Cristina Calderon

El hilo verde de Ushuaia

Marsippospermum grandiflorum.

Así llaman los científicos al junco de Tierra del Fuego, junquillo para los chilenos, mapi entre los nativos, una planta siempreverde de varas resistentes que crece a orilla de lagunas y zonas anegadas. Con el Marsippospermum grandiflorum las mujeres antiguas de estas costas tejían cestos que olían como huele la turba bajo la lluvia, que olían a aguas estancadas en sitios velados, tejían cestos que olían. El nombre me remite a mariposas. Aunque crece en matorrales, en asociación con otras especies, cada junco puede ser tan leve como esos insectos, con su único fruto que esparce las semillas al viento, urgente como el pico de las gaviotas cocineras.

Los yámanas se adaptaron durante casi 7000 años al área litoral que comprende desde el canal Beagle hasta el fin de la tierra. El canal, un tajo que se abre casi a los 55º de latitud sur, y que antes fue un abismo de hielo, podía navegarse libremente de un lado a otro, cuando ellos no eran ni argentinos ni chilenos. Ahora se divide al medio, entre Argentina, al norte, con Ushuaia como población, y Chile al sur, con Puerto Williams, y la única embarcación autorizada para el cruce cotiza en dólares. A fines del siglo XIX, luego de dos décadas de contacto continuo con el blanco, los yámanas desaparecieron casi por completo. Su cultura también murió en Ushuaia; algunas de sus palabras sobreviven como pueden en el nombre de calles, Belakamain, Cilawaia, Kupanaka, aunque casi nadie sepa que significan fresa silvestre, zorro, copo de nieve. En la zona de Puerto Williams, donde usan la denominación yaganes, ideada por los misioneros ingleses a partir de un vocablo del lugar, viven en la comunidad de Villa Ukika los descendientes de Úrsula, fallecida en otoño de 2003, y Cristina Calderón, las dos últimas nativas puras. Ahora Cristina es la única que conoce la lengua del pueblo y por ello fue declarada Tesoro Vivo de la Humanidad por el gobierno de Chile y la Unesco. Aunque han perdido muchas de sus costumbres y la abuela Cristina, como popularmente se la conoce, habita una pequeña casa provista por el Estado, los yaganes siguen aferrando sus sueños a la necesidad del mar y hacen artesanías de junco, corteza y hueso de ballena. En los últimos tiempos, a instancias del Museo Yámana, se formó una comunidad mestiza en Ushuaia, a la que llaman “pueblo vivo”.

Ushuaia

Vi los primeros cestos yaganes en algún living, deformados por la excesiva calefacción y exhibidos como curiosidades entre los potiches japoneses y las estatuillas de porcelana Lladró que estaban de moda cuando llegamos a Ushuaia. Desde entonces tuve ganas de tejer como ellos. Mis intentos fueron vanos, pese a que anduve años con una fotocopia arrugada de un libro de Martín Gusinde, el antropólogo alemán estudioso de los fueguinos, con la descripción de los puntos usados para la confección de los canastos más usuales, uno de trama cerrada y el que permite escurrir entre sus lazos flojos el agua de los mejillones.

Hasta que hace un par de años me dieron el dato del taller de cestería yámana organizado por Cultura provincial.

La profesora, Mabel Pérez Millán, tiene un poco más de cuarenta años, aunque parece menor. Aprendió la técnica del tejido con los referentes de los selknam u onas, habitantes del centro y norte de Tierra del Fuego, desde el lago Fagnano hasta el cabo Espíritu Santo, que tejían en forma similar y con la misma fibra que los yaganes. Pero los secretos, más que nada los secretos, le fueron revelados por Cristina Calderón, que viene a visitar a su vecina de la calle Magallanes, Mónica Alvarado. Mónica es una pintora fueguina que adoptó a la abuela como familia y dirige Yatana -tejer en lengua aborigen-, un bosque urbano preservado donde se realizan actividades artísticas y educativas, coronadas por la fogata milenaria de los yaganes.

