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Agustina Rabaini y el paladar migrante

“Este mismo plato comemos con mis hijos ahora.

La clara y la yema poco cocidas, el sabor dulce,

los ingredientes simples.

Felices juntos.”

Hi, es fuego en japonés y Matsuri, festividad. Hi Matsuri es la festividad del fuego. Una celebración que tiene su origen en el año 1251 y representa la confianza en que el poder de las llamas transforma lo negativo en energía positiva. En esa clave está escrito Del Bosque florido: una vida en recetas.

Agustina Rabaini, su autora, nació en la ciudad de Santa Fe en 1974 y, aunque vive en Buenos Aires desde los ocho años, habitó muchos otros territorios. Su pasión por el cine y la fotografía la llevaron a escribir. Comenzó a diseñar el proyecto de este libro una tarde mientras le preguntaba a su mamá cuál sería el menú familiar del día siguiente. Es periodista y poeta, heredera de la cultura japonesa, hija de Silvia Morizono, cocinera y dueña de un menú de aventuras.

¿Cuántas vidas caben en una vida? ¿Qué nos queda de los días cuando se van? ¿Qué es un recuerdo? ¿Cómo lo escribimos? Todas preguntas que emergen de la lectura de esta obra que se constituye como un entramado entre las ilustraciones de Flor Kaneshiro, los relatos de Agustina y las recetas de Silvia, su mamá. Un entrecruzamiento de géneros que la hacen auténtica y original. Quince historias, veintiuna recetas y más de treinta ilustraciones.

Morizono

Es un libro que está lleno de sensaciones y sentimientos para los cuales no hay un nombre ¿Cómo se llama eso que te pasa cuando te acordás de la carne con salsa de soja dulce y arroz blanco que te servía tu mamá para la cena? ¿Cómo se le dice a eso que te pasaba cuando la sopa de verduras procesadas de las noches de domingo te regresaba el calor al cuerpo?

Hay quienes aseguran que las puntas de los dedos de las manos están conectadas directamente con el corazón. Un recuerdo, cuando se escribe, hace ese camino, nos conduce directo a una vivencia tan emotiva como ancestral. La escritura deviene fuego y todo lo que estaba ahí puede volver a hacerse, a decirse. Del Bosque florido: una vida en recetas es un libro de memorias en las que la infancia se concentra al calor de los platos familiares.

Gilles Deleuze en la Lógica del sentido, sostiene que el cuerpo se narra por un ejercicio de la memoria, que es simultáneo, no causal, ni progresivo, mucho menos controlable porque la memoria es sensación, piel, es el propio cuerpo, que es siempre otro. El recuerdo es así, sigue el pensador, no una historia sino un olor, un tacto, un estímulo físico que nos regresa de golpe a nuestro cuerpo, esa superficie donde se reúne todo lo vivido.

Jacques Derrida, por su parte, en Qué cosa es la poesía, habla del poema y dice que el poema es eso mismo que aprende el corazón, lo que inventa el corazón, y a fin de cuentas lo que la palabra aprehende de memoria. En el poema, sigue, aprehender de memoria ya no nombra sólo la pura interioridad, la espontaneidad independiente, sino lo que te sorprende y viene hacia vos como de afuera. El poeta captura la imagen antes de que desaparezca y la ofrece a otros.

Del bosque florido de invierno

Cada uno de los relatos de este libro está escrito en lenguaje poético, en un lenguaje que encuentra una forma de decir aquello que no podía decirse de otro modo. El tiempo en el que transcurren las historias es el tiempo del acontecimiento, en el que no hay antes, ni después. Todo lo que hay sucede en un instante y ese instante es lo único que hay, dice Chantal Maillard en La razón estética. Pero ¿y el recuerdo?, se pregunta, ¿qué hacemos con el recuerdo? Y entonces reflexiona ¿Acaso el recuerdo no ocurre igualmente en un instante? Estos textos producen un quiebre en la historicidad, hacen de la distancia entre lo que había y lo que hay, apenas, el espacio necesario para encontrar la palabra.

