Isabel Mellado

La ciudad como radiografía

 BERLÍN
Por Isabel Mellado

Isabel Mellado
Fotografía: Cecilia Molano

La música llegaba a los dedos y empujaba. Yo obedecí, me deterioraba si no. Y los dedos me empujaron lejos, fuera del país. Gané una beca de perfeccionamiento. Me iría con la música a otra parte. A Berlín. ¿Qué llevo conmigo? Pocos objetos; algunos colores disfrazados de prendas de vestir y mi violín, mi tigre de Bengala.

Cuando llegué habían cubierto de sal el suelo. El cielo se alivianaba copo a copo. El veintitrés de diciembre de 1989 aterricé en un Berlín blanco y salado. Lento. Sobre la nieve planeaban cuervos que apetecía agarrar del pescuezo, vaciarlos de un sólo trago.

De mañana un silencio fresco vetea los oídos. Silencio con más consonantes y germinal como silencio del huevo por dentro. Otra vez parto de cero; aprender significados, aprender verbos. ¿Aprendería el hermético mutismo lugareño? De sus vértices brotan frases contundentes, palabras como patatas. Palabras que recolecto, que lavo y pelo, que salpimiento. Preciso degustar su almidón, con un hervor, comprender su fécula.

Recorrí la ciudad a pie, de Unten den Linden a Tiergarten. Las calles se tanteaban todavía con recelo. Las frases diurnas de la ciudad colgaban escarchadas en los tilos. Las todavía desiguales frases de este y oeste.

En Berlín sería difícil dejar de ser personaje secundario. Y ni parientes ni conocidos había aquí para arrimar el hombro. Arrimo el violín.

Cuando ya son las 02:45 de mi primera noche prusiana,  21:45 en mi ciudad, el insomnio va acuñando las horas del planeta a las horas de la almohada.

Daniel BarretoIlustración: Daniel Barreto

Gramática onírica

Por fin consigo dormir y hasta soñar: soy una frase y voy a distribuirme en la cama, redactarme; me pongo comas, me pongo diminutivos y en las extremidades, frases subordinadas. El verbo al final, como en alemán, cuido mucho de no salirme del margen del colchón. Disfruto de mis “ß”, de lo masculino, femenino o neutro de mis sustantivos, de mis declinados artículos y, de dos diptongos.Golpean a la puerta. No abro. Una acabada luz negra se cuela por la ranura. Es un lunar forzoso el que besa mi caligrafía, que rueda por mis caracteres. Como un amante ya vaciado, se acomoda a mi costado derecho. Es Punto final y me ultima.

Apenas me levanté por la mañana, miré el diccionario. Aprendí que una caricia es una Streicheleinheit, o sea, una unidad de caricia. Supe que Brot era pan. Salí a comprarlo.

Hace frío en Berlín. Días consonantes y vocales con mostaza. Anunciaron nieve, se quedaron cortos. A las cuatro y media de la tarde anochece de golpe, no a caricias. Oscuridad y nieve: la ciudad como radiografía.

La nieve almacena las buenas y las malas andanzas.

Me recibió el Karstadt con la luz nasal de sus tubos fluorescentes y su Stollen en oferta a 9,95. Mucha navidad y fervor de los objetos por el gentío. Cientos de escaparates intoxican los ojos. Por los grandes almacenes desfilan olores agudos, varios al borde del sonido. ¿Desea probar nuestras galletitas navideñas? La capacidad de persuasión de ese olor circular y políglota -no su vendedora- hace que acepte masticar un Lebkuchen con chocolate.

Y ese hombre ahí, prometiéndome Noches de Paz, noches de amor, mientras todo duerme alrededor. Melodioso hasta el pompón, con su abrigado traje rojo y barba de lana, era idéntico al Santa Claus de mi país, pero en este hemisferio es invierno, aquí lo llaman Weihnachtsmann y no morirá del calor. Se le llena la boca de navidad cantando villancicos. Abro con disimulo los labios para que entre su invierno.