Mabel es mala cebadora de mates, pero teje lindo, con un punto apretado, parejo y prolijo. Nacida aquí, de padres chilenos, cuando conoció el movimiento de los Pueblos Originarios, se interesó por sus ancestros. La búsqueda la llevó a otra isla, más al norte, Chiloé, donde los encontró, entre los mapuches. Su padre había nacido en Ten Ten, cerca de Castro. El patio de la vivienda que había pertenecido a su madre, en la isla de Chaulinec, es un juncal del mismo tipo que los fueguinos, con ejemplares más altos y fuertes. Sus familiares también tejían cestos y este descubrimiento la emocionó. Ahora piensa que la posibilidad de enseñar en el taller no surgió por casualidad, como había creído, sino que estaba escrita en su destino desde antes de su nacimiento.

Lleva sangre de mapuches y enseña el tejido yagán que aprendió y perfeccionó con los yaganes y los selknam, pero además Mabel tiene un hijo que desciende de estos últimos. Se llama Joshiel, un vocablo de ese origen que significa “pasto verde” y que encontraron en un diccionario en el museo de Río Grande. Para que el Registro Civil aceptara el nombre, la institución tuvo que expedir un certificado corroborando la fuente. Alguien en el taller contrasta los yaganes con los belicosos onas. Mabel se ríe, si lo sabré yo, dice.

faro del fin del mundo

En la primera clase Mabel enseña a hacer el pequeño círculo, origen del tejido. Se enrolla un junco sobre el dedo índice con tres o cuatro vueltas, las que permita su largo, y sobre él se van haciendo medios lazos. Este aro, que es el comienzo del cesto, tiene una gran importancia simbólica. El que lo concluye ya es un iniciado y aunque esto nadie lo dice todas lo sabemos. Por eso Mabel ata esta primera pieza con una hebra de lana roja y la coloca orgullosa sobre el cuello de su propietaria a modo de collar. Después hay que aprender el resto de la técnica: se toman tres o cuatro juncos y con otro se los envuelve mientras se los enlaza primero al círculo inicial y luego a la vuelta anterior. A medida que se termina cada vara se tienen que agregar más, lo que se hace con disimulo. Para tejer piezas planas es necesario agregar puntos; en cambio los canastos toman forma solos. Más tarde vendrán los círculos más grandes, los cestos, con asas y sin asas, grandes, chicos, medianos, las paneras redondas y ovaladas, de trama más cerrada, con juncos más gruesos, con más o menos cantidad, más abiertos, o un poco más delicados con las varas largas y delgadas, y también creaciones diferentes a las de la cestería yámana, como las hebillas para el pelo que cierran con un palito de brochette, la última manufactura de las mujeres del taller, y en cuyo perfeccionamiento están empeñadas desde hace varias clases. Los objetos son verde oscuro cuando uno los teje; así pueden permanecer meses hasta que de a poco se van secando. A veces muestran un tono parejo, como el de la paja y el mimbre, pero otras no logran secarse del todo y cada tanto aparecen un par de toques amarillentos o marrones, mostrando un efecto muy llamativo.

Como los escasos yaganes actuales, el taller tampoco posee espacio propio. Anduvo rodando de un lugar a otro, desde un incómodo rincón en el patio de una escuela hasta una de las alas de las celdas del viejo presidio convertido en museo, donde nos apurábamos a barrer los restos de junco y juntar nuestras pertenencias, por el temor de quedarnos encerradas con el fantasma del petiso Orejudo. Allí nuestras charlas derivaban en historias sobrenaturales de la cárcel. Las empleadas del sector contaban que habían visto “cosas raras” en ese pabellón. Ahora el taller funciona en la Biblioteca Popular Sarmiento y en un centro de jubilados y creció el número de alumnas. Algunas concurren esporádicamente, otras tienen asistencia perfecta, como Nancy, que parece del pueblo yagán. Lleva consigo su fuego perpetuo, en este caso un anafe con carga de gas en cartuchos, con el que Mabel enseña el calentado de junco a las nuevas integrantes.

ushuaia

Calentar los juncos, esa es la cuestión.

