El 19 de febrero de este año se cumplieron cien años del nacimiento de la escritora estadounidense Carson McCullers, y el 29 de septiembre, cincuenta de su muerte. Números redondos que invitan a volver a visitar la vida y obra de una de las narradoras más fascinantes del siglo XX.
En 1934, cuando tenía 17 años, Carson McCullers viajó desde Columbus, Georgia, a Nueva York para estudiar en la prestigiosa escuela de música Juilliard. Su padre había vendido el anillo de la abuela, última herencia familiar, para que su primogénita cumpliera el sueño de convertirse en pianista. Pero el destino tenía sus propios planes: Carson perdió el dinero en el metro y el proyecto quedó prematuramente trunco. Pese al desafortunado traspié la joven no se amedrentó y decidió quedarse en Nueva York, ganarse la vida con pequeños trabajos e intentar entonces cumplir otro sueño: convertirse en escritora.
La infancia y adolescencia en Columbus había sido apacible. Carson era la mayor de tres hermanos y la favorita de su madre, quien la vestía de blanco y la hacía practicar el piano todas las tardes. La niña, cuyo talento musical era innegable, se mostraba sensible, frágil, hasta un poco enfermiza, pero también contestataria y transgresora. Su padre era un joyero y relojero de prestigio y en casa la vida plácida del sur parecía llevarse sin sobresaltos, aunque la escritora años después declarara: “Yo anhelaba una sola cosa: irme de Columbus y dejar huella en el mundo.”
En 1932 se enfermó gravemente de fiebre reumática, afección mal diagnosticada que la mantuvo postrada durante meses y que le acarreó graves problemas de salud durante toda su vida, como parálisis y derrames cerebrales. Pero el tiempo en cama y los dolores no le impidieron escribir, todo lo contrario. Encontró en la literatura su modo de escape, el único motivo para seguir adelante. En 1936, luego de una temporada en Nueva York, volvió a la casa familiar para recuperarse de una enfermedad respiratoria. Escribió sin descanso y, un año después, se casó con James Reeves McCullers, sargento y aspirante a escritor con quien mantuvo durante años una relación tumultuosa y enfermiza: se divorciaron en 1941 y se volvieron a casar en 1945.
En 1940, cuando tenía apenas 23 años, se publicó El corazón es un cazador solitario, considerada una de sus mejores obras. Las fotos promocionales la muestran apoyada en una pila de los libros, con un cigarrillo en la mano y su cara redonda marcada con un gesto infantil. La novela, que aborda con dureza pero también ternura a personajes desplazados de un pueblo del sur de Estados Unidos, obtuvo un éxito instantáneo, lo que llevó a McCullers a una vida social agitada. Todos querían conocerla, pasar tiempo con ella, saber quién era esa muchacha alta, un tanto andrógina y con aspecto de adolescente desvalida que era elogiada por Tennessee Williams. Comenzó a codearse y a mantener correspondencia con la crema literaria de la época, como George Davis (editor de Harper’s Bazaar), el poeta WH Auden y los escritores Oliver Smith y Richard Wright. También vivió amores intensos y no siempre correspondidos con mujeres como la escritora Katherine Ann Porter y la enigmática fotógrafa suiza Annemarie Schwarzenbach.
Pero no todo fue color de rosa, ni tampoco fue querida o elogiada unánimemente por la crítica o por sus pares. Sus obras despertaron distintas opiniones, lo que hizo lenta su consolidación como escritora valiosa. Ya desde su primer libro fue comparada y puesta a la sombra de William Faulkner, uno de sus autores favoritos. Pero McCullers tenía voz propia y estaba determinada a demostrarlo: «Tengo más que decir que Hemingway, y Dios sabe que lo he dicho mejor que Faulkner.”
De hecho sus libros son mejor entendidos y apreciados en la actualidad. Sus historias directas, precisas, no exentas de poesía y, por qué no, crítica social, no eran del todo bien vistas en la rígida y conservadora sociedad estadounidense de la época. Con frecuencia están ambientadas en el sur profundo y ahondan en personajes atormentados que rara vez son protagonistas literarios (sordomudos, enfermos mentales, jorobados, homosexuales, negros o niños solitarios) que sufren la soledad, el desamor y las injusticias de una existencia no siempre esperanzadora. Una vez dijo: “En el sur, como en la antigua Rusia, se advierte a cada instante el escaso valor que se le otorga a la vida humana. Los niños nacen y mueren y si no mueren luchan por sobrevivir. Los límites de un campo estéril de apenas unos cuantos acres, una mula, una bala de algodón pueden suponer toda la existencia y todo el sufrimiento de un ser humano.”
