Por Salvador Biedma
La vida del estadounidense Bret Harte ha sido objeto de varios libros y está llena de detalles muy curiosos. Sin embargo, acaso lo mejor para comprenderlo y darse una idea del lugar que ocupó en la historia sea repasar el camino que siguió el cuento La suerte de Roaring Camp, su primer paso en firme para alcanzar una narrativa que identificara a California.
Anton Roman había nacido en Baviera a fines de la década de 1820. Había trabajado vendiendo libros en los campamentos mineros, entre otras cosas, y para 1868 tenía una librería e imprenta de cierto éxito. Como le llegaban textos que le resultaban interesantes, no lo suficiente como para convertirse en libro, pero demasiado buenos para no publicarlos, decidió lanzar una revista de alcance nacional, que compitiera con The Atlantic Monthly y ayudara al desarrollo de la Costa Oeste.
Aunque con algunas dudas, Roman le ofreció dirigir esa publicación, The Overland Monthly, a Bret Harte, quien ya había publicado diversos textos, había colaborado en periódicos (recibió duras amenazas tras denunciar la masacre de los indios wiyot en Tuluwat en 1860 y también apoyó a chinos y mexicanos, “minorías” maltratadas), estaba intentando una prosa “localista” y era considerado un escritor muy promisorio en San Francisco.
Hubo algunas discusiones y, finalmente, el primer número apareció en julio de 1868. Enseguida Bret Harte notó que faltaba alguna obra narrativa que pudiera considerarse propiamente californiana y eligió, para el segundo número, llenar ese hueco con un relato que ya tenía bosquejado en su mente.
La correctora que trabajaba en la imprenta se escandalizó al leer La suerte de Roaring Camp. Se lo mostró al imprentero y éste le recomendó a Roman no publicarlo porque le parecía indecente e irreligioso. Otra vez discusiones; se les pidió opinión a terceros y el texto, al fin y al cabo, se publicó.
Enseguida generó fuertes repudios en sectores religiosos de California, pero en otras zonas de Estados Unidos lo recibieron con mucho entusiasmo. El propio Atlantic Monthly, por ejemplo, rápidamente le solicitó a Bret Harte obras similares. Una vez reconocido el valor del relato en otros sitios, en California y en toda la Costa Oeste empezaron a ver al autor de otra manera.
Al poco tiempo, llegó a The Overland Monthly una carta para corregir, supuestamente, algunos detalles del relato. Como si se tratara de un suceso “real”. Lo que demuestra hasta qué punto resultaba verosímil una trama que podría sonarnos hoy exagerada o ingenua y que, a su vez, rompía con los presupuestos sobre los hombres que iban a probar fortuna a aquellos lugares.
La suerte de Roaring Camp transcurre en 1850, en un campamento de mineros, entre borrachos y jugadores, hombres que vivían al margen de la legalidad o, mejor dicho, en su propia ley. En el lugar sólo hay una mujer, que da a luz un hijo, pero muere durante el parto. Entonces, aquellos hombres duros, que no abandonaban un juego de cartas aunque otros, mientras, se enfrentaran a los tiros, se enternecen –uno porque el recién nacido le agarra un dedo, otro porque ve que el chico no alcanza el tamaño de una pistola– y cambian poco a poco sus costumbres. Se dan cuenta de que el chico no tiene nombre y lo bautizan (“la primera vez que el nombre de la Divinidad fue mencionado de manera distinta a la profana en el campamento”). Lo llaman Thomas Luck.
En The Cambridge Introduction to the American Short Story (2006), el crítico Martin Scofield afirma que este cuento mostró, “a la manera de un mito fundacional, que ese mundo violento, masculino, podía ser sensible y hogareño; y, curiosamente, sin la intervención de una mujer”.
La burguesía estadounidense, que sabía de la multiplicación de campamentos mineros en California, imaginaba la Costa Oeste como un escenario lleno de criminales, jugadores y borrachos sin un atisbo de compasión y al margen de toda ley. Sin duda, a medida que creció la cantidad de buscadores de fortuna llegados desde diversos lugares, hubo escenas de violencia, pero seguramente nunca alcanzaron al nivel que se les adjudicó desde un principio. Por algo, entre 1848 y 1850 muchos viajeros se asombraban al descubrir que los hombres en los campamentos trabajaban duramente.
El propio escritor había trabajado, aunque sólo unas semanas, en las minas de oro (en 1857 o 1858, no hay fechas precisas). Y llegó a comparar a quienes iban a probar suerte a California con los compañeros de Jasón, por su fe y su coraje, vinculándolos con “cierta poesía heroica griega” y hablando de la “singular fraternidad” que se veía en los campamentos mineros. Esto no impidió que tratara a esos personajes en sus textos, por momentos, con muchísimo sarcasmo.
La suerte de Roaring Camp hizo conocido a Bret Harte, lo impulsó a escribir otros cuentos muy valorados, como Los desterrados de Poker Flat o El compañero de Tennessee, y abrió las puertas a diversos autores de la Costa del Pacífico. Así, con 31 años, logró el propósito que ya había inspirado a otros escritores: trazar una narrativa propia para una tierra que no contaba con una tradición literaria definida.
Se lo ha comparado con Washington Irving o Nathaniel Hawthorne, también pioneros en el establecimiento de una narrativa propia de Estados Unidos, aunque él buscaba diferenciarse del estilo de Hawthorne (en el breve ensayo The Rise of the Short Story reconoce la maestría de Hawthorne, Poe y Longfellow, pero asegura que se mantuvieron fieles a la tradición inglesa y no buscaron una literatura que representara el carácter estadounidense) y de Irving (porque encarnaba la clara hegemonía cultural de la Costa Este, donde, en realidad, Bret Harte había nacido).
Decidió tomar, o se inventó, una tradición distinta, que le parecía propia de su país. Lo dice explícitamente en The Rise of the Short Story. Esa tradición se iniciaba con las anécdotas o pequeñas historias transmitidas oralmente, que se expandieron hasta llegar a la prensa y que tenían como principal atributo un humor nuevo, distinto.
Horacio Quiroga, Borges (que leyó Los desterrados de Poker Flat a los doce años y dijo: “me acompañará, bien lo sé, hasta el final del camino”) y Osvaldo Soriano valoraban muchísimo algunos de los cuentos de este escritor, aunque con ciertas reservas. A la vez, Bret Harte resultó influyente en Hemingway o James Joyce.
En grandísima medida, sus cuentos del Oeste dejaron sentadas las bases de lo que sería el western en el cine. De hecho, La suerte… tuvo al menos cinco adaptaciones cinematográficas, incluida Los cuatro del apocalipsis, dirigida por el italiano Lucio Fulci.
Parece que, durante un viaje por Estados Unidos, Oscar Wilde escribió en una carta (la cita está en el libro Oscar Wilde, de Francesco Mei): “Encontré a unos mineros: bribones de gruesas botas, camisas rojas y barbas amarillas, simpatiquísimos… Tengo la secreta convicción de que leen a Bret Harte a escondidas; por cierto, eran casi igual de verdaderos que sus personajes, e igual de simpáticos”.