Se extiende la costa de Asturias desde el puerto de Ribadeo, último de la de Galicia hacia el este, hasta el de Llanes, principio de las montañas de Santander, por espacio de treinta y ocho leguas de costa brava […]. Las circunstancias de esta costa, lo escabroso de sus orillas y quebrado del país que las compone, persuade a de que ningún modo pueden temerse en él otros insultos de enemigos, que los ataques de pequeños corsarios de pocas fuerzas.
Fernando de Gaber, Derrotero-relación de los castillos, fuertes y baterías que hay establecidos en la costa de Asturias para la defensa de sus puertos y abrigos de las embarcaciones contra los insultos de corsarios en tiempos de guerra, con expresión de su utilidad y diferencias y las que se consideran poderse abandonar, conservar, mejorar o establecer de nuevo, para la mayor seguridad de la misma costa (1793)
En la tercera entrega de las Cartas del viaje de Asturias, redactadas entre los años 1782 y 1792 por Gaspar Melchor de Jovellanos, el polígrafo gijonés y hombre fuerte de la malhadada Ilustración española se quejaba con amargura a su amigo Antonio Ponz, secretario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de que el resto de compatriotas conociera de Asturias casi tan poco como de Laponia o de Siberia, ignorando las vicisitudes de aquel país «detrás de las montañas». Este olvido secular, para el que cabrían explicaciones diversas —de orden económico, geográfico, lingüístico e incluso idiosincrático—, se mantiene en buena medida vigente, lo cual resulta cuando menor curioso si atendemos a las condiciones geográficas del Principado y, en especial, a la riqueza de su litoral, de los más conspicuos del Arco Atlántico.
La vocación atlántica de Asturias se concreta en más de cuatrocientos quilómetros de costa, doscientas once playas catalogadas, los ríos salmoneros y trucheros más importantes de la Península, y un paisaje memorable. No en vano, si toda poética demanda un paisaje, el de la costa asturiana ofrece dos distintas, aunque complementarias. De un lado, no parece exagerado adscribir al perfil de Asturias un adjetivo de filiación romántica: sublime. A menudo intimidador y terrible, siempre fascinante, notas que Kant adjudicó a lo sublime, el litoral asturiano hechiza y perturba sin remedio. Del otro, garantiza el escenario idílico soñado por las Arcadias felices de las que toda mitología suele nutrirse, el hallazgo de lugares propios de una Edad de Oro en la que paisaje y paisanaje se funden en amable simbiosis.
De este a oeste, y desde Bustio, desembocadura del Deva-Cares, hasta Vegadeo, limítrofe con Galicia y privilegiado mirador sobre la ría del Eo, extendiendo hacia un lado y el otro el perfil que Fernando de Gaber trazara en libro de imposible título y en época contemporánea a la de los escritos del prócer gijonés, tres tramos vertebran, grosso modo, el litoral asturiano. El oriental, formado por los concejos de Ribadedeva y Llanes, abunda en calizas que procuran un paisaje surcado por lapiaces, simas, dolinas, cuevas y bufones de gran atractivo. El central, desde Ribadesella a los concejos cercanos a cabo Peñas, genera los mayores arenales de Asturias, dada la abundancia de margas y conglomerados. El occidental, desde la desembocadura del Nalón hasta la frontera gallega, es rico en cuarcita y pizarra, y sus playas crean ensenadas poco evolucionadas.
Colombres, capital del concejo de Ribadedeva, es primera visita obligada al entrar desde Cantabria. Sede del Archivo de Indianos, la Quinta Guadalupe, levantada en 1906 por Íñigo de Noriega, sirve de magnífico pórtico, con su fábrica pintada de azul, a un trayecto que tiene parada en los acantilados de San Emeterio y en la playa de La Franca, primer hito entre los arenales de una zona que, en apenas unos quilómetros, desvela buena parte de sus tesoros. Porque si playa es sinónimo de ocio, al entrar en el concejo llanisco el viajero se siente trasladado a un paraíso de molicie. Sin ánimo de exhaustividad, lugares como Buelna, Pendueles, Vidiago, Andrín, Ballota, Cue, Poo, Borizo, Troenzo, Barro, Niembro y Torimbia, muchos de ellos escenarios del cine de Gonzalo Suárez y alguno, caso de Torimbia, edén del nudismo y uno de los más hermosos rincones del norte peninsular, sacian al visitante su hambre de sol, mar y paz.
