entre otras formas de ficción) sigue siendo una herramienta para pensar el presente. De los ejemplos literarios para pensar el presente, los que mejor suerte han corrido son, por razones obvias, las ficciones distópicas, apocalípticas y postapocalípticas. Es innegable lo productivas que estas narrativas del fin del mundo son para pensar este momento histórico, pero la cuarentena generalizada nos enfrenta también a otra situación en la que las ficciones aludidas rara vez se detienen: el encierro y, con él, una nueva relación con el tiempo. Para mejor entender la reclusión y cómo vivirla hay que buscar las respuestas en otro lado. No muy lejos en el tiempo encontramos al escritor uruguayo Mario Levrero y su encierro autoimpuesto, la reclusión voluntaria hacia el final de su vida registrada en el magistral “Diario de la beca,” ese prólogo absurdamente largo que precede a La novela luminosa, su obra póstuma. En un diario que se expande desde agosto de 2000 hasta el mismo mes del año siguiente, Levrero narra cómo hizo del encierro no una excepción, sino una forma de vida.
Por supuesto que, para poder ir más allá de la supervivencia, primero esta debe estar asegurada. En el caso de Levrero, esto se explicita desde el título mismo, que deja en claro su medio de supervivencia: una beca de la fundación Guggenheim que le es otorgada para finalizar su inconclusa “novela luminosa”. Lo primero que hace con el dinero de la beca es vaciar su agenda de ocupaciones y comprarse dos sillones: uno para leer y otro para descansar. Lo que busca es crear un ambiente propicio para “poner en marcha la escritura” y para eso necesita trabajar sobre su entorno inmediato y transformarlo, volviéndolo más vivible.
Su contacto con el mundo exterior se limita a llamadas telefónicas, esporádicas visitas de su doctora (y ex-esposa), su ex-pareja (Chl: “chica lista”) y algunos amigos; la escucha de programas de tango en la radio y su navegación por internet. Ni siquiera para sus clases de yoga necesita salir ya que la profesora va a su casa e incluso se convierte en un precursor de la enseñanza virtual con un taller de escritura que dicta en línea. Las contadas salidas son para hacer compras y trámites imprescindibles y caminatas con visitas a cafés con amigas. La reclusión tiene múltiples razones: el mundo exterior es amenazante y está lleno de distracciones innecesarias, y el estilo de vida de Levrero, sus horas de vigilia, no coinciden con las del mundo. Apenas ve la luz del sol, se levanta siempre tarde y la gran mayoría de las entradas de su diario tienen un horario de madrugada, entre las 3 y las 7 de la mañana. Además, detesta el paisaje urbano de Ciudad Vieja, su barrio, que se ha llenado de ruido y “mal gusto” y en varias salidas le dan ataques de dolor.
La relación con el cuerpo y su cuidado se agudiza con el encierro: le cuesta afeitarse la barba y, aunque la misma le molesta, la conserva. Narra su relación con los medicamentos (cuya ingesta está pautada por un programa que escribe y reescribe en Visual Basic), los dolores constantes, la atención al sistema digestivo y la discriminación de alimentos en base a las marcas que le caen mal y las que no. Incluso empieza a fabricar yogur cuando descubre que el yogur que consumía era la causa de sus malestares gastrointestinales. Una amiga le regala una planta pero el escritor, que a duras penas puede cuidar de sí mismo, la descuida y la planta muere al poco tiempo.
Como dijimos, uno de sus objetivos es la creación de un ambiente favorable del que pueda emerger la escritura. Pero no es productividad lo que busca, sino ocio. Hacia el principio del diario, Levrero confiesa haberse ido creando un miedo a lo que llama su “mismidad”: el estar a solas sin ocupación. Ahora lo que busca es recuperar el ocio, una relación con el tiempo que le permita reencontrarse consigo mismo. Apartado del mundo exterior, busca reconectar con su “yo” interior y usa la oportunidad de la beca para retornar a un estado espiritual que le permita recrear las condiciones en las que había escrito la primera parte de la novela en 1984. Esto es lo que llama el “retorno” a sí mismo; necesita de ocio para poder reconquistar su soledad. Ahora bien, este ocio no es algo que se puede buscar como un fin, es más bien “una disposición del alma, algo que acompaña cualquier tipo de actividad (…) es, cómo decirlo, una manera de estar”. Para el escritor uruguayo, ocio puede ser cualquier cosa en la medida en que uno deje libre la mente y que permita “la contemplación de la cosa que estoy haciendo”; más que una ausencia de actividad es una forma particular de la misma.
En estos tiempos en que los imperativos de productividad transforman la cuarentena en teletrabajo, vale la pena detenerse en cómo define Levrero la diferencia entre ocio y negocio. Lo primero, lo primordial es el ocio, el neg-ocio (su negación) le sigue en orden. El ocio es una forma de “estar”, una relación con el tiempo que no existe con arreglo a un fin: en el ocio no hay un fin, ya que es un fin en sí mismo. El negocio, en cambio, es puro fin, no existe más que en relación con su fin. En este sentido, los dos son diferentes relaciones con el tiempo; dos temporalidades. Levrero, desde su encierro, busca desprenderse del negocio en la medida que le sea posible para ganar ocio.
No son pocos los obstáculos para conseguirlo; entre sus adicciones, el calor, los mosquitos, los trámites, sus talleres y las visitas de amigos el tiempo se le escurre entre las manos. El diario es, en cierto sentido, una narración de todas esas interrupciones y el intento de desarrollar una nueva relación con el tiempo o, más precisamente, de recuperarla. Entre sus adicciones están los cigarrillos que cuenta meticulosamente, los juegos y programas de computadora que acumula, manipula y ordena compulsivamente, las imágenes y videos pornográficos que descarga de internet, entre otros. Nos dice el autor que esas adicciones son “un medio de abreviar el tiempo, de que el tiempo pase sin que yo sienta dolor”. En otras palabras, las adicciones son formas de huir de sí mismo y confiesa que esa soledad de la que ahora se puede dar el lujo es precisamente de lo que ha estado huyendo: “tiendo a llenar todos los huecos, a ocupar todas las horas libres con alguna actividad estúpida e inconducente”. A lo que muchos entendemos como procrastinación, como actividades que nos distraen del trabajo, Levrero le da un vuelco y lo plantea como obstáculo para el ocio.
Hacia el final del diario, Levrero admite que lo que hemos leído es un largo experimento con y sobre el tiempo: “Ahí arriba hay un subtítulo que habla del tiempo (fecha, hora), pero el tiempo ha perdido significación, casi del todo, para mí”. También dice que es el testimonio de un fracaso, de no haber logrado sus objetivos, a pesar de que en el camino produce una obra magistral. Si algo nos enseña Levrero es que, en el mejor de los casos, el encierro puede ser una manera de recuperar la temporalidad del ocio y la disposición espiritual que trae consigo. En su diario, Levrero nos invita a suspender el negocio por una relación contemplativa con el mundo que el ocio hace posible. Quizás lo que debamos hacer no es aprovechar el encierro para una nueva forma de productividad, sino abrazar este nuevo sentido de temporalidad y, con él, el ocio.