“A la mañana siguiente tuve que admitir que era cierto. El caballo estaba ahí. Asomaba parte del torso y las dos patas delanteras, flexionadas, se apoyaban firmes sobre el piso. Cuando lo regué por primera vez, relinchó. Ahí, no sé, fue como una epifanía. Agarré el teléfono con ambas manos, cerré los ojos y marqué. Cuando escuché el primer tono sentí un frío que me bajó por la nuca y me entumeció el cuerpo. Contuve la respiración cuando escuché una voz al otro lado, pero no. Equivocado. Marqué mal. Lo tomé como una señal y decidí esperar a que el caballo terminara de crecer.”
‘Cavayo’, de Acá el tiempo es otra cosa, por Tomás Downey.
La primera lectura de Acá el tiempo es otra cosa me proporcionó muchas imágenes disparadoras, me sumergió en un mundo ajeno que, sin embargo, intuí como inmediato y deseable. La toma de decisiones que el autor deja en manos del lector convierte cada relato en muchas posibles aventuras. Comencé a releerlo con fruición y a rastrear factores que interrelacionaban los relatos: una neblina húmeda, las consecuencias de la soledad, los recuerdos que tomaban el tiempo y espacio presente para no dejar nunca de ser. Quería explorar ese universo sensorial y los personajes fueron pronto criaturas contundentes a las que necesitaba encarar. Físicamente. Los necesitaba con cuerpo y voz. Los relatos, a gritos, me estaban pidiendo actores.
Todo empezó con «Cavayo», relato que abre la puerta de par en par al cosmos Downey. Ahí, un joven posee unas misteriosas semillas que le proporcionan una inesperada compañía. Siguiendo la tradición de los cuentos, las semillas compradas a un viejo se convierten, nada menos, que en un caballo. El lector acompaña al personaje en su sorpresa pero entiende, antes que él, que algo no está bien ahí. El título del relato nos advierte. No es un caballo común el que se presenta como «cavayo». Alcanza esa alquimia de dos letras para que la naturaleza mute y el resultado sea el prodigio que el autor nos regala. La directora de teatro que a veces también soy, quería ver ese “cavayo”. Mejor dicho, quería mostrarlo, lograr que otros lo vieran. La necesidad de que un actor habitara ese relato fue imperiosa. Así funciona el deseo. Y el teatro. Alcanza con que sea necesario.
Durante meses trabajé sobre los relatos hasta que, finalmente, elegí cuatro: “La nube”, “Cavayo”, “Ver un niño” y “Mamá”. Encontré marcas, frases que me llevaban de la mano de uno a otro, que los comunicaban como pasadizos, como contraseñas. Se armó un texto collage, un híbrido donde la integridad del relato se respetaba.
El título del libro fue clave apenas comenzamos los ensayos. Latía en él la fórmula que debíamos hallar para dar vida al material. Las historias transcurren de forma paralela, se comunican sin llegar a tocarse. Los actores debían habitarlas encontrando un catálogo de acciones al que aferrarnos para generar una partitura de movimientos y certezas. La dificultad estaba en mantenernos a la altura del texto. No ilustrarlo, dejar que trabajara sólo, que esa potencia con la que sus frases modificaban la realidad, no pasara desapercibida. Darle aire. Darnos tiempo.
Nunca se sabe qué aparecerá en los ensayos. Quizá por eso se convierten en el tiempo favorito de tantos creadores. Durante los ensayos se busca sin saber qué. A veces no aparece nada durante días o lo que llega es apenas un gesto, una mirada distinta que un actor propone. «Eso» anotás. Y «eso» le pedís al actor que atrape. No para que lo repita. No se trata de repetir una acción o un gesto, sino de aprehenderlos, asumirlos como nuevos y propios para retomarlos cuando hagan falta, aunque se desconozca cuándo serán útiles, es decir, necesarios. Los ensayos son lo más parecido a andar cosiendo en el aire.
No creo que pueda traducirse la intimidad que establecemos con nuestras lecturas. Cuando un texto nos demanda atención al punto de exigir un subrayado, cuando el color del subrayado varía y llenamos los márgenes de notas, sabemos que ahí nos estamos vinculando con algo que, de algún modo, necesitamos. Los cuatro relatos elegidos estuvieron colgados en la pared de mi salón durante meses, recortados, extendidos como pruebas de algún crimen o misterio por resolver hasta que su mezcla adquirió una consistencia diferente, algo que, a mi humilde criterio, poseía ya naturaleza escénica y no sólo narrativa. Aunque el escenario admite todo tipo de experimentos, a la hora de pisarlo exige sus peajes y pocas cosas son negociables. Se busca inmediatez, un objetivo, cierta urgencia. Se huye de la melancolía como de la peste. La palabra se acciona o nace muerta y, nada más triste en un escenario, que un texto muerto de antemano.