Ya en la calle, a cada rato asoma una palabra nueva y dispara a mi sentidos sus latentes significados, ¿es un adjetivo?, ¿un rábano?, ¿un verbo? Juego a la vertiginosa ruleta semántica. Vocablos como pistolitas cargadas.

Berlín

Mientras espero el autobús veo palabras aceitosas flotar sobre los charcos: kaputt, Ich liebe dich, Kindergarten, Kuchen… voy pescando el acento alemán. Para entender aceptaría pagar el precio; no seguir disfrutando del ingrávido bienestar de lo abstracto, el sonido puro -si es que eso existe-. La inocuidad de un lenguaje incomprensible, pariente pizpireta del silencio. Renunciaría así a la buena voluntad de entender, a la fantasía de haber entendido lo que ni de cerca me dicen. Traicionaría al ensimismamiento, a la imaginación, al fin y al cabo. Ganaba lo concreto por fin, la comunicación, con suerte. Día a día perdían terreno los gestos, la intuición, frente a un prometedor Lagenscheid alemán-español.

Es otro día y ya voy en camino. Apenas logra franquear la niebla una aureola tibia, la perfecta redondela que dejaría una copa en un mantel de lino. Entro al Konzerthaus. Jóvenes músicos con pinta de pasto recién cortado suben al escenario. Tocaré con la Orquesta Juvenil Mundial. Aprovechando que he venido a estudiar a Berlín me han invitado a participar en el concierto de año nuevo y en la gira por el Báltico, así de paso izan la banderita de otro país.

El aire es acá una red robusta, con demasiado oficio. Con práctica en sostener acordes de Brahms, vuelos negros de cuervo y un pasado aéreo bélico. Aire que ha resistido en masa, aire que aún recela. Creo que admitirá sin quejas un Schostakovich, un Schubert más.

Ha terminado el ensayo. A la orilla de las calles, erguidos árboles rastrean la luz como perros. Poco después del mediodía la han apagado a mordiscos. Observo que para los berlineses, en sus hogares atestados de lámparas y candelabros, anochece a la medida. A las siete de la tarde ya Abendbrot (cena), que la componen salchichas (todo tiene un final, sólo la salchicha tiene dos, tararea el concertino alemán a mi lado), mucho queso, pepinillos y un pan integral que es un verdadero tomo de filosofía.

Así los días crecen equidistantes. Días de ensayos superpuestos como las lonchas del queso. No tengo tiempo de ver mucho, soy toda oídos.

Imtrud, Andréj, Atzuko, Simon, Julie, Florian, y etc. Otra vez nuevos nombres. Nombres alemanes y del resto del planeta. ¿Recordarlos? Pierdo de raíz, en esta ciudad, la ambición de ir memorizando nombres. Imposible. Los nombres abultan, Berlín no. Me asomo a la ventana: la mayoría de los edificios son de sólo cuatro o cinco plantas. Sus acolmenados patios interiores y sus cuartos de altísimos techos propician la divagación, asimismo, ahora, en invierno, sus desiertas veredas. (La nevazón rima con el polvo de resina que deja caer el arco sobre el barniz de mi violín).

En el castillo de Glienecke, donde nos hospedan esa semana, comparto habitación con Ulrike, violista alemana, de Ost-Berlín. Nos entendemos en alemán prematuro o en silencio.

