Rodrigo Fresán

Fresán: «Escribo como grababan los Beatles»

 Rodrigo Fresán (Primera parte)
Por Fernando Pittaro

 En un hotel de Palermo, Rodrigo Fresán espera sentado. A veces se levanta para ver llover por la ventana. Le suena el teléfono. Es su hijo. Dice que lo extraña. Que no tiene con quien hablar de aliens ni de mitos griegos. Se le ensancha la cara cuando lo nombra. Le pasa lo contrario cuando la política mete la cola. Esquiva el tema, le pone incómodo, es una pérdida de tiempo. El cine, la música, la literatura, en cambio, lo ponen verborrágico. No va a parar de hablar en una hora y cuarto de charla. Sólo interrumpirá la conversación  dos veces, y será para anotar en su libreta negra ideas que se le van ocurriendo.

Rodrigo Fresán 

En el libro La parte inventada, lo primero que decís es “Lo peor de todo es empezar”, ¿tenés algún método de trabajo para tener ese primer envión?

Mi método es el fracaso constante a la hora de tener un método en cada uno de mis libros. Entonces, de cada fracaso surge una especie de ritmo, muchas veces impuesto por el tema, o por la intensidad o las características del libro. No soy un tipo que se levanta y escribe una determinada cantidad de palabras. Soy más bien bastante intermitente. Lo que sí tengo que tener antes de empezar a trabajar es un título. Sin el título no puedo hacer nada, incluso muchas veces tengo el título y no sé de qué va a ser el libro y tengo que conseguir que el libro se corresponda con ese título. Así también fue La parte inventada y su título es de lo que estoy más orgulloso. No es que el libro no me guste, pero el título me parece genial.

En El fondo del cielo ya lo anunciás.

Sí, me sorprende mucho que no se le haya ocurrido a nadie ese título. Cuando me apresuré a registrarlo y a ponerlo en la solapa del libro anterior, ni siquiera había empezado a escribirlo. Cuando a mis amigos escritores les decía el nombre, se les iluminaban los ojos.

¿Estás orgulloso de algún otro título tanto como de éste?

Todos mis títulos me gustan, pero La velocidad de las cosas fue el título que más me costó y el que cambió más veces.

¿Te acordás cuándo se te ocurrió el título La parte inventada?

No. Cuando se me ocurren ideas muy buenas, inmediatamente olvido cómo fue que se me ocurrieron. Es como un mecanismo de defensa de mi cerebro para que yo no intente encontrar una fórmula secreta para repetir. O sea, el premio es el título y el castigo es el olvido de cómo se me ocurrió.

¿Tu método entonces es no tener método?

Ahora me he propuesto escribir dos páginas por día. Levantarme, escribir dos páginas por día, llevar a mi hijo al colegio, volver, y poder encarar el resto de la mañana con algún artículo periodístico.

¿Esas dos páginas por día también están supeditadas a un título preexistente?

No. Lo que pasa es que ahora el libro que estoy escribiendo está basado en un hecho real, entonces te pone unos rieles mucho más claros que un tema abstracto, como en La parte inventada.

 ¿Podés adelantar ese próximo título?

No, no puedo.

¿Y te gusta tanto como los otros títulos?

No, mucho menos.

¿Pero será ese?

Aparentemente, sí. Le gusta mucho a varias personas, me han dicho que es muy comercial y tiene gancho y eso inmediatamente me pone en alerta, me produce una especie de inquietud.

Tanto en La velocidad de las cosas como en La parte inventada, el lector se enfrenta a algo presumiblemente caótico pero con cierto orden.

Sí, son dos libros bastante crepusculares. En ambos está muy presente el tema de la muerte, cómo los vivos perciben a los muertos. La parte inventada es un libro de fantasmas porque tiene que ver con el modo en que un escritor percibe al fantasma de su obra.

Vos dijiste que cuando un libro se resiste a ser etiquetado, es que las cosas salieron bien, ¿por qué?

El ejemplo clarísimo de libro no etiquetable para mí es Moby Dick. Es uno de mis libros favoritos. O Cumbres borrascosas. No pertenece sencillamente a ningún género.

(Fresán interrumpe la charla y dice “Perdón, se me ocurrió una cosita”, y se pone a escribir en su libreta negra).

