Fernández Mallo

Fernández Mallo: Una roca de algas y sal

Mallorca/Palma
Por Agustín Fernández Mallo

Fernández Mallo 

 

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Mallorca es tierra de piratas y contrabandistas, ello la convierte en un trozo de roca emergida de un mar que la puebla de mitos y leyendas, ¿se pude empezar mejor el día? También, como todo peñasco mediterráneo, es tierra de paso y de conquista, mar mucho menos tranquilo y calmado que como se representa en las fotografías de promociones turísticas, un mar violento, culturalmente violento; no en vano, hace más de veinte siglos en él nació lo que aún hoy damos en llamar belleza, y la belleza siempre es tensa, por definición ha de serlo, lo contrario deriva en letargo, esterilidad, anestesia. Mar que conectó toda clase de comercio y pueblos, fue red, algo muy parecido a la actual red Internet. Digo todo esto para decir que el paisaje mallorquín es históricamente homérico, en sus aguas de azul caribeño y en sus aparentemente inofensivas olas yace viva gran parte de esa cosa a veces maravillosa, a veces irritante, a la cual llamamos cultura Occidental. Truenos cristianos, rayos helénicos y calambres musulmanes. Costa que en verano huele a sal y a alga podrida, alga posidonia que va y viene dando lugar a toda clase de microorganismos necesarios para que haya vida. 

Quiero hablar de dos lugares de la isla en los que he residido.

 

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La Sierra de Tramuntana recorre la isla de Norte a Sur y es paralela a los más de 70 kilómetros de litoral. Salpicada de matas y acebuches, cae directamente al mar en acantilados de rarísimas formas que se hunden en el agua sin solución de continuidad; escenas que alimentarían el paisajismo romántico del siglo XIX y el piano de Chopin, en Valldemosa, localidad en la que el compositor pasó un invierno. La historia reciente de Sierra Tramuntana es fecunda: los románticos del siglo XX, beatniks y más tarde hippies europeos y norteamericanos, tomarían Mallorca, y en concreto Deià –localidad colgada de un risco- como base operaciones atraídos sobre todo por la figura del escritor Robert Graves, residente en ese pueblo, autor de los celebrados Yo, Claudio o La diosa blanca, y patriarca de las letras anglosajonas. Incluso, cuando en los años 80 las figuras intelectuales pasaron a un segundo plano y llegó la jet set más mediática, este turismo de lujo encontraría en la Sierra de Tramuntana un lugar de acogida: los lugareños son gente de carácter discreto y respetuoso con la intimidad del vecino. Esta historia de movimientos socioculturales no está separada del entorno natural, no puede estarlo. Basta darse una vuelta por el resto de la costa mediterránea para constatar que es éste uno de los lugares más equilibrados en cuanto a progreso y conservación de lo autóctono, en cuanto a naturaleza razonablemente original y cabal turismo. Recientemente, la Sierra ha sido declarada por la Unesco Patrimonio Mundial, en su categoría de Paisaje Cultural.  

robert graves

Viví cuatro años en Deià, y he pateado bastante esa Sierra que, aunque de monolítica apariencia, se halla atravesada por caminos que pueden llegar a constituir un laberinto. Fuente de sorpresas. Por ejemplo, ahí vive un pequeño anfibio, único en el Planeta, que se creía extinto, y descubierto en los años 80, justamente cuando la citada jet set mediática hacía aparición en la Sierra, por lo que puede decirse que fue el primer anfibio posmoderno de la Historia. También se dice que un par de veces al año, en el Puig Major, cima geográfica de la isla, se avistan ovnis. Como si de uno de aquellos pequeños objetos mágicos de Álvaro Cunqueiro se tratara –Mallorca y Galicia, contra todo pronóstico, tienen mucho en común-, puedes frecuentar toda tu vida la Sierra de Tramuntana sin llegar a abarcarla. Sólo a mi tercer año de residencia en Deià supe que un par de casas más abajo de la mía había pasado Julio Cortázar largas temporadas, donde supuestamente escribió su cuento El Rayo Verde. Como el místico mallorquín, Ramon Llull, puedes dedicarte a esa suerte de oración contemporánea que consiste en intentar ver el rayo verde, ¿se puede acabar mejor el día? Hace pocos meses, junto con un amigo desarrollé en el corazón de la Sierra este trabajo, Niño Larva (Fase II) una historia de insectos, rayos verdes y metamorfosis: https://elestadomental.com/diario/la-noche-del-nino-larva-0

