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La luz de Leila Sucari

I Vive en una gran ciudad.

Escribió su primera novela en un año y nueve meses.

El cómo logró transitar el proceso de escritura y trabajo es un misterio –en parte- hasta para Leila Sucari.

Podría haber partido de su experiencia de niñez en el campo. Conocer demasiado el terreno metiendo las patas en el barro. Luego, partiendo de lo propio, lo podría haber deformado apelando a su imaginación.

Podría haber sido un sueño: un feto difuso que se esforzaba por adquirir forma en aguas oscuras y estancadas.

Haber leído un libro particular y hacerse de una  frase: “No quiero tener la terrible limitación de quien vive sólo de lo que es pasible de tener sentido. Yo no: lo que quiero es una verdad inventada”, dice Clarice Lispector en Agua viva. A Sucari  pudo habérsele  internado en el cuerpo.

Un día, pudo haber salido al balcón de su departamento con la intención de espiar la vida de una vecina. Anotar algo que la haya asombrado: después de todo, los otros -a veces- logran asombrar. Y al encontrar un bicho bolita debajo de  una maceta, quedarse absorta en la contemplación. Porque ni siquiera Buenos Aires puede aplastar y sofocar la potencia que la naturaleza entraña. Porque hasta en una gran ciudad, desliza la joven escritora, pueden descubrirse pequeñas grietas “donde la civilización fracasa”.

II Leila Sucari, argentina, es la autora de Adentro tampoco hay luz, ganadora del Premio Novela del Fondo Nacional de las Artes 2016.

La novela se publicó en el 2017 por Tusquets Editores. Con una narrativa de una fluidez casi natural, su lenguaje -encontrando el difícil equilibrio entre la calidez, el desenfado y el cálculo- constituye un antídoto frente al tedio de los días siempre iguales. A tal punto, que logra que cualquiera permanezca allí. A salvo, también, de un país doloroso. Transitar por sus páginas es suponer –y sólo suponer- que corremos de un tirón, y sin agotarnos, hacia el encuentro de un abrazo perfecto y efímero. Fugaz. Aunque el universo en el que nos sumerjamos esté muy lejos de lo idílico y el confort.

Leerlo es exponerse al riesgo del vértigo. Las imágenes no aparecen esporádicamente sino que se desploman una tras otra. Sin cansancio. Como en una sucesión de instantáneas, cada imagen invita a permanecer como anclados al piso. Sin embargo, el ritmo está planteado no para detenerse, sino para pasar a la siguiente, o a la que sea: “Mi prima es hermosa y quiere ser vegetariana, pero la abuela no la deja. La obliga a comer carne y ella se traga las lágrimas y escupe sin que nadie la vea. Cuando crezca me gustaría ser como vos, le digo, y la abuela me pega con el repasador de flores. Me quiere fea y carnívora para no sentirse tan sola”, dice la voz de una nena que está por entrar en la pubertad.

Leila SucariTengo una amiga vegana. Que no es exactamente lo mismo que ser vegetariana. Lo común entre ambas es el repudio a alimentarse y nutrirse con carnes de animales. Una vez comí una hamburguesa delante de ella. Antes de hacerlo le pedí permiso como si tal acto me exculpara. Como si en la banalidad de las buenas costumbres no residiera la crueldad. Seguimos siendo amigas. Aunque sabe que jamás me uniría a su causa.

Cualquier texto que conmueva e incomode transcurre entre dos mundos divididos por un margen, delgado. Fino. Se oscila entre el aislamiento que implica la concentración del acto de leer y las identificaciones y los conflictos con el mundo personal y social que ese acto de leer suscita. La lectura se erige como un acto político.

III Huele a pollo desplumado, crudo.

Huele, sabe, a pollo cocido. Aparecen –también- sabores menos salvajes: “El árbol de pomelos está lleno de mundos amarillos. Nunca había visto frutas de ese tamaño, son casi como mi cabeza. Arranco uno y lo aprieto hasta agujerearlo. El jugo se desparrama por mi mano y me chupo los dedos. Es agrio pero me gusta. Me invade la nariz de un perfume cítrico y potente. Vuelvo a apretar y el mundo se quiebra en mi mano por segunda vez. Muerdo un pedazo, mi boca se despierta. Devoro la pulpa, la absorbo y mastico dejando que el líquido forme un río entre mis labios y mi cuello”. Un universo sensorial -casi infinito- es desplegado por la voz de la protagonista: una niña que logra subvertir la hostilidad de su entorno más próximo mediante una visión amoral y profundamente creadora. Estereotipos, clasificaciones o encasillamientos son puestos en entredicho: cuestionados, deconstruidos.

Y mientras tanto crece.

