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Leila Guerriero, un cross a la mandíbula

Leila Guerriero lectora nombra algunos de sus libros favoritos. Sólo uno de los autores citados escribe en español, Idea Vilariño, tres son europeos y los demás, contemporáneos la mayoría, escriben en inglés: Lorrie Moore, David Foster Wallace, Maeve Brennan, Joan Didion, Vivian Gornik. Cuando uno la lee a ella, percibe el aire familiar de las lecturas que ha hecho pero a la vez necesita guarecerse del viento sudamericano que arrecia, atrevido y fiero. Crónicas que se enmarañan como las selvas del continente, música de sintaxis afiebrada, exacta, páginas tan suaves y tan feroces como la naturaleza al sur del sur. Leerla es una experiencia corporal que deja marca, como una trompada. La creatividad, dijo Dorothy Parker, es una mente salvaje y un ojo disciplinado, como Leila Guerriero cuando escribe.

Durante uno de los cursos de periodismo narrativo que dicta con entereza de apóstol, suspendió su prédica para escuchar preguntas. Del fondo del auditorio una voz aguda se hizo oír: “¿Sos obsesiva?” Guerriero achina los ojos, ladea un poco la cabeza, parece reprimir el fastidio. Pero es una persona educada y responde enfática: “¿Obsesiva? ¡No! ¡Trabajo! No es como si tuviera un TOC”. Dicta regularmente estos cursos que siguen multitudes mientras publica columnas periódicas en varios medios, mientras investiga gente que le interesa para hacer perfiles, mientras tiene algún libro en preparación, mientras participa de actividades académicas, mientras edita escritos ajenos, da charlas y entrevistas periodísticas, corre, viaja, escribe, escribe, escribe.

una historia sencilla

Escribe la historia sencilla de un muchacho de pueblo, malambeador de provincia, y leemos allí cuánto puede el deseo, de cuánto es capaz la voluntad y qué efímero es ganar. Escribe desde el fin del mundo las muertes tristes y mudas en un pueblo mudo y triste que ella hace hablar. Como Benvenuto Cellini tallaba el mármol, con esa limpia minuciosidad, ella escribe los perfiles de poetas, escritores, artistas plásticos, bailarines, cineastas, músicos, joyeros, escenógrafos, millonarios, magos, lingüistas, fotógrafos, gigantes. “Me interesa la singularidad del talento”, dice. Escribe sobre gente común y la vuelve extraordinaria. Escribe sobre gente extraordinaria que al fin acaba siendo como uno. Escribe como una condenada. Escribe condenadamente bien.

¿Cómo hace? ¿dónde está el truco? ¿hay un método para escribir textos como trompadas, oraciones irreprochables, maridajes irrespetuosos entre sustancias y esencias? Para que las palabras vengan a ella ¿se trata de pastorearlas en el campo ancho sin pisoteo? ¿hay que despojarse de todo, olvidar todo, descubrir todo? ¿se trata de enfocar, de experimentar, de ser curiosos como niños, desconfiados como viejos? Lo absurdo de estas preguntas retóricas es que hay intervenciones, charlas, reportajes, libros enteros de Leila Guerriero dedicados, de pe a pa, a responder que no hay azar ni magia ni secretos. Pero 180 páginas de desgrabación de la entrevista a Fito Páez, por ejemplo, que no delega a nadie, horas y horas de conversación, observación y registro de todo cuanto expresa al entrevistado, eso es método y rigor. Trabajo.

Esta mujer desmelenada que viste para no ser vista, sonríe a veces y viene a traer, líquida, la melancolía en los ojos, se sienta a la mesa y escribe. Como si boxeara, dice que escribe. Con voluntad maníaca escribe. Voluptuosamente. Sumida en el desconcierto de las voces que trajo de la calle, ella escribe en el cuarto sin ruido, sellada con siete sellos la puerta del cuarto aunque los árboles se tuerzan por el viento, caiga el nido de un pájaro, huya el pájaro sin nido, haya sol y relampaguee, arrasen tempestades, claree y oscurezca, vaya y vuelva la marea, alguien se despida, alguien silbe, sea noche o caiga un meteorito, ella escribe.

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Hace falta talento y llegar al mundo con ciertos dones, pero no es suficiente. Hay que agachar la espalda y apoyar bien los huesos en la silla porque lo que viene es trabajo físico verdadero, dolores, calambres, cansancio, sueño, hastío, rabia. Hay que pasar a texto horas y horas de grabación de entrevistas que llegan a completar un pequeño libro de más de cien páginas. Hay que seleccionar de ese bosque tupido de información aquello que conviene al propósito. Como los pintores, hay que tomar distancia del cuadro, a ver qué pide. Hay que organizar eso, jerarquizarlo, dotarlo de sentido. Y antes de esta tarea solitaria y penitente hubo la pesquisa feroz, el acecho enamorado al objetivo, las esperas persistentes, el fastidio, el asombro, la frustración, la curiosidad derramada sobre la mesa de infinitos cafés.

Leila Guerriero muestra las palmas de las manos vacías, muestra la galera, muestra el conejo que saca de la galera, muestra el truco. La maravilla ha sido revelada. Pero no basta. A quienes toman sus cursos de periodismo narrativo –no importa si reconocen una línea de Tolstoi o si la confunden con un aforismo- ella arenga más que sugiere que lean, que lean mucho y surtido, que estudien historia y filosofía, que miren buen cine, que visiten museos, que vayan al teatro, que tengan “una buena mirada, una cabeza llena de cosas, bien amueblada”. Los interpela, los asombra, los cautiva citando párrafos de los mejores cronistas y develando la trama maravillosa de la lengua artística.  Expone a la vista de todos, en tamaño gigantografía, la pantalla de su computadora de trabajo con cientos de carpetas y miles de archivos prolijamente ordenados, clasificados y catalogados, con el cuerpo desnudo de los crudos de sus archivos, la matrix.

leila guerriero - magdalena siedlecki

Es alguien que se define sencillamente como periodista, de modo que la materia de su trabajo es la realidad y eso es mucho decir. Con una modestia inaceptable, se declara incapaz de crear ficción y bromea cuando la presentan como periodista “y escritora”, como si al agregar “escritora” se la quisiera rescatar de la condición huérfana de periodista. Sucede que entre las notas estupendas que publica periódicamente y los libros que ha escrito demostró “que el periodismo puede ser también una de las bellas artes”, como dijo Vargas Llosa. Leyendo sus textos, pero más pispeando sus cómo los hace, sale fácil pensarla víctima de un TOC, una mujer excéntrica rehén de su trastorno, un fenómeno adicto a la forma.

Ella deslumbra, sin embargo, porque ha podido vislumbrar a tiempo su inequívoca vocación y ha resuelto encarnarla apasionadamente: una flecha directa al blanco, uno de esos pájaros que se lanzan en picada al mar y emergen victoriosos con su presa. Sabe (o no, pero qué importa) que cuando escribe como si boxeara, en sus páginas repica la profecía de Roberto Arlt, la que presume un futuro “por prepotencia de trabajo… escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula”.

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