Cuando me encuentro con Pablo García, el argentino que recorrió el mundo 16 años en bicicleta, no tiene nada que ver con lo que imagino: Pablo es un tipo común, tranquilo, que le gusta charlar y que toma mate. Lo más extravagante para mí, no tiene que ver con su apariencia ni su vida actual, sino con el espíritu aventurero que lo llevó a tomar la decisión de pedalear el globo a sus veinticinco años de edad.
“Hablar de los sueños o de los viajes creo que es conmigo”, dice Pablo apenas nos sentamos en la mesa de su departamento en San Martín, Buenos Aires. Miro por la ventana y al notar cómo la ciudad porteña se extiende enorme y amenazante, no puedo evitar preguntarme cómo se sentirá Pablo ahora, luego de haber recorrido el mundo con tanta libertad. Para mi sorpresa, se siente bien de estar donde está, de haber frenado un poco y poder concentrarse en el proyecto de la docu-serie que está escribiendo sobre sus viajes.
Sentados cómodamente, mate y facturas de por medio, empezamos una charla que duró dos horas. Pablo me cuenta que antes de emprender su travesía por el mundo, tenía la vida que siempre había soñado: vivía en un departamento de lujo en las playas de Maceió, Brasil, con dos coches a disposición y ganando buen dinero gracias a su propio emprendimiento de turismo. No había nada más que podía pedir… salvo dejarlo todo y lanzarse al vacío. “Yo tenía una vida que hasta el día de hoy creo que fueron los mejores años de mi vida, pero en realidad sentí que en aquel momento se estaba cumpliendo un ciclo; de repente dije ‘bueno, voy a ver qué onda, voy a viajar, no me quiero encerrar acá’. Tenía que haber algo más, no podía ser solo eso”.
Así fue que en el año 1999, Pablo vendió todo lo que tenía y compró una bicicleta, una carpa y una bolsa de dormir.
Los primeros pasos
Originalmente, pretendía realizar el viaje en dos años, pero terminó extendiéndose por más de quince. Para convencerse de que podía lograrlo, Pablo se propuso su primer desafío: volver pedaleando desde Maceió hasta Buenos Aires. Sin ningún tipo de entrenamiento previo, a sus 25 años de edad, Pablo subió a la bicicleta diciéndose a sí mismo que si no lograba completar el tramo de 10.000 km sobre dos ruedas, tendría que buscarse otra forma de viajar. Sin más que su entusiasmo, el argentino se enfrentó a la primera de tantas tandas de desafíos e incomodidades. “Los primeros 40 días fueron fatales, fue durísimo en todo sentido: la propia pedaleada, el clima, la montaña, las cuestas arriba, la soledad, la incertidumbre de no saber dónde iba a dormir cada noche. Yo no tenía experiencia en ruta. Pero bueno, yo creo que si buscás tener todas las seguridades que pretendés, no salís nunca”.
Salió y lo logró; seis meses después, llegó pedaleando a Buenos Aires y de ahí en más, nada lo detuvo. Los dos años siguientes se las pasó de oficina en oficina y detrás de su computadora enviando mails en busca de sponsors que lo ayudaran a financiar su viaje por el mundo. Le pregunto cómo, en ningún momento a lo largo de esos dos años, bajó los brazos y renunció a su sueño. “Se ve que soy cabezón, y cuando se me mete algo en la cabeza, hasta que no lo consigo, no paro. Por lo general la gente que me apoyó, lo hizo por la pasión que yo ponía al vender la historia”.
Finalmente, el 26 de septiembre de 2001, Pablo partió de Buenos Aires sin imaginar que no volvería a regresar en más de una década.
Primer destino: África
Cuando comentamos los inicios del viaje, no puedo evitar expresarle a Pablo que su elección de arrancar por África me parece una locura.“Sí, me lo dijeron varios”, responde, como recordando la inconsciencia propia de la juventud. “Comencé con África porque me dije ‘si puedo con esto, puedo con el mundo entero’”. Siempre desafiante de sí mismo y del entorno, le pregunto si hoy en día tomaría la misma decisión. No dice ni que sí ni que no, aunque admite que por lo menos hubiera sido una buena idea estudiar el mapa. Si bien el apartheid ya había terminado, Pablo se encontró inmiscuido en medio de una Sudáfrica sórdida y peligrosa, amenazado por las miradas resentidas de la gente y fuera de lugar al estar cruzando lo que parecía tierra de nadie. Fueron dos meses donde se concentró sobre todo en avanzar, sin celular ni coordenadas precisas, siguiendo las rutas trazadas en dos mapas de papel, repitiéndose a sí mismo que estaba loco. Para agravar aún más las cosas, Pablo se enteró de la fuertísima crisis que sufría su país ese año, año 2001, una crisis que dejó a miles sin trabajo, donde la gente fue privada del acceso a sus ahorros bajo la norma del famoso “corralito” y por la cual Pablo se quedó sin todos salvo uno de sus sponsors.