Su obra consta de relatos, obras de teatro, algunos ensayos y un puñado de nouvelles (de hecho su única novela larga es El corazón es un cazador solitario). El amor, sus misterios, su naturaleza huidiza y no siempre correspondida, es un tema recurrente. Como dice Rodrigo Fresán en el prólogo de El aliento del cielo (Seix Barral), el amor en McCullers aparece de diversas formas y “como la más inexacta e implacable de las ciencias”. De hecho, en uno de sus libros más celebrados, La balada del café triste, se atreve a dar una de las definiciones del amor más celebradas de la literatura:
“En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento lo hace sufrir. […] Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón, pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor”.
Sin sentimentalismos se atrevió a escribir sobre la soledad, pero más que nada, sobre un tipo de soledad que experimentó y entendió muy pronto en su vida personal: la que trae el amor no correspondido, y también la que se aloja en los corazones incapaces de amar.
Si bien no era una mujer políticamente activa (seguramente su delicada salud le impedía involucrarse directamente en los temas que le preocupaban) su posición frente a distintos asuntos no era un secreto y se ocupó de dejarlo en claro en su obra y en sus declaraciones públicas. Su apoyo a los incipientes movimientos que bregaban por los derechos civiles de los negros despertó el rechazo de los sectores más reaccionarios de la sociedad y hasta fue amenazada por el Ku Klux Klan. Pero McCullers no tenía intención de callarse. En los años cincuenta, el director de la biblioteca Bradley de Columbus la alentó a donar algunos de sus manuscritos para que fueran guardados y preservados por la institución. Pero McCullers se negó, respondiendo que lo haría con gusto cuando la biblioteca dejara de dividir a sus visitantes entre negros y blancos.
Algunos de sus personajes más entrañables y profundos son niñas “raras” que se abren paso a la adultez por terrenos escarpados, y en todos estos personajes se puede ver a la propia autora. En El corazón es un cazador solitario aparece Mick, una chica poco femenina, soñadora y amante de la música, cuyas fantasías la hacen evadirse de las miserias familiares. Pero el personaje infantil que más huella ha dejado en los lectores quizás sea Frankie, de Frankie y la boda. De nuevo en el sur profundo, en un verano caluroso, esta niña solitaria de doce años experimenta sensaciones y sentimientos que le cuesta entender y poner en palabras. Sus viejas amigas la han dejado de lado, su padre no está en casa, su gato desaparece, y para empeorar el asunto, su idolatrado hermano mayor anuncia que se va a casar, lo que es suficiente para que el mundo de Frankie se desmorone. La niña, con un pie en la infancia y otro en la adolescencia, reflexiona, sufre, sueña, planea su futuro y encuentra consuelo en otro personaje fundamental: la amable Berenice, la mujer negra que la crió. “Aquel verano hacía mucho tiempo que Frankie no era miembro de nada: no pertenecía a ningún club ni pertenecía a nada en el mundo. Frankie, por entonces, era una persona suelta que vagabundeaba por los portales, atemorizada”.
Cuando la carrera literaria de McCullers parecía estar en su mejor momento, en 1953 su esposo Reeves se suicidó. Ambos vivían en París y ella había decidido regresar sola a Nueva York. La salud de McCullers se deterioró rápidamente, y cada vez le resultaba más difícil escribir. En 1967, un ataque cerebral la dejó paralizada, y murió ese año, luego de permanecer seis semanas en coma. Dos días antes se había estrenado la película de John Huston basada en su libro Reflejos en un ojo dorado, con Marlon Brando y Elizabeth Taylor.
La buena noticia para los lectores en español es que la editorial Seix Barral celebra el centenario de la escritora reeditando toda su obra con nuevas traducciones y prólogos de Rodrigo Fresán, Elvira Lindo, Paulina Flores y Elena Poniatowska, e incluyendo el volumen de memorias inconclusas Iluminación y fulgor nocturno. Una excelente oportunidad para encontrarse con una escritora apasionada, cuya obra parece cada vez más vigorosa y necesaria.