Rodrigo Fresán

¿Se te ocurrió un título?

No, pero son como inserts para la versión de bolsillo de La parte inventada, que va a tener muchas más páginas. ¡Lo siento, amigos!

Pero… ¿cuánto va  a tener, mil páginas?

No tanto. En un momento pensé en agregar algunas partes, incluso en cambiar el orden, pero no, lo que habrá será nuevos inserts, frases y conceptos.

(Sigue escribiendo y avisa “Perdón, yo puedo seguir hablando ¿eh?”).

¿Organizar ese supuesto caos te lleva tanto tiempo como escribirlo?

Me lleva muchísimo trabajo pero no lo percibo como un trabajo: es muy divertido. Me encanta que eso me lleve mucho trabajo. Si fuera una cosa que solucionase en un día, no sería tan divertido, aunque el resultado fuese el mismo. Es un poco como montar una película. Mientras escribía este libro, leí las memorias del ingeniero de sonido de los Beatles y yo creo que escribo un poco como grababan los Beatles, esto de escribir por capas, agregar un efecto, subir una cosa, como si fuera una mesa de edición.

Es la primera vez que tocás el tema de la paternidad directamente en un libro.

Alan Pauls escribió en Página 12 que en mis libros anteriores la infancia es el pasado, y en La parte inventada, la infancia está instalada en el presente, que probablemente sea la infancia próxima de mi hijo. El libro está iluminado por la paternidad fuera del libro pero ensombrecido por la no paternidad dentro del libro, incluso el protagonista, en un momento, decide no tener hijos.

¿Cómo cambió tu vida con la llegada de tu hijo, en lo personal y en lo profesional?

Cambió para bien. No tengo quejas y además tengo un hijo formidable. Además, él hizo la portada del libro. Me divierto mucho con él. Muchas veces me cuesta sentarme a escribir porque me gusta jugar con él, me gustan mucho los juguetes, los monstruos y, cuando no era padre, pasaba por las jugueterías y me lamentaba diciendo “qué lástima que no existían estos juguetes cuando yo era niño”. Y ahora me estoy dando cuenta de que sí existen, porque estoy volviendo a ser chico. La mitad de los juguetes que le compro a mi hijo en realidad los compro para mí. Somos los dos muy fans de las pelis de aliens. Mi mujer me pide por favor que deje de hablarle de aliens y él, del otro lado del teléfono, pide por favor que vuelva para seguir hablando de aliens. Cuando caminamos hacia el colegio vamos armando teorías sobre por qué la sangre de los aliens es ácida y quema en algunos casos y en otros no, por ejemplo. Y tenemos largas conversaciones al respecto. Una cosa que me dijo John Irving fue que cuando tengas un hijo te vas a acordar de cosas de tu infancia que pensabas que habías olvidado por completo y todo el tiempo salen a la superficie, es como que se repararan archivos que no se abrieron durante mucho tiempo. Cuando nació mi hijo me dije que tenía la coartada perfecta para no escribir porque no podría dormir por las noches y todo eso, y la verdad es que no perdí ni una noche de sueño con mi hijo. Si existiera un lugar donde uno pudiese encargar un hijo de escritor, el mío sería el hijo de escritor perfecto, le gustan los libros, tiene ideas, te deja trabajar. Sube al estudio conmigo y se pone a trabajar mientras yo escribo, en silencio, no es nada demandante. Es hijo único y es único hijo.

Algunos críticos, como Ignacio Echeverría, sostienen que tu libro “arroja un saldo final de tristeza”.

A mucha gente le pasó eso.

Bueno, no es un canto a la felicidad el libro.

A Juan Ignacio Boido le pareció tristísimo y hubo gente que se preocupó por mí al leerlo. Puedo estar un poco de acuerdo pero tiene un final súper feliz porque el tipo vuelve a escribir, entonces la felicidad está fuera del libro, pero es lo que sigue.

Rodrigo Fresán

¿Mientras lo escribías sentías que estabas trabajando con un material denso?

Sí, lo sentía, era un libro denso, pero si un libro de estas características no fuese denso, sería un mal libro, no son temas para tratar a la ligera.