En la horquilla de estas doce playas se condensa el encanto de un concejo que lucha por conciliar la sostenibilidad de un paisaje irrepetible con una inquietante presión demográfica. Su capital, Llanes, merece también visita atenta, pues en su solar se respira una singular bonanza económica, fruto de su empuje agroganadero y de los capitales procedentes de la emigración a América, sin parangón en Asturias. En su puerto hay lugar para la sorpresa, los Cubos de la memoria, del vizcaíno Agustín Ibarrola, obra que mezcla escultura y pintura, dotando al abra llanisco de su atípico perfil. Esta peculiaridad de que el arte dialogue con lugares de recreo, pero también de comercio, se prolonga en Ribadesella, punto de llegada del descenso fluvial más famoso del mundo, el del Sella, que se celebra desde 1929 el primer sábado de agosto y constituye, junto al Antroxu o Carnaval, la festividad «pagana» más importante del calendario en Asturias. En efecto, Ribadesella presume hoy de decorar su paseo con dibujos de Antonio Mingote y en su retícula urbana destaca el palacio renacentista de Cutre. Muy cerca, descontada la sacra Covadonga, se encuentra la cueva más célebre de Asturias, Tito Bustillo, santuario del magdaleniense europeo y lugar ineludible para los amantes del arte rupestre.
Ya en el concejo de Caravia, debe visitarse sin falta su capital, Prado, antes de acudir a las playas de La Espasa y La Isla. La disyuntiva entre mar o montaña carece aquí de sentido, pues la sierra del Sueve provee de un inmejorable telón de fondo a la costa. Su cota más alta, el Pienzu, es faro natural para navegantes desde época prerromana. A poco que la imaginación se relaje, uno adivina el temblor que las expediciones vikingas hubieron de suscitar por estos pagos entre los indígenas. Ya se sabe: otras voces, otros ámbitos.
En el concejo de Colunga, desde Huerres llegamos entre pomaradas a la iglesia de San Juan de Duz, de donde los árboles caen como lluvia verde hasta la playa de La Griega, enclave de la Ruta de los Dinosaurios, con huellas entre Ribadesella y Gijón. Este patrimonio paleontológico se estudia en el Museo del Jurásico, construido en forma de huella tridáctila en la rasa de San Telmo. La villa de Colunga destaca por el capítulo histórico, pues acogió en 1517 la primera estancia de Carlos I en España, tras su desembarco en Tazones. Nuestro colofón en el concejo será Lastres, antiguo puerto de abrigo para la pesca ballenera. De blanco caserío y galerías acristaladas, el pueblo está encastrado en un acantilado como un molusco en la roca viva. Bajando por calles estrechas y escalonadas, el pintoresquismo halla en él asiento inolvidable, hasta el punto de que Lastres simboliza en el imaginario asturiano la quintaesencia de su relación con el mar, salpicada de heroísmo.
Rodiles, una de las playas con mayor afluencia del litoral, nos sitúa ya en ruta hacia Villaviciosa, que junto a Nava presume de ser la capital sidrera de Asturias y es célebre por su ambiente festivo. En sus alrededores destacan San Andrés de Bedriñana, la iglesia prerrománica más cercana al mar, Tazones, walhalla de los comedores de marisco, y Santa Eulalia de la Lloraza, uno de los escasos ejemplos de arte románico en Asturias. Siguiendo la vieja carretera a Gijón, se alcanzan dos pueblos gemelos y casi homófonos, Quintes y Quintueles, cumbres de la llámpara y antesala de El Infanzón y de La Providencia, atalayas sobre la ciudad más poblada y pujante de Asturias.