Los relatos de Downey resultan un hermoso desafío para esas búsquedas. Los actores embarcados en la hazaña son Juan Manuel López Baio, Pablo Pandolfi y Ary Pardal y próximamente estaremos compartiendo con el público el resultado. Nuestra propuesta teatral no quiere ser una adaptación de los relatos. Aspira a habitarlos, a iluminarlos de un modo diferente. El libro, de más está decirlo, no nos necesita. Nosotros fuimos imantados por su universo y a ese impacto respondemos.
Es una feliz coincidencia que a punto de estrenarse este proyecto, aparezca un nuevo libro del autor que hace tantos meses nos ocupa. En mayo, la editorial Fiordo presentó El lugar donde mueren los pájaros, segundo conjunto de relatos que muestra que la voz de Downey llegó para quedarse. Quienes disfrutaron Acá el tiempo es otra cosa, encontrarán texturas familiares, pero no sólo. El mundo es un lugar extraño, nos recuerda Downey, no siempre precisa de un ingrediente extraordinario para que su naturaleza desafinada se manifieste, sólo hay que elegir un punto de vista otro desde el que observarlo. Así, la salida mensual con el abuelo a la peluquería puede convertirse en un recuerdo imborrable para el protagonista cuando aparece la posibilidad de que sea la última; una madre primeriza desarrolla estrategias de crianza tan creativas como inquietantes para poder seguir laburando desde casa, y una mujer deja su vida suspendida ante un guión de telenovela mal resuelto. La vida, pasa. Veloz. Todo el tiempo y a otros.
Downey escribe sobre lo que sucede pero también sobre lo que no, sobre lo que nunca hasta entonces o hasta ahora. Claro que, la magia de la literatura, obliga a reconocer que eso que él cuenta ya aconteció. Escribimos y leemos, quizá, sólo para que esas cosas (nos) sucedan porque con esta realidad nunca alcanza, con esto sólo no se puede. El autor lo sabe y no deja de regalarnos opciones: un zoológico donde parte de la especie humana se encuentra descatalogada como tal, enjaulada y convertida en un número, para disfrute de otros humanos; o la llegada de los Täkis, seres tan maravillosos como idiotas, a todas luces extraterrestres, que diezman a la población sin violencia ni explicaciones.
“Una tarde en la que estaba solo subí el volumen del televisor porque la gente les preguntaba cosas. Los Täkis contestaban con morisquetas, sonrisas. A cómo era su mundo respondían dibujando un círculo, como diciendo así, redondo. A por qué había venido contestaban cubriéndose la boca y sonriendo. O si alguien les preguntaba a dónde había ido a parar la gente que entraba a la nave, ellos prendían las luces y todos se ponían a bailar y a hacer palmas, palmas, palmas.”
En los relatos hay un humor inteligente, sutil y crítico hacia la vida como existencia programada y predecible. Lo cotidiano se quiebra al modificar dos ingredientes fundamentales: tiempo y espacio. Esas constantes vitalesson alteradas y los personajes desarrollan percepciones singulares donde la muerte desempeña un papel fundamental. La muerte atraviesa el libro en sus formas más diversas: como ritual, como premonición, como inquietud, como pandemia, como limbo, como puerta mal cerrada cuyo chirrido se manifiesta con consecuencias tan poéticas para nosotros como terribles para sus personajes.
Downey dosifica la tensión poética en una narrativa certera donde siempre hay lugar para lo inesperado, la sorpresa y el interrogante. Su lectura es toda una declaración de principios sobre la incertidumbre. Esos factores y la rotundidad de su imaginario, definen su potencialidad escénica.
La indagación teatral de Acá el tiempo es otra cosa se disfruta los sábados de julio a las 21h en Espacio 33. (Boedo)
Actúan: Juan Manuel López Baio, Pablo Pandolfi, Ary Pardal. Asistencia de dirección: Ariadna Mierez. Dramaturgia y dirección: Macarena Trigo.
*La foto de Tomás Downey pertenece a Rumbo Sur.
Muy interesante la nota. Voy a conseguir sus libros que me llegan bien recomendados.