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Embarazada en tiempo de pandemia

Florencia. 2 de marzo 2020. Estación de Trenes Santa María Novella.

 

Eran más o menos las tres de la tarde. Había apenas comprado un boleto de tren para regresar a mi casa en Pisa a las 15:45. Tenía tiempo. Pasé a la farmacia y en la puerta un letrero grande escrito en varios idiomas: “Non ci sono mascherine/ Face masks are over/ No hay mascarillas”. Al final compro sólo aquello que me servía. Entro a un bar y pido un café. La señora a lado mío pediría un panino y la chica respondería que no hay.

-¿No hay?

Responde la señora sorprendida de que un país que da particular importancia a la comida de pronto no tenga nada que ofrecer. La chica del bar responde con un tono parecido a la melancolía:

– No hay… desde que todo esto empezó cada vez nos llegan menos cosas.

Yo trato de evadir la melancolía de ambas y escapo al baño. Positivo. Estaba embarazada.

Quién diría que yo descubriría que estaba embarazada en el baño de la librería de una de las estaciones de trenes más concurridas de Italia. Quién diría que ese sería mi último día de trenes, de librerías y de paninos y que “No hay” sería la frase más común de los próximos días, semanas, meses.

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Pisa. 9 de marzo 2020. Casa

Ese día por la noche anunciarían que toda Italia se declaraba zona rossa. Ninguno de nosotros tenía muy claro qué significaba eso y todo se reducía al hecho de pasar los días en casa. –¡Al fin tendría tiempo para leer y escribir!- pensé. Pero luego recordé que estaba embarazada  y que ni siquiera había tenido tiempo para organizar una cena o tomarme algo con mis amigas y amigos para darles la noticia. La idea de la cuarentena no me era clara y probablemente tampoco lo era para nadie ni en Italia, ni en el resto del mundo. Quedarse en casa significaba una especie de larga vacación que después sería más bien semejante al castigo. Yo viviría los primeros meses de embarazo entre ambos estados: vacación y castigo, placer y privación. Anunciaría que iba a tener un bebé a las personas que más quiero a través de plataformas cibernéticas que hace una semana me eran desconocidas.

Pisa. Marzo 2020. Casa

Los próximos días transcurrirían lentos. Sin principio ni fin. Sin tener clara la diferencia entre el día o la noche. Pasé el mes de marzo montada en una montaña rusa hormonal que me hacía sentir como la única mujer embarazada sobre la Tierra. Mi sensación era la de que una pandemia había robado foco a lo que para mí era el evento del siglo. No había espacio para mí, ni para mis náuseas. Tampoco para comprarme brassieres de algodón talla grande. No había espacio ni siquiera para compartir con los amigos porque ellos más bien se encontraban ávidos de saber cómo era la situación en Italia y no estaban ni mínimamente interesados en mis antojos o en mis ganas de vomitar. Me sentí culpable. Me sentía celosa de un virus. Me sentía irresponsable por estar embarazada en medio de una crisis sanitaria mundial.

Mientras tanto la gente salía a sus balcones a cantar clásicos de la música italiana. Mantas con arcoíris acompañados de la frase #andràtuttobene pendían de las ventanas. Pronto se activaron pilates en línea, clases de finlandés, lecciones de salsa cubana, recetas de cocina para niños; todo desde la sala, el sofá, la cocina. La gente parecía feliz.

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Pero el tiempo pasó y las personas empezaron a estar furiosas. “Una mujer tose en la cara a la cajera de un supermercado. La mujer era positivo de coronavirus”, anunciaba un periódico local en Venecia. El obituario de un periódico de domingo ocuparía 11 páginas en Bérgamo. Policías y militares en las calles de Pisa hostigaban a migrantes sin documentos que comían fruta en un parque: -¡Váyanse a su casa!-, decían. Filas de una hora y cuarenta minutos para comprar comida, entrar a la farmacia, ir al correo. Gente que grita nerviosa: -¡No te me acerques! ¡Mantén tu distancia!- Otros en cambio se asomarían a la ventana ya no para cantar si no para decir en voz alta: – ¡Has salido a pasear a tu perro 5 veces! ¡Inconsciente! ¡Coglione! ¡Cretino!-. Algunos incluso pasaban horas a hacer “guardia” con su teléfono celular para hacer fotos o videos de quien salía correr para después llamar a la policía y denunciarlos. Las multas llegaban a ser hasta de 400 euros. Era una caza de brujas.

En medio de este caos, yo seguía estando embarazada y necesitaba ver a un ginecólogo. Hasta dos veces me tuvo que cancelar la cita porque el sistema sanitario estaba rebasado. Finalmente, cuando pudieron recibirme todo se limitó a una serie de regaños y recomendaciones que oscilaban entre por qué no traía guantes de látex y tomar más calcio. Una enfermera me regalaría cuatro cajas con vitaminas de nombre “Momy”. –La idea es que usted venga aquí lo menos posible- me dijo una mujer de brazos prominentes y fuertes que después se presentaría en claro español: – Yo soy la partera-.

Para finales del mes todo se iría asentando. Los días negros se llenarían de una luz pálida. La primavera hacía estallar las flores a pesar de que nadie saliera a mirarlas. La gente empezaba a apreciar el valor que tenía salir al balcón a fumar un cigarro, tomarse una copa de vino o sólo mirar una ciudad que parecía ya no pertenecer a nadie.

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Pisa. 14 de abril. Casa

Han pasado muchos días sin que nos miremos las caras. Los ojos se asoman expresivos por encima de las mascarillas a veces enojados y otras tristes. El bebé crece. La gente sigue teniendo miedo pero al mismo tiempo se inicia a digerir la idea de que este virus es ahora parte de nuestra vida. Las visitas al médico siguen siendo frías y distantes. Mi pareja no pudo entrar a sentir cómo latía su corazón porque está prohibido que más de uno entre al consultorio según el protocolo de seguridad. -Oficialmente tengo dos corazones- pensé y luego lloré en silencio frente a una enfermera que se veía hace muchos días no dormía.

Ya no se discute más sobre cuándo y cómo salir. Hay una polémica en torno a los objetos de “primera necesidad”. Bandas que dicen “prohibido” saltan de los anaqueles del supermercado que ofrecen plumones, colores y pintura. La papelería no es “primera necesidad”, dice el encargado. En cambio la harina, la levadura, la nutella y todo lo necesario para hacer postres y pasteles se agotan rápidamente porque sin duda cocinar es una “primera necesidad”. Las librerías también están cerradas pero al menos harían entregas a domicilio al igual que los chicos en bicicleta que trasladan pizzas. Los invernaderos llevan tierra, semillas y macetas a casa de personas que ocupan su tiempo en la jardinería ante la llegada de la primavera. Sin embargo, la ropa interior para embarazo sólo es posible comprarla en Amazon.

Faltan varios días, semanas, meses para que “esto” acabe. No me siento más culpable. Pienso en esta persona que late dentro de mí decidió llegar en estos tiempos difíciles por un motivo. Un motivo que tal vez descubriré en la próxima pandemia o que tal vez no viva para verlo. Pero crear vida en medio de la muerte es sin duda un gesto revolucionario.

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