Calentarlos para que pierdan humedad y se tornen más flexibles. Lo aprendimos a los golpes, como se aprenden las cosas que nunca se olvidan. Si el procedimiento no está bien hecho fallará todo lo que se haya hecho antes, como recoger el mejor material, y todo lo que pretenda hacerse después. Las explicaciones de la profesora no sirven de mucho; es necesario experimentar hasta cuánto soporta el material sin quemarse y tornarse inservible y cuándo quedará tan flexible como para tejerlo. Se toma un manojo de varas y se las pasa con rapidez sobre el fuego de un lado a otro varias veces. Ya calentadas, se las retuerce hasta que se forman una especie de falsos nudos y así se las guarda hasta usarlas, pero no muchos días, porque se secan y ya no sirven. Tampoco hay que esperar tanto tiempo desde que se las junta hasta que se las calienta; también se secan. Gusinde explicaba que las tejedoras aplastaban los juncos con los dientes, pero Mabel dice que vio a la abuela Cristina sostenerlos con la boca mientras los enrollaba para aplastarlos. Yo lo hago con guantes de albañil, Mabel y otras alumnas no protegen sus manos. Sin embargo, quemarse es algo inevitable, tanto como las mojaduras y las embarradas cuando salimos a recolectar.

La perfección de la naturaleza: el junco trae la aguja para el tejido incorporada. El extremo inferior de la vara, que tiene contacto con el agua, es amarillo pálido, y se luce mucho en el cesto hasta que pasa el tiempo y el color de la pieza se unifica. En la parte superior una especie de aguja marrón lo cierra. La aguja no tiene que ser muy grande ni muy chica, solo del tamaño necesario para poder tejer sin dificultad. Mabel elige los juncos con paciencia, por la mejor aguja, apenas la punta; si terminan en una parte seca muy larga se desperdicia bastante.

El taller transcurre como lo hacen otros espacios similares. Tejemos, también charlamos y nos reímos. A veces tomamos maté o té o comemos alguna torta casera. Cuando iba Maxi, el único varón, llevaba para que probásemos el pan que cocinaba. Ahora hace tiempo que no aparece por las clases, pero lo he visto vendiendo con su bicicleta por las calles empinadas de Ushuaia o haciendo malabares con fuego en el semáforo de los bomberos. En apariencia nadie parece preocupado por lo que significa hacer cestería yámana en esta época, esto es continuar una tradición muy antigua, casi borrada del mapa. Y, sin embargo, se respira en el aire una sutil fusión con aquellas mujeres, mientras sorteamos los inconvenientes que a veces nos presenta el junco o disfrutamos de su versatilidad. El taller, como lo importante de la vida, se mantiene con pequeñas acciones que se encadenan unas a otras. En la práctica, la continuidad, la paciencia y el silencio de algunos momentos se respira la resistencia de una cultura aniquilada, de esas mujeres que de qué hablarían en los tiempos de escasez cuando llegaba la primavera al territorio aún nevado. De hijos y de amores, de viajes entre islotes, de noches iluminadas por fogatas, del pelo rubio de los navegantes blancos, de los cambios, del futuro. Del miedo hablarían las mujeres yámanas; del miedo y el cansancio y el frío y la soledad. De muerte; de muerte sí, también hablarían mientras colgaban los cestos de unos soportes hechos con troncos delgados que les permitían tener las manos libres para tejer sin dificultad y echar a volar sus pensamientos.

