Macarena Triego

De Valladolid a Boedo

 Por Macarena Trigo

“Créame, no es fácil imaginar quién es usted, el alumno de teatro. Puede ser un arquitecto aburrido, una señora inquieta, un mecánico de Villa Cazara, una desocupada, un periodista insatisfecho, un jovencito sensible, o varias de todas esas presentaciones simultáneamente. Puede ser una genial actriz en potencia, o un actor que ya es interesante y capaz sin necesidad de estudiar. O un imbécil. Todos van a estudiar teatro, y nadie puede saber quiénes son, qué representarían si los dejaran”.
Alberto Ure, Sacate la careta. 

Macarena Trigo

Me escribe por facebook un odontólogo de Mar de Ajó pidiéndome consejo sobre si acudir o no a un primer taller de teatro. Lo siente como cuenta pendiente hace rato. No le conozco, pero no dudo en responder que el teatro nos hace mejores, que siempre es el momento. Ser o no ser actor, no es la cuestión, le digo. La cuestión nunca es qué podemos hacer nosotros en el teatro, sino lo mucho que él hace por y en nosotros. Soy consciente de estar simplificando ideas de Ure y Kartun en esas frases. También le digo, apuesto, que en Mar de Ajó debe haber buenos profesores, que Capital no es el centro del mundo y que no se preocupe, nada se detecta antes que un profesor chanta de teatro. Vas a la primera clase y no volvés, le digo. Escribo NO VOLVÉS, en mayúsculas. Porque no conozco al odontólogo, para que le quede claro. Por las dudas.

Me responde decidido a tomar su primera clase. Me alegro pero también me pregunto quién soy yo para complicarle así la vida a un odontólogo desconocido. Acabo de recomendarle a alguien que tiene una profesión «real» y quizá una vida resuelta y feliz, que abra la caja de Pandora. También me digo que si le picó el bichito, ya fue, no hay modo de evitarlo.

En la ardua tarea de definir qué es el teatro, se echa mano de la antigua Grecia, el poder de la catarsis, su relación con lo sagrado, los ritos, las fiestas paganas y, cómo no, con la imperiosa necesidad de contar historias que nos define. Hablamos del teatro como arte eterno, lugar de encuentro, herramienta social, formativa y ejercicio político también, por supuesto. La práctica del teatro es la práctica de la resistencia. Contra todo y ante muchos. Pero si la conversación es larga e íntima, la seriedad cede y se impone otro interrogante: ¿qué es para mí el teatro? Ahí las respuestas son tan infinitas como válidas. Los amantes del teatro tenemos una relación desmedida, obscena y contraproducente con él. Quién más, quién menos, ha tratado de abandonarlo en alguna ocasión o, al menos, de engañarse durante un tiempo, pensando que tal cosa es posible. Pero no. Una vez que te inocularon el virus teatrero en cualquiera de sus cepas, el compromiso que se adquiere con su causa permanece junto a uno mientras haya vida. Mientras hay vida, hay esperanza, dicen. Y el teatro es una fábrica de esperanza.

Comencé a tomar clases de teatro a los ocho años en un colegio público de Valladolid, en España. Lo hice durante diez años sin interrupción. Casi todos los talleres los tomé con Cruz García, directora de la compañía Telón de Azúcar, dedicada a la formación actoral y a la producción de espectáculos de clown. Valladolid es capital de provincia, ciudad grande en España pero, vista desde acá, poco más que un pueblo. No había entonces ni hay hoy mucho donde elegir a la hora de formarse en cualquier ámbito artístico. Telón de Azúcar fue y sigue siendo, lo mejor que nos pasó a muchos.

Telón de Azúcar

Sofá de Scai. Telón de Azúcar. 2006.