Los organizadores ofrecen un gran festín, no sólo pan y salchichas de doble desenlace. Noche vieja, rituales nuevos para mí: siguiendo un antiguo rito alemán, arrojamos plomo fundido al agua, desciframos formas que se enfrían y presagian. Luego partimos a bailotear y a esperar medianoche al legendario puente de Glienicke. Pese a que cada uno de nosotros lleva todavía su huso horario en el metabolismo, toda la orquesta espera en suspenso la común hora cero de los dos Berlines. Somos una orquesta completa Al Ponticello. Faltando cinco minutos, dos antiguos policías aparecen a ambos lados del puente. Esta vez no portan armas ni vigilan el intercambio de espías, como hicieron durante decenios. Esta única madrugada nos sorprenden y parecen sorprenderse a sí mismos cuando alza cada uno en su mano izquierda una trompeta. Inician un duelo de salvajes melodías, alternando temas característicos de Berlín oriental y occidental. A la hora cero enmudecen. Se abrazan y con ceremonia intercambian sus puestos y vuelven a hacen sonar otra vez sus trompetas; esta vez delirantesfanfarrias a dúo dan la bienvenida al año 1990. Es la primera noche vieja después de la caída del muro y la primera de veinticuatro que celebraré en Berlín.

Berlín

Desordenando el vacío

Qué lástima, qué desperdicio, por fin había aprendido el nombre de la mitad de ellos, pienso al termino de la gira, cuando todos los músicos nos despedimos en el castillo de Glienecke. Ulrike me convence de cancelar la habitación que alquilé en Charlottenburg y me mude con ella a la Dunckerstr, un edificio okupa de Prenzlauer Berg donde vive con su primo Heavy Metal.

Una maleta, una silla vieja, un colchón, un atril. Alivia habitar un cuarto casi sin objetos. Nada hay que desordenar, pero temo que alguien desordenado como yo consiga desordenar incluso el vacío.

El edificio delantero lo ocupan el primo de Ulrike y su bandada. Nos dejan dos de los cuartos menos precarios, en el segundo piso, con ducha en la cocina y baño común en la escalera. Por ser nosotros músicos clásicos, nos tratarán con especial delicadeza, comenta el primo de Ulrike, porque somos piezas de museo, unas reliquias vivientes.

Berlín

Los del patio trasero, artistas y actores nórdicos instalan esculturas en los patios y ensayan cada mañana, en una jaula inmensa, su teatro con gallos y gallinas. El domingovoy a observar de cerca cómo lo hacen. No me entero muy bien del argumento pero me sobresalta advertirentre los plumíferos a una gallina idéntica a la gallina Matilde de mi infancia.El sistemático decrescendo de cacareos que a fin de mes ya se ha transformado en desplumado silencio es la constatación de que los nórdicos se han comido a la plantilla completa de sus actores.

También han venido a parar “Wessis” a nuestro edificio, gente que reniega de todo pasado o futuro burgués. Los sábados nos apiñamos a desayunar y a hablar los temas del edificio y fundamentalmente, a pelearnos los cinco rayos de sol que caen en el tejado.

Después de horas y horas de estudio, salgo a la calle y como mugrecilla, entra ciudad a los ojos. Yo la extraigo con oficio y continúo, arco arriba, arco abajo. No admite más el día. Yo, mugrecilla en los ojos de ese mundo.

No hay pene tan duro como la vida es un refrán que aprendo del primo de Ulrike. Habiendo padecido varias semanas de invierno Berlinés, no me suena procaz ni exagerado.

Y después escuché una literal sentencia, el primo de Ulrike dijo: Träume sind Schäume. Los sueños son espuma.

Berlín

Un sabor nunca se arrepiente

Me entusiasma el entusiasmo de Ulrike. Hay tanto aliños y verduras y sobre todo frutas que Ulrike, por haber vivido siempre en la Republica Democrática, desconoce. Llevo a casa una sandía de la tienda turca y casi llora mientras escupe las pepitas. Dice que estudiará como una loca para que las cuerdas respondan. Debe conseguir un buen puesto de músico para permitirse comida lo bastante deschavetada. Creo que en estas pocas semana le ha crecido la boca, los ojos, la nariz, por el uso excepcional que les está dando. Como el oso hormiguero husmea la marmita donde cada día ensayo fortuna y regreso sabores familiares. Para que no se apelotonen los sabores los giro con la espumadera (de sueños, acota el primo de Ulrike, que sugiere revolver en 8. Leyó que está probado, es como menos se queman. Le hago caso, por supuesto, y revuelvo en 8 acostado, símbolo de infinito, y que la cazuela con chuchoca lo sea).