UshuaiaEn realidad, no hablamos mucho de los yámanas; a veces Mabel hace algún comentario sobre la gente de Puerto Williams, con la que mantiene una relación muy buena. Y eso que no pertenece al pueblo y casi todos cuidan con celo su condición de artesanos tradicionales. A un diseñador oriundo de Punta Arenas no lo quieren. Sus trabajos, en los que combina plata, lana, junco, son conocidos en el mundo. Pero ellos dicen que les compra sus tejidos por dos pesos a los kawéskar -alakalufes, otra de las etnias de Patagonia sur- y los vende como manufactura propia a precios exorbitantes. Una alumna de Mabel cuenta que en la década del ochenta concurría a otro taller de cestería en la ciudad. De esa época, aparte de los hermosos canastos que tejió, guarda la copia de un documento que la comprometía a no recoger junco por sus propios medios, que solo podía hacerlo en compañía de la profesora. Ahora ella se ríe por haber creído en la seriedad del requisito. Esta misma alumna nos regala cada tanto delicados punzones -ami- que fabrica utilizando mínimas ramas de lenga, pero solo aquellas adornadas con los nudos que forma en la madera el hongo conocido como pan de indio. Estas herramientas, que también usaron los nativos, son muy útiles para abrir los puntos apretados y poder pasar la aguja de junco.

La urgencia de cada día de clase es contar con junco ya calentado. A veces nos reunimos dos o tres mujeres con Mabel y vamos a buscarlo cerca de la ciudad, en otras oportunidades va alguna por su cuenta. Mabel no olvida agradecer a la madre tierra, esparciendo alguna ofrenda, como palo santo, yerba o lo que tenga, mientras pide permiso para recoger sus frutos. Este no es un rito yagán, sino aymara, relacionado con el respeto a la naturaleza.

Hay muchos lugares con junco. Los más cercanos son el camino al glaciar Martial, en el casco urbano, donde pueden encontrarse ejemplares muy largos y delgados, la orilla del río Olivia, unos kilómetros al norte, donde se consiguen varas más anchas, el camino a Playa Larga y Escarpados. También hay otros sitios junto a turbales o subiendo los senderos de montaña en zonas inundadas por algún curso de agua. A cuanto a mayor altura se encuentre el junco, será más corto y menos brillante. Los de la cima del monte Susana apenas se despegan unos centímetros del suelo y están débiles y deformados por los fuertes vientos del sudoeste. A veces otra alumna, Mirta, lo trae desde Aguas Blancas, cerca de Tolhuin, el sitio donde también recoge la gente de Río Grande, ya que no es una especie de esa zona.

Nosotras no encendemos fogatas, calentamos el junco en las cocinas, no andamos descalzas ni con mocasines de piel, aunque con las botas de goma o los botines igual nos mojamos, viajamos en auto a buscar el material y un grupo de WhatsApp nos mantiene informadas a través del celular acerca de las novedades del taller y noticias personales. El freezer sirve para conservar los juncos flexibles cuando no se los usa. Allí se los puede mantener frescos durante mucho tiempo. Se descongelan enseguida y quedan lisos y brillantes como calentados en el momento. A diferencia de los yaganes nunca probamos ni la carne ni la grasa de ballena, no cazamos pájaros y ya no se puede recoger mejillones alegremente por el temor a la marea roja. No comemos los hongos de los árboles y nos atrae el bosque. No creemos que en su espesura se aloje Jánnush, un hombre sin carne y sin ropas que en lugar de piel tiene corteza de árbol, que atemorizaba a los nativos y los mantenía cerca del mar. Y, sin embargo, un hilo verde nos une en la trama de los tiempos. Nuestros canastos no son tan perfectos; no pretenden serlo. Nos satisface valernos de nuestros propios recursos, llenarnos de barro o mojarnos, quemarnos las manos, cuidar los juncos, usarlos, no desperdiciarlos, agradecerlos. Y sentir a veces, solo a veces, que la cultura de los yaganes renace en nuestro tejido.

A mí me gusta hacer círculos. Los hago de muchos tamaños y los cuelgo por todos lados, solos, en racimos, en guirnaldas. Los que tengo en las ventanas son los mejores. Cuando llego a mi casa los veo desde afuera, moviéndose levemente con el aire que se cuela, amarillos y frágiles como la estepa fueguina.

 

Leave a Reply