Una vez te preguntaron acerca de la inspiración y dijiste que tus mejores ideas te venían cuando lavabas los platos.

Es verdad, a mí todas las mejores ideas se me ocurrieron lavando los platos. Siempre. Debe tener que ver con algo de la temperatura de las manos, alguna cosa primal del agua, del líquido venimos y al líquido vamos. Se me ocurren escenas, frases, soluciones, desato nudos. Siempre tengo una libretita a mano y apunto.

¿Te parece que se puede enseñar a escribir?

No. Se puede enseñar a leer, pero no a escribir, porque se trata de un acto solitario. Te pueden dar una lista de libros y decir “tenés que leer esto”, pero…

Pero en ese aprendizaje de leer, ¿se puede aprender a escribir?

Yo creo que la escritura es un reflejo de la lectura. Cuando uno lee algo que le gusta, dice “cómo me gustaría provocarle esto mismo a alguien”. Hay un poco una cosa soberbia, narcisista, evangélica.

¿Y qué opinás de todas estas escuelas de escritura creativa que existen en el mundo?

Creo que sirven para que toda esa gente que quiere escribir se encuentre. Yo siempre supe que quería ser escritor y estuve rodeado de escritores pero, de repente, hay una persona que es hija de abogados que quiere ser escritor y sus padres están completamente en contra porque debería heredar el bufete y no tiene ningún lugar donde relacionarse, bueno, para eso sí puede servir, siempre y cuando no genere una relación adictiva y dependiente con el maestro, cuasi psicoanalítica, de que están años ahí. En algún momento, como de todo lugar, tenés que irte. Y está bueno conocer a gente que está más o menos en la tuya. También puede ser una buena manera de conocer escritores que te interesen, y también de desilusionarte.

Además hay gente que necesita que le den las cosas de manera metodológica. Yo nunca tuve ningún método de lectura: iba saltando de un libro a otro.

¿Pero creés en esto de la profesionalización del oficio? Eso es lo que te “venden” los masters.

Ojo, en EEUU es muy diferente porque los talleres de escritura están muy conectados con las universidades, lo cual te permite ser profesor de literatura. A determinados campus acuden agentes literarios, etc.

Vos estuviste en Iowa, ¿cuál fue tu experiencia?

Iowa a mí me parece genial si tenés 22 años y tenés un libro publicado en una pequeña editorial y decís “voy a escribir mi primera obra maestra”, pero si ya tenés cinco ó seis libros publicados, como era mi caso, con traducciones, la verdad es que no me aportó gran cosa. Además es un lugar al que llegás con 40 grados de temperatura en agosto y cuando te vas hay 40 grados bajo cero y sos un poco como Jack Nicholson en El resplandor: estás en un edificio vacío y te vas a tomar un bourbon a un bar y cuando entrás están todos los tipos con rifles, con camisas a cuadros y te miran fijo a ver quién entró. Yo siempre decía que si yo seguía en Iowa me iba a suicidar y después me iba a volver loco.

Dejaste Buenos Aires hace 15 años y hace siete que no volvías, ¿cómo la encontraste?, ¿echás algo de menos?

Echo de menos las librerías, sobre todo la librería Fausto, que creo ya no existe más. Echo de menos cierta limpieza y cierto orden pero la última Argentina que recuerdo no es la de la última vez que vine, sino la de mi infancia. Es la que más ha quedado fijada en mi retina, o sea que la de la librería Fausto del año 68-69.

¿Y qué otras cosas extrañás?

Pero, ¿qué debería extrañar, los ravioles de la vieja? Mi vieja nunca hizo ravioles. Un poco las milanesas, pero queda un poco horrible decirlo. Descubrí los chinchulines y me pasé las últimas cuatro noches comiéndolos, porque en Europa está prohibido. Yo en una época anduve mucho en bicicleta pero después la regalé porque en cualquier momento me iban a matar, por las piruetas entre los colectivos. Pero había un momento de gran placer, cuando salía por las noches y bajaba por Santa Fe a toda velocidad y cuando Santa Fe hace esa curva y se mete en Maipú, eso era orgásmico, me encantaba tomar esa curva abierta. Y ahora me enteré de que esta zona la han hecho peatonal, con lo cual ya no tengo nada que hacer aquí (risas).