Siendo niña, un caldillo de congrio hacía sufrir. Tanto pormenor inundado en caldo, tanto ingrediente lo hacía, a mi infantil boca, una burocracia incomible. Un acoso, tantas texturas en un solo plato, demasiada información, cantidad de colores y volúmenes. Una cucharita era la doméstica catapulta. Me bombardeaban a cucharones tercos y metálicos. Con la que estaba cayendo durante la dictadura, apremiaban sabores democráticos, texturas dóciles, nada invasivas. Yo, menguada y cuchareada de censura y fusas, de nombres y sus aproximativos rostros, saturada de fragmentos como esquirlas, ya no atinaba a digerir y vomitaba en colores cada tres por cuatro.

Ahora, pasada la dictadura y con el estómago desanudado, cómo me animaba verle la mirada en expansión a Ulrike mientras le iba solfeando picorocos, cochayuyos, luches, machas, o los marcianos piures. Siempre envidié el menú del prójimo, la boca de los Wessis, me confiesa Ulrike con cierta vergüenza. Sabía de otros cuyos paladares eran la única zona de libertad, el último resquicio de pasión.Sabía Ulrike que el sabor es subversivo. Ayer, al coincidir ambas en la cocina durante una pausa de estudio, nos sonaron ronco las tripas y el paladar se amotinó y reclamó para sí todas las dinámicas del oído, del piano al fortissimo, cuando menos. Había que superar ya la barrera del sonido yendo hacia el sabor. Fue la música la que mendigó más alimento, porque no podemos escuchar como músicos y comer como ratas.

Prestaríamos oídos al paladar, corazón subsidiario, un segundo corazón con dientes.

Partimos con Ulrike al supermercado a indagar los ingredientes para un rico menú dodecafónico, a lo Schoenberg, un homenaje a él, que también había vivido en Berlín. Doce sabores, ninguno con preponderancia frente al otro, de gusto antitotalitario, que no agache la cabeza o estómago a sazones jerárquicos. Doce medios tonos alimenticios y gustosamente exentos de ansias de poder y tónica. Buscaríamos una salsa no corrupta que asentara ligaduras. Introduciríamos pocos pero cremosos glissandos, cumpliendo un estricto cromatismo del dulce al salado, sin sobresaltos ni amiguismos. Y la melodía del  primer sustancioso tema; un palimpsesto a degustar de adelante para atrás y al revés.

Me sorprendió el tropel de viejitas pagando en la caja tarros y más tarros de comida para gatos. Ulrike había leído que los tarros de Whiskas se los comían ellas mismas, la jubilación en ese barrio no alcanzaba a fin de mes y al menos era cómodo porque les evitaba cocinar, masticar y lavar platos. Al salir del supermercado choqué con una viejita en sentido contrario. La viejita engrifada me arrojó un blandísimo maullido de fastidio.

Probaríamos ahora con la velocidad durante el transcurso del sabor en los días de aquí. Respetando que cada sabor tiene su propio ritmo, sus síncopas, y que el Tempo lo va marcando la temperatura y las inflexiones, las especias. Matizaríamos la articulación de los ingredientes antes de que se desdibujasen en mero bolo alimenticio. Mi nostalgia me había encomendado a cazuelas tutelares, pero al darme cuenta de que desarrollaba patriotismo bucal; absurdos intentos de repatriar al menos nariz, lengua, mis vísceras, decidí ensanchar sin compromiso el menú, de otra forma no ganaríamos nunca amplitud de miras y de saboreo, buena acústica de papilas.

La palabra papila sonaba obscena, en alemán, más todavía, como pupilas desenfrenadas, como mil diminutos pezones gustativos. Aquí no mostraba mis papilas a nadie y nadie me mostraba las suyas. Pero tuvimos suerte con Ulrike: un italiano y una japonesa, chelo y violín respectivamente, se nos arrimaron con más ímpetu comilón y más música, y así fue que fundamos un cuarteto. Juramos sacarle la lengua al público berlinés, tocar sin miedo, mostrar la música. Nuestras papilas serían un ejemplo. Un sabor nunca se arrepiente. Lo de verdad temerario eran las papilas.