Es un libro que queda, que se instala, él mismo, en nuestra propia historia. Ronald Barthes, en El placer del texto, habla del intertexto, de aquello que se repite al infinito y se establece como recuerdo circular. Barthes sostiene que es la circularidad del intertexto la que hace el sentido y que ese sentido hace la vida. Kotodama se llama en japonés al alma de las palabras, a la confianza de que el lenguaje puede volverse vivo, como ocurre en esta obra.

Un libro que conmueve desde el inicio. Una experiencia del orden de lo sonoro, lo visual y lo afectivo. Las imágenes narrativas y las ilustraciones tienen la calidez y la dulzura que se percibe en la receta del chutney de mango y manzana.

Si nos preguntamos ¿quiénes somos? ¿cuál es nuestra identidad? Probablemente recurramos a lo heredado, pero hay algo ahí, en lo que se hereda, que tiene que ver con lo que no se puede decir. La transmisión, es tan impredecible como indómita, no sabemos nunca qué es lo que queda de las cosas que vivimos, de lo que nos contaron. La transmisión se hace mientras sucede y, en este caso o en el de casi todos nosotros, se sirve en una mesa.

Pollo con verduras color almíbar, dulzor de naranjas, mostaza, soja y miel. Un cucharón antiguo y con agujeros para el plato japonés, que se deja para la noche y asegura los buenos sueños.

Del bosque florido2

Las historias se hilvanan con las recetas, nada está ahí por azar. Cada una de ellas es una fórmula amorosa, capaz de decírtelo todo, pero en silencio, humeando lo que vendrá. Hanakatoba es el lenguaje de las flores construido por los japoneses para transmitirle una emoción a alguien sin necesidad de usar palabras. Con los platos de comida pasa algo parecido; en la Cocina en el piso ocho, Balvanera puede verse cuando la narradora mira a su alrededor y se pregunta qué quedó de los años que pasaron y en ese momento su hija se acerca y le pide un plato japonés para su cumpleaños.

La escritura mueve el mundo, dice Carlos Skliar, pero no podemos saber cómo, ni hacia dónde. Así también pasa con nuestro cuerpo, una sucesión de gestos y relaciones que nos llevan de un lugar otro y van construyendo nuestra memoria.

Cada uno de los relatos que compone el libro posee el don de la humildad, avanza en un ritmo pausado, lento, puede degustarse. Se detiene en el punto justo en el que todo lo que aparece puede traducirse como cotidiano. Hay calor y veranos, pies descalzos en la playa, en el barro, movimientos, tradición, intensidades y calmas, celebraciones, juego, disfrute y alegría. Es una novela familiar de carácter autobiográfico.

¿Qué es lo propio? ¿Desde dónde se habla cuando se escribe? Propio no es lo que nos pertenece, propio es lo que nos hace ser parte de algo, ese espacio al que pertenecemos. Furusato se dice en japonés al lugar a donde siempre queremos volver, al verdadero hogar, a la tierra de origen. La escritura de estos textos nos hace regresar a esos espacios para que podamos recuperar algo de aquello que alguna vez fue nuestro. Es una escritura que da cuenta de sí misma y nos hospeda; a través de ella podemos regresar lo perdido al lugar de la experiencia.

tazon de arroz

¿Cómo sabemos qué cosas quedarán en la memoria? Si pensamos en lo que se repite, en los sabores y en los aromas que nos despertaron o nos hicieron dormir probablemente se reponga en nosotros una imagen de la infancia. Si observamos las cosas que les contamos a nuestros hijos seguro, ahí también, hay rastros de esos tiempos. Lo constante se hace gesto y nos afecta, la memoria es eso que nos brinda las herramientas para, a la vez, suspender y producir el mundo.

Este, más que un libro, es un refugio, es la oportunidad de recuperar el aire, darse un tiempo para respirar, volver al silencio, mirar y recordar. Es una obra que nos muestra las emociones, que nos habla del amor y de la potencia del fuego que arde para que podamos inventarnos una vez más.

Kampai, dicen los japoneses cuando brindan, como invitación para vaciar el vaso que se está bebiendo. Kampai dice, entre la música tenue y el sonido de la lluvia cayendo detrás del ventanal, el final del último relato.

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