La naturaleza cumple el rol de su mejor aliada en cualquier escenario. En un libro, hunde los ojos en el dibujo de un pájaro que “necesitaba la presencia de vientos fuertes de la cordillera para levantar vuelo”. En un velorio, se detiene frente a un camino de hormigas, indagando cómo encaran el futuro, cómo las enloquece lo imprevisto. A diario, una chancha o un lagarto se convierten en sus mejores amigos. También irán apareciendo las amistades humanas: Constanza, Joaquín. Y los enredos entre su prima y el novio “barbudo” de su madre. Los temas clásicos de la literatura tienen lugar a lo largo de las 207 páginas: la amistad, el amor, la muerte, la traición y la literatura misma.

En la transición hacia la adolescencia –dentro de las condiciones impuestas por el entorno familiar y social- va dejando al descubierto miserias humanas que coexisten con gestos con visos de amabilidad. Nada se configura de manera maniquea. Los matices, más tarde o más temprano, se instalan en cada personaje, sobre todo, en los centrales que son mujeres: una abuela despótica, una prima con una sensualidad perturbadora y la madre que va y viene. Estas mujeres, además, oscilan entre la cordura y la locura, inmersas como están en sus propias búsquedas personales. Y la niña -o la visitante que llega a una casa del campo- queda situada al margen de la mirada atenta de los adultos. El desamparo se impone al mismo tiempo que es desafiado por una observadora preadolescente: aguda, inocente, maliciosa. El microcosmos todo se estremece.

Alguien lo ha sacudido.

Pero la incomodidad también es sentida por la propia protagonista. Por un lado, en el escenario que recrea la autora, entran en tensión las instituciones tradicionales de la familia, el trabajo y la escuela. Por otro lado, podría pensarse que las mujeres que rodean a la chica se han corrido de los mandatos tradicionales de género que estipula que las mujeres deben priorizar a los demás, habiendo sido educadas para apoyar solidariamente el desarrollo de los otros. El corrimiento tiene un costo. Al igual que permanecer en los lugares preestablecidos. En tal sentido, la autora advierte: “No hay ningún lugar donde haya luz y paz”. Y agrega: “No hay un escenario ideal hacia ningún lado”. Hasta la niña se ha corrido del sitio idílico de la infancia cuando dice: “Escupo mi odio contra la vidriera”.

Leila Sucari

IV ¿Cómo fue construir el primer párrafo hasta el último? Escribiendo fue una especie de sincrética. Combinó y deformó  recuerdos, sueños, la naturaleza, su propia vida y, por supuesto, la vida de los otros.

No se aferra a un método. Ni tampoco le gusta armar un diagrama de lo que quiere que pase o hacia a dónde pretende llegar. Y en ese sentido forma parte de la incertidumbre que constituye su motor. Sobre todo, el reto está en escribir desde el deseo.

Las interrupciones durante la escritura de alguna manera estuvieron ahí. Agazapadas. Trabajar y ejercer la maternidad fue intenso para Leila Sucari. Al principio, embarazada, estaba en una suerte de mundo paralelo, en una escritura mucho más reflexiva. Iba elaborando de a poco, pensando detenidamente en los personajes y en la historia. Una vez que nació su hijo, todo se transformó en algo vertiginoso. Se sentaba en los ratos disponibles. En la noche cuando el bebé dormía. O durante la siesta. Cuando conseguía esos lapsos, escribía sin parar porque ya tenía el universo instalado en la cabeza. Entonces de lo que se trataba era conjeturar qué iba sucediendo con cada ser imaginario de la trama. Salía a caminar, a pasear con el carrito, a la plaza, aprovechando esos momentos para ir moldeando los personajes, haciéndose preguntas, afilando la mirada de la niña.

Tipeaba en el aire.

La novela implicó también ejercer el despojo propio: de lo políticamente correcto, de qué dirán, de quedar bien con tal o con cual, de los lugares comunes y del prejuicio. El personaje de la nena –la chica- lo permitía, porque está al margen y tiene una mirada propia de un punto intermedio entre infancia y adolescencia. “No está todavía ahí la moral marcando el camino sino que las cosas son más crudas, son como uno las vive”, asegura la autora. Cree, de todos modos, que lo que se piensa, las ideas y la orientación política, forman parte de la manera de percibir la realidad. Pero sí le interesaba no construir una narrativa hiperrealista con referencias claras en cuanto a contextos, nombres y cosas porque limita. No cree en la literatura como bajada de línea, ni que tenga que ser contenido consciente para transformar una realidad. Mientras escribe, le gusta salirse de sus roles cotidianos. Sin embargo, sostiene que se es parte del contexto que se habita; es imposible ser una ajena total y meterse en una cápsula de hielo. Como sea, el juego funciona de un modo eficaz. Sobre todo, para concluir de un sorbo la lectura de Adentro y volver a la selva de la vida exterior siendo los mismos y a la vez otros. Mientras tanto, cae la luz del sol.

Oscurecemos.

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