Por Pablo Javier Pérez López
Detrás de la exquisita obra del poeta portugués Fernando Pessoa, se esconde un hombre tímido y misterioso. Peatón y oficinista. Un hombre educado y amable como todos los que saben sufrir, con los dedos amarillos y el hígado negro, un hombre que traduce cartas comerciales de día y escribe compulsivamente de noche. Un hombre que traba gran amistad con su barbero y que pide anticipos constantes para poder sobrevivir. Un hombre que gasta lo poco que tiene en libros, pan y vino, que nunca se casó, ni dejó testamento ni bienes. Que sufrió como un perro, que vivió como un poeta.
Existe un asombroso olvido. Quizá el olvido en el que se basa nuestra civilización y la literatura mayúscula. Es habitual olvidar que los poetas también son hombres. Y es que se empeñan los sesudos estudiosos en confundir vez tras vez a los poetas con sus obras. Y sin embargo los poetas caminan, comen, beben, sonríen y aman o al menos lo intentan. De lo que nadie tiene duda es de que sufren como perros. Son hombres que compran el pan y respiran en lo concreto aunque tengan fama de nefelibatos. Esos hombres, son poetas y nadie lo sospecha en las calles de las ciudades. Y en ese pasar inadvertidos, en ese ser paisaje, en ese ser peatones y oficinistas, reside la verdad, el suelo de su cielo deseado o alcanzado. No está toda la vida de los escritores en sus palabras. Que alguien levante el brazo si miento.
No sé si esto es una alegría o una pena pero parece evidente que no es el mismo sujeto civil Don Miguel de Cervantes que Don Quijote, de la misma manera no parece ser el mismo Fernando António Nogueira Pessoa que Fernando Pessoa. Hay quien ha negado la existencia del hombre a favor del poeta o de su obra pero a pesar de la afirmación ya célebre sobre la ausencia o la imposibilidad de su biografía que dejó caer el propio Pessoa para regocijo de Octavio Paz, o la constante y plomiza identificación de su vida con su obra o con su mito, su fotografía repetida hasta la extenuación en medio de la actual dictadura de la imagen o los lugares comunes que la invocan, a mí a veces, y creo que casi siempre, el que me interesa es el Pessoa peatón. El transeúnte de lo cotidiano, porque quizá sólo en lo cotidiano está la poesía o su semilla, la verdad de ese misterio que es y será siempre el escritor portugués cuyo nombre todos conocen y cuyos ojos o sus pies pocos cruzaron. O quizá porque quien vive Lisboa en lo cotidiano como transeúnte puede comprender mejor los gestos cotidianos de un escritor que vive junto al Tajo. Y digo esto porque quizá Lisboa es una de las pocas ciudades peninsulares que ha mantenido la autenticidad del habitar, arte primero comúnmente defenestrado.
Una verdad, la del habitar cotidiano que quizá sea la única. Habitar cuerpos, habitar almas, habitar rostros, habitar mundos, habitar nombres, habitar muertes. La verdad de las calles, las tabernas, los coches y los paisanos congregados en las esquinas esperando que suceda algo reseñable. Mirar muchachas, tomar el tranvía, maldecir a los políticos. Esas cosas que todos parecen odiar pero nadie evita.
Y es en la poética de lo cotidiano, en el habitar cotidiano donde encontramos, quizá, al Pessoa hombre que debió existir antes que el mito y el nombre que se imprime en los libros. The poetry of the earth never dead escribió Keats y repitió Pessoa hablando de la poesía existente en lo cotidiano poniendo como ejemplo a un hombre que pinta en el edificio contiguo el letrero de una carnicería. Uno de los millones de proyectos inéditos de la juventud pessoana llevaba por título Poetry of small things. Y acaso en esas pequeñas cosas cotidianas está la verdad de los hombres que escriben o quizá su primera semilla.
Poco se recuerda lo que dijeron de Pessoa sus hermanos, su barbero, sus patrones, sus amigos, los hombres que supieron de él antes del mito. Hombre siempre bien vestido, de oscuro, con los bolsillos repletos de lapiceros diminutos y gastados, que exigía las camisas inmaculadamente blancas. Tímido, extremadamente tímido, algo triste y con la profunda ironía y gracia de los verdaderos trágicos paseaba, caminaba y guardaba varios universos en un interior poco conocido. Todos los poetas son guardadores de universos así como todos los hombres viven pegados a un misterio que los acompaña en la cama y en la ducha.