Berlín

Desobjetada

Como a una ciudad, al violín hay que ganárselo día a día, veta a veta. Pero la ciudad mutaba, el escampado frente a la Filarmónica, Potsdamer Platz, se transformaba en el lugar más edificado del mundo, sus calles se llenaban de farolas, el Muro era desmontado y vendido en pedacitos mientras nosotros ensayábamos con instrumentos inalterados hace tres siglos. Tan perfecta es la acústica de un violín, su construcción, que no puede evolucionar, sus dimensiones ya no varían. ¿Sólo lo perfecto merece ser eterno? Por eso el violín era mi mueble supremo, mi aparato reproductor (de música), mi peluche auditivo, mi barrio.

Salí a comprar a la tienda de la esquina, al volver el violín ya no estaba. El arco no supo responder adonde se habían llevado al colega. (Cierto es que sin violín no podía decir mucho tampoco). Interrogué a cada una de sus doscientas cerdas tensas y ninguna dio respuesta. Incluso ofendido se mostraba porque lo dejaron allí tirado, siendo él una gran vara francesa de doscientos años, casi tan valiosa como el violín.

Nuestro departamento no tenía cerraduras, así corresponde a toda casa que se precie de okupa. Cualquiera podía entrar y salir de nuestros cuartos, comer de nuestros guisos, escuchar nuestros ensayos, pero con este percance no contábamos. El próximo concierto era dentro de tres días. Me sentí desobjetada. ¿Dónde estaría ahora? Llamamos a todos los Luthiers de Berlín para que se mantuvieran alerta en caso de que alguien osara vender un Sgarabottoquede seguro sería el mío. Convocamos a reunión urgente en el tejado, con los nórdicos, los Wessis, los Heavy Metal. Esa misma noche, delante de la puerta apareció taciturno, dentro de una bolsa del Aldi, mi violín y una botella de cerveza a modo de indemnización.

Nos embriagábamos en las copas de los árboles. Desde la ventanilla del avión cuesta imaginarse al frondoso Tiergarten convertido no ya en violines, ni arcos, sino que convertido en calor, en leña para resistir el frío recién pasada la guerra. Allá abajo, el Reichstag empaquetado parecía un gigantesco wantan. Lo mirábamos con apetito. Reverbera luminosidad. Una multitud de amantes de la performance la rodea. Los artistas Christo y Jeanne-Claude, con metros y metros de tela, recubrieron de blanco su pasado, alivianándolo. Eso lee Ulrike en el magazín de la aerolínea. Y que en el debate, los diputados votaron 292 – 223 a favor de la acción. Creen, es un ejemplo espectacular de nuevo comienzo. Habría que ir a ver ese comienzo.

A veces era difícil elegir entre la inmensa oferta cultural de la ciudad, el doble de difícil, teniendo en cuenta que Berlín, desde la reunificación todo lo tenía doble: la ópera, la orquesta de la Radio, el zoológico… No daba abasto. Qué maravilloso hubiese sido que al menos mientras ensayábamos, la lengua ganara independencia, que no se mantuviese pegada al suelo de la boca, como un perro amarrado a un árbol. Que se soltara y brava se lanzara a morder el sabor de la ciudad que habitaba y no alcanzaba a abarcar. Pero en la boca las distancias son una estepa. Deslizar la lengua con los ojos cerrados por los dientes frontales es conjeturar larguísimos dientes de conejo. A una lengua obligada a saltar en cuestión de segundos, por ejemplo, el intervalo de la Bratwurst a la cerveza, del amante al esposo, de lo caliente a lo gélido, del idioma español al alemán, qué más se le podía pedir. 

[Todas las fotografías de Berlín son de Isabel Mellado]

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