 

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La Ciudad de Palma, capital de la isla, conserva y da cuenta de un modo ejemplar de tanta Historia. Basta dar una vuelta por sus calles, con o sin intención alguna, para comprobar que tiene uno de los barrios antiguos no sólo más extensos y más habitados sino mejor conservados del Mediterráneo. Ciudad que de un modo ejemplar mezcla las antiguas culturas cristiana, musulmana y judía conversa. También hay otra religión: el turismo, fundamentalmente europeo, un tanto masificado. Los isleños reniegan en parte de esos miles de visitantes, pero olvidan que son esas mismas hordas de bárbaros del norte quienes en su día contribuyeron a que traer cierta modernidad a la isla: dinero y costumbres liberales, virtudes que aquí una dictadura tenía maniatadas. Un detalle: el primer bikini exhibido públicamente en una playa española fue el de una turista danesa en la Playa de Palma, a quien ni la insistencia del policía le hizo abandonar su empeño de usar el bañador de dos piezas. El poso cultural dejado por turistas ilustres, algunos con el tiempo residentes, no es pequeño tampoco, Walter Benjamin, Borges, Miró, Chaplin, Bowie y un larguísimo etcétera.

bikini

Pero me gustaría hablar de algo muy concreto de la ciudad: los olores. Porque hay ciudades que cambian de olor según la época de año. Y es que se debe cambiar de olor de la misma manera que cambiamos de ropa en verano e invierno. Usar el mismo olor todo el año, no sólo confunde las estaciones y los ciclos, sino que equivale a desaparecer: ante la ausencia de contrastes, nada hay para comparar, fondo y figura se funden en un solo paisaje. Las grandes metrópolis no cambian de olor en todo el año. 

En Palma, en verano, fruto de las altas temperaturas llega desde el puerto un vapor que sube por la calles y se cuela en las casas, como cuando en los dibujos animados el olor de un pastel apoyado en la ventana atraía al oso Yogui. Es ése el olor al que antes me he referido: alga en proceso de descomposición. A ello se suma el olor que desprenden las cocinas, pescado o gambas que la gente fríe o hierve. La resultante es un perfume de caldo de pescado. Caminas las calles y realmente flotas en una inmensa olla, pataleas dentro de ese recipiente pero ni te hundes ni te quemas. También en verano el asfalto de las laberínticas calles desprende su propio olor a fósil, a perfume de estación de servicio, de surtidor de gasolina donde ya no hay gasolina. Pescado frito y asfalto, pescado hervido y gasolina, ciudad viva en virtud de esos elementos muertos; una resurrección como otra cualquiera. Ciudad de un “futuro ficción”. Estoy seguro de que un luminoso futuro se halla escondido en esos decadentistas olores.

En invierno todo eso se anula, y ni el asfalto emite su vaho, ni las algas se pudren, ni el olor a gambas y pescado atraviesa las ventas de casas que, cerradas, parecen ciudadelas, verdaderos cofres. La ciudad en invierno no huela a nada. Esto me inquieta. No entiendo cómo es posible no oler a nada, no entiendo cómo es posible tal desaparición de un paisaje. Lo que impera en invierno son los sabores, para saberlo has de entrar en las casas, abrir sus despensas, sus neveras, hacer todo lo posible para ser invitado a una mesa. El sabor que define el invierno palmesano es el de la porçella, un cochinillo asado al horno, de piel tostada, carne rosada y grasa que gotea con lechosa densidad. Me encanta la porçella. También está ese pastel dulce, amasado con manteca de cerdo, llamado ensaimada, que aquí acostumbran a motear con un embutido de cerdo llamado sobrasada: cerdo sobre cerdo, redundancia, maravilloso culinario incesto, ¿se puede terminar mejor el día? El sabor del pescado es otra cosa, desde muy lejos viene y va, conecta unas islas con otras, nos pertenece a todos y a ninguno, el pescado es la legítima Red. 

 

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