Hace un tiempo publiqué una novela que tenía como argumento central el choque de dos trencitos de la alegría en Mar del Plata, y la batalla campal entre los muñecos, los pasajeros, los conductores y la policía. Era una historia polifónica, con muchas voces, que pude escribir sin demasiadas dificultades. Excepto cuando tenía que contar el punto de vista del pibe que se disfrazaba de Bob Esponja y el dinosaurio Barney. Ahí me paralizaba. No sabía cómo era estar adentro de un coso de esos. Qué siente alguien que está ahí, qué le pasa, qué piensa, cómo ve el microcosmos debajo de una capa de goma espuma. Así que decidí hacer trabajo de campo y durante varios meses viajé por el país animando fiestas infantiles en las plantas industriales de una fábrica de golosinas, a veces para cinco mil personas.
Lo que descubrí fue algo muy potente: ser muñeco es difícil, es angustiante, es problemático. Enfrenta al que se disfraza a un mundo de posibilidades y condicionamientos físicos y psicológicos. Lo enfrenta a lo más bajo de la condición humana, a la violencia, a lo más decadente de la gente: de ése que se viste de fucsia o amarillo, de los nenes, de los padres. Ser muñeco es una experiencia límite. Un límite cercano y accesible, pero que está ahí, para enseñar un aspecto más de la profundidad que pueden tener las miserias humanas.
Hace poco me enteré de la existencia de Un trencito a Retiro y necesité ir a verla. Es una obra ambientada en la Buenos Aires de los 70, protagonizada por tres personas que no paran de caer: el dueño de un circo ambulante, la momia negra y la mujer barbuda.
El dueño del circo es un personaje tan despreciable como entendible. Una especie de patrón despótico que maltrata a sus empleados, les adeuda el sueldo de varios meses y piensa su circo como un gran emprendimiento que en algún momento va a levantarse de tanta malaria, de tantas rachas negativas, y va a ser un éxito sin precedentes, un negocio sensacional. Es desagradable, pero ama lo que hace, o quizás no sepa hacer ninguna otra cosa en la vida y por eso se aferra a eso como si de la promesa dependiera el universo entero. El suyo, el de los otros.
La momia negra es un pobre tipo, alguien a quien nunca le dio el físico ni la actitud para convertirse en la momia blanca. Un mediocre que canta mal, toca la guitarra de una manera lamentable, asusta horrible y lo único que anhela es ponerse en la piel del dueño del circo y tener todo lo que tiene el otro. Y tan mal no le va.
Y la mujer barbuda es barbuda en serio. Es hermosa, pero peluda, en todo el cuerpo, y esa monstruosidad la vuelve objeto de deseo para todos, especialmente porque tiene un embarazo muy, muy avanzado. Cada uno vive sus perversiones como puede, y ella no es ajena a las miradas de los otros, que la transforman, literalmente la terminan volviendo otra.
Un trencito a Retiro es una obra que habla de la identidad, de la rutina, de la permanencia y la sensación de pertenencia. De amor, del rencor, de la frustración y del ejercicio compulsivo de transitar siempre por los mismos caminos, aunque los disfracemos como si fueran diferentes. Y del cambio, claro: de cómo el cambio engendra angustia y moviliza cosas que, seguramente, preferiríamos haber dejado donde estaban.
Dramaturgia: Melina Milone Actúan: Amarú Patrono, Eduardo Pérez Bordalejo, Mariano Singer Diseño de vestuario: Vessna Bebek Diseño de escenografía: Carolina Paredes, Paola Andrea Salamone Diseño de luces: Santiago Etala Asistencia técnica: Lucía Cicchitti Asistencia de dirección: Pina Spena Prensa: Maya Kerschen Producción general: Panda Producciones Dirección: Melina Milone