Cuando la relación con el teatro comienza en la infancia, no nos percatamos de cuánto se pone en juego. Yo estaba demasiado preocupada por convertirme en una niña prodigio a la que descubrirían en la tele, como para entender las sólidas estructuras que aquellas primerísimas clases afianzaron en mí. El juego teatral me enseñó a trabajar en equipo, a respetar el cuerpo del otro sin temerle, a presentar el mío, a tocar y ser tocada con amor. Aprendí a jugar con gente de todas las edades y muy distintas casas. El teatro fue ese umbral donde todo podía convertirse en algo diferente. Mejor. Una caja vacía era el principio de una gran historia si sabía hacerle las preguntas adecuadas: de dónde vino, quién la trajo, qué escondía y, sobre todo, qué deseaba encontrar en ella. Son muchos los juegos teatrales que se parecen a la vida. Por eso, mientras los juegas, aprendes a vivir. Se disfruta tanto que en ocasiones te olvidas del dolor que provoca el crecimiento.

También el teatro fue responsable de mi (de)formación universitaria. A mis dieciocho años estudiar Arte Dramático no fue una opción. Para no estudiar teatro me matriculé en Historia del Arte. España era entonces otra. Una donde tener título universitario era el único modo de ser alguien. Siempre tuve miedo de no ser alguien, así que fui sumando una beca tras otra y terminé tres licenciaturas. Todo por no estudiar Arte Dramático. Eso sí, mientras mi expediente académico se expandía, seguí yendo a seminarios de actuación y vi todas las obras que pude. En España, la de entonces y la de ahora, el teatro cuenta con pocos practicantes y muchos menos seguidores.

Veronese

En agosto de 2002 vine por primera vez a Buenos Aires. Acá, en ese momento tan extraño y doloroso para Argentina, descubrí que el hecho teatral podía ser más de lo que había imaginado y algo muy distinto a lo que conocía. Podía serlo todo. El teatro independiente porteño me hizo entender cuán poco le había pedido al teatro hasta entonces y lo mucho más que podía hacer por mí y conmigo. También me hizo entender que el miedo siempre está, que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos y que las cosas pueden funcionar del mejor de los modos en el peor de los contextos.

Con el tiempo se entiende que casi nunca se trata de lo que podemos hacer sobre un escenario. No se trata de que vengan a mirarnos o premien nuestro esfuerzo. No se trata de ser un nombre elegido entre millones. Ni siquiera de contar grandes e inolvidables historias. Mucho más interesante que cualquiera de esos azares, es lo que el teatro logra.

La forma que nos da por dentro, la mirada aguda y sí, por supuesto, dolorosa que proporciona. Ese ojo de poeta indómito que exige que el escenario no imite la vida, sino que la critique y la contradiga. Ese ojo de poeta maleducado que nunca se permitirá estar feliz en un mundo donde reina la injusticia y donde siempre estamos en pie de guerra, defendiendo las obviedades que una y otra vez nos arrebatan.

Tolcachir

El teatro no solo es una herramienta, un arte, un lugar, un conjunto de gente o una forma de vida. Para algunos, quizá para más de los que imaginamos, sabe ser madre, padre, hermano, amigo, amante, casa y patria. No hay lugar extranjero sobre un escenario. No importa en qué país estemos, en todos los escenarios impera el deseo. Podrá estar más o menos adormecido por las políticas de turno, más o menos silenciado, censurado o abandonado, pero el deseo seguirá latiendo a la espera de que alguien, cualquiera de nosotros, tenga el valor de hacerse cargo, levantarlo y seguir trabajando.

El teatro no se enseña. Se aprende. Como toda disciplina artística y como todo lo inefable de la existencia. Se aprende en su práctica, en el camino. Podemos ejercer la profesión o la vocación. Normalmente necesitamos una sutil combinación de ambas para no sucumbir en el intento. Al teatro no le importa nuestro miedo por el día de mañana. Se sabe eterno. Quiero pensar que nosotros nos sabemos efímeros y aún recordamos que una vida en el teatro es tan fugaz y frágil como una vida en cualquier otra parte. Solo que nosotros, durante el breve instante en el que entendemos el juego y se nos ilumina el rostro con una sonrisa, logramos ser felices. Signifique lo que signifique eso.

 

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