Pese a la incertidumbre agobiante, no dejó que ese incidente le hiciera dar marcha atrás y siguió hasta que llegó a Maputo, Mozambique. “Recobré la sensación de estar en contacto conmigo y con el entorno” comenta Pablo, ya que llegar a Maputo fue como llegar a un oasis: “Si bien estaba igual o peor en cuanto al entorno de pobreza, las enfermedades, la precariedad de los lugares para dormir, el agua, la comida; aunque todo era complicado, tenía el dominio del idioma portugués”. También en Mozambique consiguió nuevos sponsors para continuar financiando su viaje y volvió a alimentar las esperanzas de que, hacer el viaje, era posible.
Perdido en el desierto
“Los locales me habían advertido sobre esto, algunos incluso me dijeron que no fuera. Pero el Danakil era el primer desierto a cruzar, y la idea de lanzarme a la aventura se me metió en la cabeza”. Era una mañana de octubre de 2003; guiado por la adrenalina, librado a la buena de Dios, como él lo describe, Pablo partió desde Obock, un pueblo en el norte de Djibouti, tierra adentro del Danakil. La única indicación que le dieron los locales fue que siguiera “derecho”, y eso fue lo que hizo durante una hora, hasta que se perdió. “La ruta principal se convirtió en un misterio, porque empezaba a dividirse en pequeños caminos, como un laberinto.” A las 10 de la mañana, completamente desorientado, Pablo empezó a sufrir el calor intenso y sofocante. Luego de un rato, se cruzó con dos camiones de soldados franceses que pudieron darle agua, pero no direcciones, y pasado el mediodía Pablo sentía que iba a enloquecer. El sudor agobiante, las ruedas de la bicicleta enterradas en la arena, el agua intomable debido a su temperatura y la falta de fuerza física lo llevaron a mirar al cielo y pedir ayuda. “Si hay una cosa que desarrollas, al menos en una experiencia como esta, es la fe en la gracia divina. Yo creo que todos, el ser humano en sí, tenemos una parte nuestra innata que es justamente esta conciencia de lo supremo. Por más que no seamos religiosos, es algo dentro nuestro”. Luego de rogar por la ayuda de Dios, en el momento donde la desesperación ya era desbordante, Pablo de pronto vislumbró una figura caminando a unos 40 metros de distancia. Al principio dudó, creyendo que su mente lo engañaba o que incluso el calor le jugaba con espejismos. Pero poco a poco la figura se acercó hasta pasar por su lado: era un hombre solitario y que parecía seguro de sí. Sin decir palabra, el hombre le señaló el camino a seguir, camino que, casualmente, Pablo pensaba no era el indicado.
Varias horas después, había logrado cruzar el desierto y llegar a Khor Angar.
Y de pronto, el amor.
Para el 2004, Pablo ya había cruzado al continente europeo. Fue en Sicilia, Italia, donde inesperadamente conoció a quien sería su novia y compañera de viajes. “El destino me iba a dar una historia de amor que nunca había experimentado. Yo, que estaba completando mi sueño de viajar alrededor del mundo, no podía enamorarme. Pero pasó”. Clara, a quien llamaba “su princesa”, fue la razón por la cual Pablo se tomó unas vacaciones del pedaleo solo para retomar con el doble de entusiasmo: luego de unos meses de descanso en Italia, él y Clara se embarcaron en la hazaña de cruzar Medio Oriente, lo que Pablo describe como una experiencia hermosa, aunque estresante y lenta. “Una chica occidental, en bicicleta, y vestida no precisamente como dictaban las tradiciones locales, llamaba mucho la atención”.