Dijiste alguna vez que sos un negador inconsciente de lo argentino.

¿Dije eso yo?

Sí.

La verdad es que este viaje ha sido muy útil para reconciliarme con determinadas cosas. Venía con una cantidad de terrores… Venía inquietito y ahora estoy bajando la guardia. Por ejemplo me preocupaba cómo iba a ser el trato con los periodistas. Yo venía resignado a una cosa mucho más violenta, más mala leche y me han tratado demasiado bien, como a un niño malcriado. Quizá fueron pagos por la editorial, a lo mejor es una trampa y ninguno es periodista en realidad: son todos actores (ríe).

Hay un vídeo en Youtube donde tenés el pelo largo y un aspecto de rock star donde decís: “Mi actividad en el quehacer comienza y termina a partir del momento, a los diez años, en el que me secuestran y me canjean por mi madre, y ahí dije, muchachos, hasta acá llegué”.

La sensación es: “yo ya di, como cuando te vienen a pedir dinero y vos decís yo ya di”. Los otros días le explicaba a Lanata en su programa de radio que yo me fui en el 99 y para mí la K mayúscula me remite a Kafka y a Charles Fosters Kane en la verja de El ciudadano. Por supuesto que sabía quién era la Presidenta y su marido, pero no mucho más.

¿Pero no te interesa la política?

Yo creo que yo no le intereso a eso, más allá de lo que yo pueda pensar, me parece que la realidad política argentina no tiene ningún interés en mí y que eso, incluso, en más de una ocasión puede haber jugado en mi contra, porque en la Argentina todo es político, todo futbolero y todo es esto contra esto y yo, al haberme ido y no estar inscripto en ninguna facción, no te digo política, sino literaria, yo ya no soy tal vez interesante.

Pero hablás con amigos, familiares, etc. y tenés una mirada de lo que aquí pasa.

Bueno, mi madre se queja mucho del Gobierno argentino, pero con mis amigos no hablo de política. Si me junto con Alan Pauls no dedicamos un segundo a hablar de la realidad del país.

Pero a lo mejor tus amigos de aquella época quedaron entrampados en la lógica binaria del presente.

No se me presentaron problemas con eso.

En todos tus libros hablás del “inexistente país de origen” y me recordó a la idea de Tato Bores de su argentinólogo Helmut Strasse que se preguntaba si realmente había existido la Argentina.

Yo en mi primer libro borro a la Argentina en una especie de computadora universal. Ahí es la primera destrucción que hago de la Argentina. Eso es una declaración de intenciones, supongo. Y fui avanzando hasta destruir el planeta, en El fondo del cielo, pero eso no es una opción estética o política sino que es un mandato de uno de mis escritores favoritos que es Kurt Vonnegut, que dice que ningún escritor puede considerarse un escritor en serio hasta que no ha destruido por lo menos una vez el planeta Tierra en sus libros.

¿Y después de destruir el planeta Tierra, qué te queda por destruir?

El Universo entero, aunque en El fondo del cielo destruí el planeta Tierra como veinte veces.

Y a la Argentina la podés volver a destruir también.

A la Argentina no hace falta que yo la destruya, ella se arregla perfectamente sola en su vals autodestructivo.

Leíste a Vonnegut antes que a Macedonio Fernández, que a Onetti, ¿qué implica esto en tu tradición literaria?

A Vonnegut lo leí a los diez años, en traducción. No sé por qué a la gente le da tanta curiosidad de un escritor argentino conformándose alrededor de escritores extranjeros. Me parece que parte de la literatura argentina es eso: todos los grandes escritores argentinos, desde Sarmiento, pasando por Borges, todos se nutren de lo extranjero.

Y cuándo estás en Argentina, ¿sentís que sos un extranjero?

No me siento que soy de acá, pero tampoco me siento que soy de España y me gusta eso de no sentirme de ningún lado. Es útil, es bueno para un escritor, aunque eso no quiere decir que desprecie a los escritores regionales, esos que sólo hablan de su casa, de su barrio, donde nacieron: cada cual que haga lo que quiera. Pero a mí me funciona mucho mejor no ser que ser.

Rodrigo Fresán

Continuará…

 

FOTOGRAFÍAS: Magdalena Siedlecki.

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