DALLOWAY2

La señora Dalloway, de Virginia Woolf

En los ojos de la gente, en el vaivén, el caminar y la caminata; en el estruendo y el tumulto; en los coches, automóviles, omnibuses, camiones, hombres-anuncio que van y vienen de un lado a otro; en las bandas de música; organillos; en el triunfo, y en el tintineo y en el extraño canto de algún aeroplano que pasaba volando estaba lo que ella amaba: la vida; Londres; este momento de junio.

Porque era junio. La guerra había terminado, salvo para gente como la señora Foxcroft en la Embajada anoche, comiéndose las entrañas con sus lágrimas porque aquel joven tan bueno había muerto y ahora la vieja finca iría a parar a manos de un primo; o como Lady Bexborough que inauguró la tómbola, dijeron, con el telegrama en la mano, John, su predilecto, muerto; pero había terminado, gracias a Dios -del todo. Era junio. Los Reyes estaban en Palacio’. Y por todas partes, aunque todavía muy temprano, había un movimiento, un ritmo, de ponis que galopaban, de bates de cricket que golpeaban; Lords, Ascot, Ranelagh y el resto, envuelto en la suave retícula del aire gris azul de la mañana que a medida que avanzaba el día, los desnudaría y depositaría en su césped y en sus campos de cricket, a los ponis troteros, cuyas manos no hacían sino tocar el suelo para volver a saltar, y a los jóvenes incansables, las jovencitas riéndose, en sus muselinas transparentes las cuales, sin embargo, a pesar de haberse pasado la noche bailando, insistían en sacar a pasear ahora a sus absurdos perros de lanas; e incluso ahora, a estas horas, discretas y ancianas señoronas salían en sus automóviles a hacer misteriosos recados; los tenderos se afanaban en sus escaparates con sus diamantes y baratijas, sus preciosos y viejos broches verdes mar con monturas dieciochescas para tentar a los americanos (¡hay que ahorrar y no comprar cosas a la ligera para Elizabeth!), y también ella, que adoraba aquello con una pasión absurda y fiel, siendo parte de ello -pues su gente perteneció a la corte allá en tiempos de los Jorges- ella también, aquella misma noche, iba a deslumbrar y despertar admiración; a dar su propia fiesta. Pero ¡qué extraño! al entrar en el parque, el silencio, la neblina, el murmullo, los patos felices con su lento nado, las aves embuchadas contoneándose, y ¿quién dirían que se acercaba, de espaldas al edificio del Gobierno, de lo más correcto, con sus despachos en una cartera grabada con el escudo real? ¡Ni más ni menos que Hugh Whitbread! ¡Su viejo amigo Hugh! ¡El admirable Hugh!

-¡Muy buenos días Clarissa! -dijo Hugh (excediéndose un tanto, ya que se conocían desde niños)-. ¿Adónde vas?

-Me encanta pasear por Londres -dijo la señora Dalloway. -. La verdad, es mejor que pasear por el campo.

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