Luego de unos meses, regresaron juntos a Italia solo para separarse, pues aunque el amor de Pablo hacia Clara era fuerte, no estaba dispuesto a renunciar a su sueño. Entre idas y vueltas, continuaron viéndose y viajando juntos por alrededor de dos años, hasta que terminaron de separarse de forma definitiva cuando a Pablo aún le faltaba medio planeta por recorrer.
Llegó a Irán solo y en invierno, donde los días eran cortos y las distancias entre pueblos largas. Aquí se cruzó accidentalmente con una banda de narcotraficantes que le perdonaron la vida sólo cuando Pablo logró decir “¡Argentina, Maradona!”. Pese a las dificultades de cruzar Medio Oriente, a lo largo de sus pedaleadas Pablo logró conocer y apreciar la cultura musulmana. “Debo admitir que tenía cierto prejuicio, quizás basado en comentarios que había escuchado en las noticias y posiblemente por la falta de conocimiento”. El viaje por estas zonas fue la puerta de entrada hacia el mundo gobernado por la religión. En Manama, capital de Bahrein, comenzó a visitar con frecuencia la mezquita, y a adentrarse en el ritual del rezo; en Arabia Saudita, intercambió charlas con los locales que ampliaron su mirada de la cultura y la diversidad. La gente musulmana, afirma, es la más hospitalaria que dice haber conocido, gente que lo hospedó e invitó a comer sin pedir nunca nada a cambio.
Encuentros con la espiritualidad
Como si su alma lo hubiese planeado, luego de visitar Oriente Pablo viajó al país que desde siempre y hasta hoy representa una meca de espiritualidad: la India. Cuando cierra los ojos y vuelve a aquel lugar, Pablo recuerda colores, aromas y sabores. También recuerda la espiritualidad y el misticismo que habita en cada persona y cada rincón, las enseñanzas védicas y la imagen de Krisha. Al preguntarle a Pablo por su relación con la fe, se remonta al primer tramo en bicicleta que hizo desde Maceió a Buenos Aires. Fue durante este trayecto, en 1999, que hizo una parada técnica en una comunidad Krishna llamada “Nava Vraja Dhama”, en Carbarú. Allí pasó alrededor de diez días viviendo mano a mano con los devotos de Krishna y siguiendo su mismo estilo de vida: se levantaba a las 4 de la mañana, se bañaba con agua helada, rezaba durante horas, estudiaba el Bhagavad Gita y ayunaba de noche. “Pasar por ese templo al inicio del viaje fue como un despertar.” Al dejar el lugar, Pablo fue obsequiado con una japa, lo cual podría compararse con un rosario cristiano, utilizado para rezar. “Lo acepté y más de quiénes venía, con quienes había convivido todos los días de una manera super humana, como una hermandad”. Nunca soltó la japa ni el mantra del Hare Krishna, que repetía por horas mientras avanzaba en bicicleta por todo el mundo. Para él, cantar el mantra y visitar los templos era como una recarga de batería y una oportunidad para agradecer encontrarse sano y salvo. “Repetir el mantra se volvió esencial. Solía repetirlo casi sin darme cuenta, durante toda la pedaleada del día. De esa manera, comencé a sentirlo como mi ángel guardián”.
En India, Pablo se reencuentra con la figura de Krishna 10 años después de ese primer acercamiento en Brasil. Recorrió distintos puntos sagrados incluidos Varanasi, que describe como el lugar donde se veía a la vida y a la muerte como dos momentos temporales de un mismo camino. El viaje espiritual de Pablo luego continuó por el Tíbet y Tailandia, donde realizó un retiro de meditación Vipassana como otra manera de acercarse al mundo interior del ser humano, a su propio mundo.
De vuelta ¿en casa?
Al despedirme de Pablo, salgo sintiéndome fascinada por su historia de vida y su capacidad de haberse lanzado a la incertidumbre de forma constante. Ahora hacen 4 años desde que regresó a Buenos Aires, un domingo del mes de octubre de 2017. Recorrió un total de 167 mil kilómetros en bicicleta durante 16 años, y conoció 105 países. Actualmente, se encuentra haciendo el camino de Santiago, en España, y volverá a Argentina en la temporada de verano del hemisferio sur. Allí se dedica a hacer paseos en bicicleta por la Patagonia para locales y turistas y continúa alimentando su proyecto “Pedaleando el Globo”, tanto en redes sociales como en la página web.