En La vida instrucciones de uso, una de las grandes novelas del siglo xx, Georges Perec reservó para Gijón el privilegio de que su puerto fuera el primero del mundo que Bartlebooth fijara con su paleta. Motor cultural y del sector terciario en Asturias, Gijón se reinventa en las últimas décadas, pasando de ser una ciudad obrera, nacida al calor de ensidesa, a convertirse en crisol anímico de la región. Nada como el paseo de seis kilómetros desde el Parque del Cabo San Lorenzo hasta la iglesia de San Pedro, ya a los pies del barrio pesquero de Cimadevilla y del inmenso arenal gijonés, corazones emocionales de la villa, para aprehender su perfil. Vibrante y cosmopolita, suerte de pequeña Barcelona atlántica, Gijón concita una de las más formidables ofertas culturales de España, cuyo último episodio fue la inauguración del Centro de Arte y Creación Industrial, ubicado en la Universidad Laboral y llamado a ser punto de encuentro y laboratorio de ideas para las vanguardias del milenio en curso.
Ya en dirección a Avilés, uno de los grandes tesoros de Asturias, el paisaje protegido de cabo Peñas. Guarecido por tres playas, Muniello, Bañugues y Viodo, cabo Peñas (sin artículo, como gusta de decir el asturiano) se perfila como el más conspicuo accidente geográfico del Cantábrico y un lugar que por sí solo justifica un viaje al Principado. Un único enemigo asalta a este mirador de los dioses: hay que cruzar los dedos para que el mar no traiga niebla; si la suerte acompaña, la vista a este y oeste no conoce rival.
Avilés, tercera ciudad de Asturias por población, capital del Antroxu o Carnaval, posee el parque público más hermoso de Asturias, Ferrera, es meca de los amantes de la arqueología industrial, con una ría a medio camino entre la fantasía a lo Blade runner y el perfil posapocalíptico del Akira de Katsuhiro Otomo, y es sede del Centro Cultural Oscar Niemeyer, última obra apadrinada por el fallecido genio brasileño. Los avilesinos reparten su ocio entre los aledaños concejos de Castrillón y Soto del Barco, donde se halla San Juan de la Arena, lugar de devoción para los amantes de la poesía, pues allí descansó y dejó huella Rubén Darío.
Sin solución de continuidad llegamos a El Pito, con el palacio más espectacular de Asturias, la Quinta Selgas, el llamado Pequeño Versalles, y a Cudillero, pueblo pesquero por antonomasia, donde los pixuetos celebran L’Amuravela, fiesta de interés antropológico. El paisaje está aquí salpicado por accidentes inconmensurables, como cabo Vidio, que con sus acantilados de cien metros provoca un vértigo sosegado en el póquer de cercanos arenales, Ballota, Cadavedo, Serrón y Cueva, muestra privilegiada, en un puñado de quilómetros, de las dos poéticas mencionadas: lo sublime y lo arcádico.
Alcanzamos así la desembocadura del Esva, antesala de Luarca, la Villa Blanca del concejo de Valdés, puerto en que el paganismo, personificado en el espíritu del mar, El Espumeru, halla su reverso en la ermita de la Atalaya, donde se reza a la Virgen Blanca; por San Timoteo, en la canícula agosteña, los romeros bailan de madrugada al ritmo de Jeff Mills o de Autechre bajo la mirada sin prejuicios de los muertos del cementerio: una sensación indefinible, vaga, hermosísima: la plétora y el ocaso confraternizando al borde del Atlántico. Muy cerca de Luarca se encuentra Puerto de Vega, donde se apagó el inevitable Jovellanos, y un poco más allá Navia, patria de Ramón de Campoamor, Protágoras redivivo que escribió aquello de: «Nada es verdad, nada es mentira: todo es del color del cristal con que se mira».
Salvado el concejo de El Franco, se llega a Tapia de Casariego, hito del surf, con las playas de Anguileiro, La Paloma, Santa Gadea y Penarronda como lugares de peregrinación para atletas venidos desde el Estrecho hasta Bretaña. Figueras, bellísimo pueblo a la margen derecha del Eo, esconde un tesoro singular, el palacete de Peñalba, de inspiración gaudiana, y prepara la llegada a Castropol, situada en un promontorio y la más oriental localidad de las rías altas. Por fin, Vegadeo, frontera natural con Ribadeo, primera ciudad gallega, con la que comparte la ría del Eo, es villa con salida navegable al mar y colofón a este viaje por la vocación atlántica de Asturias.