Estamos ante un hombre educado y amable como todos los que saben sufrir, con los dedos amarillos y el hígado negro, un hombre que trabaja lo imprescindible para tener tiempo para escribir, para pasar las noches frente a su gran compañera, la máquina de escribir, donde traduce cartas comerciales de día y escribe compulsivamente de noche. Pessoa tiene la llave de las principales oficinas donde trabaja para usar las máquinas, allí su trabajo es muy valorado. Allí es un compañero respetado y querido a la par que discreto. Destaca su cordialidad, su buena conversación en las tertulias de los cafés, su buena dotación para la polémica sin enfrentamiento. Triste e irónico, gracioso y con devoción por los niños con quienes siempre jugaba a su mismo nivel contando acertijos y poemas. Bebedor compulsivo, que va y viene del Abel para llenar el estómago de gasolina, un hombre sin tiempo mental para el amor, en sus propias palabras, al menos para el amor no literario, un hombre lleno de obra, no siempre valorado, a medio camino entre la humildad y la consciencia de su grandeza, de su genialidad, inadaptado, con miedo a heredar la locura de su abuela Dionisia, junto a la que posa en una inolvidable fotografía de juventud. Incomprendido que sabe que sólo en el futuro está su lugar, arranca, día tras días palabras a la máquina de escribir, que usa al parecer con dos únicos dedos.
Tímido compulsivo, hombre de ternura en los ojos, con ojos esfíngicos, que dicen mucho en todas las fotografías, pero todo misterioso, hombre que traba gran amistad con su barbero, que pide anticipos constantes en las oficinas comerciales para poder sobrevivir, que compra fiado en el ultramarinos, sobre todo cachaça. ¿Es ese hombre Pessoa? Después de pasar por el laberinto de sus papeles, durante años, y tras el escritor que aprovecha cada diminuto papel para escribir, propuestas de hipoteca, telegramas, cartas, periódicos y listas de la compra, todo para escribir con la urgencia enfermiza de quien siente el dolor del tiempo, quien me interesa es el hombre.
Entre todos esos papeles, el diálogo constante entre lo cotidiano y la poesía y la prosa del hombre que según Ofelia, su amor no carnal, parecía no pisar el suelo. Y entre esos papeles, una nota que le advierte que su cena está caliente en la cocina y otra en la que su sobrina Manuela escribe: Rua Coelho da Rocha N 16 Mi querido tío Me gustaría mucho que el tío dejase de beber tanto vino y también de producir tantos gases durante la cena.
Rua Coelho da Rocha N 16. Meu querido tio tinha muito gosto que o tio deixa-se de beber tanto vinho e também de fazer gas ao jantar. |
Y es ahí, precisamente ahí, cuando encontramos una prosa de Ricardo Reis sobre una lista de la compra, una prueba de una nueva máquina de escribir, el recibo de una lavandería, las notas de los compañeros de oficina que le indican las traducciones necesarias, la nota de la sobrina que me hace imaginar a Pessoa, promoviendo un concurso de pedos tal como aquellos famosos que organizaba Ramón Gómez de la Serna en su Sagrada Cripta de Pombo, entre sus sobrinos, cuando me reencuentro con Pessoa, hombre, y me deja de interesar qué libros de Nietzsche y de Platón leyó y cuándo.
Es en el hombre, curiosamente, en lo poco que nos queda de hombre cotidiano, donde encuentro, más consuelo, más verdad, menos ficción, más vida, algo de lo que yo soy cuando camino por esta ciudad. Ciudad-alma donde yo también debo comprar el pan y exigir las camisas blancas (en mi caso a la mujer china de la lavandería que aquí abajo en este barrio popular donde aprendo a habitar y veo el Tejo cada mañana, sonríe sin medida) y transcribir palabras para poder escribir las mías propias que quizá algún día fueron de otro. Los verdaderos poetas son peatones y oficinistas. Verdadero no siempre es sinónimo de bueno. De ahí la angustia eterna ante la obra. El rapto de las palabras. Los verdaderos poetas gastan lo poco que tienen en libros, pan y vino. Los verdaderos poetas son hombres, sólo hombres, que deciden soñar y escribir. Poetas pero hombres. Hombres pero poetas.