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Lo cholo: el estigma del boom gastronómico en Perú

Hasta hace pocas décadas, en el Perú llamar cholo a alguien tenía una connotación de discriminación racial. Cholear era algo normal en la sociedad peruana, especialmente entre los limeños, que desde la década de 1940 hasta la actualidad, han sido desbordados por la migración del interior, a tal punto que hoy la mayoría de la población de la capital del Perú es de origen andino o amazónico.

Eso comenzó a cambiar con el gobierno del general Juan Velasco, quien en 1968 encabezó un levantamiento institucional de las fuerzas armadas y depuso al presidente Fernando Belaunde. De carácter nacionalista y revolucionario, Velasco tomó medidas como la reforma agraria, expropiando las tierras a sus dueños y entregándoselas a los campesinos, quienes se organizaron en cooperativas. Aunque el discurso oficial afirma que esto fue un fracaso económico, a partir de ese momento, los cholos se reconocieron como ciudadanos y empezaron a participar de la vida pública.

Velasco revaloró la imagen de un cholo hasta ese entonces olvidado: Túpac Amaru, líder en 1780 del primer levantamiento indígena en América contra el poder español. Su imagen aparecía en las presentaciones del gobernante y en la televisión. A fines de la década de 1960, apareció el futbolista Hugo Sotil. Conocido como Cholo, llegó a jugar en el Barcelona de España y anotó el gol triunfal que le dio al Perú su última Copa América en 1975.

Lo cholo había llegado para quedarse. Una prueba es que en 2001, Alejandro Toledo fue elegido presidente de la República a pesar de ser cholo. Pero aún con eso, la mayoría aún padece el estigma. Una prueba es que, durante la época de la violencia política desatada por Sendero Luminoso entre 1980 y 2000, la mayoría de muertos y desaparecidos eran de origen andino, según el informe de la Comisión de la Verdad. Esta violencia, provocada por Sendero y respondida con represión por las fuerzas del orden, obligó a muchos cholos a migrar a las ciudades, especialmente a Lima. Pero al mismo tiempo, muchos decidieron quedarse y resistir.

marcos avilesDe esa historia de los cholos que no se fueron nos habla Marco Avilés (Abancay, 1978), en su último libro, De dónde venimos los cholos. En esta suma de crónicas de viajes a distintos lugares del Perú, Avilés, quien se reconoce como cholo, nos cuenta las historias de personajes anónimos que decidieron echar raíces. Pero especialmente, cómo es que los recursos con los que sobreviven han servido para afianzar un fenómeno que ha relanzado la imagen del país en el exterior: el boom gastronómico peruano.

Avilés divide su relato en nueve capítulos. El primero se refiere a Abancay, la ciudad en la que nació y que tuvo que dejar luego de cumplir dos años. Un accidente en el que falleció su madre cambió su vida y la de su padre, con el que se vino, muy pequeño, a Lima.

Ya en la capital peruana, Marco descubre que es cholo. Sin embargo, gracias a que no es muy oscuro, puede ocultar su choledad. Al mismo tiempo, veía cómo otros de sus compañeros, tanto en el colegio como en el barrio, eran hostilizados por venir de la sierra, desde los apodos hasta los golpes. En ese primer capítulo, Avilés cuenta la historia de un estudiante que sufrió esa discriminación, de apellido Cochachi. No lo volvió a ver hasta que lo encontró en la Biblioteca Nacional. Cuando intentó saludarlo, Cochachi le respondió: «Lárgate de aquí, imbécil», pese a que el autor jamás se metió con él en la etapa escolar.

Luego contó una anécdota en la que se le impidió el ingreso a una discoteca «por no ser cien por ciento blanco». Avilés advierte que eso pasa todo el tiempo. «¿Es tan malo ser cholo?», se pregunta. Tras recibirse como periodista, comienza a trabajar en el diario El Comercio, donde recorre la ciudad en busca de historias. Y prefiere los cerros y los barrios populares, donde los migrantes que huyeron de la violencia se refugiaron. Al conocer esas experiencias, decide buscar a los que no se movieron de la sierra y la montaña, y saber por qué se quedaron.

En su carrera como periodista, Avilés comienza a recorrer diversas localidades del Perú, especialmente de la sierra y la selva. Su primera escala es en Chumbivilcas, una de las trece provincias de la región Cusco. Allí descubre una tradición tan antigua como violenta: la fiesta del Takanakuy, palabra quechua que significa «golpearse entre sí», que se celebra con motivo de la navidad.

En este acto, cualquier habitante de esta localidad puede desafiar a otro con el que haya tenido alguna rencilla, o que considere que hay alguna cuenta pendiente, a liarse a golpes. La cita puede ser en un coliseo o en la plaza principal del pueblo. Una vez en liza, y ante la mirada de curiosos espectadores, los rivales comienzan a repartirse patadas y puñetes. No está permitido sujetarse ni agarrarse. Gana quien logra que el oponente no se levante. Luego de la pelea, ambos se abrazan.

La siguiente historia transcurre en la misma región Cusco, en la localidad de Churubamba, distrito de Caicay, provincia de Paucartambo. En esa parte del Perú, a más de tres mil ochocientos metros de altura, las mujeres juegan al fútbol. Pero no lo hacen con indumentaria deportiva, sino vestidas con polleras y ojotas. Por la mañana se dedican a las actividades domésticas y a la chacra, y por la tarde juegan. Se preparan para un partido con sus rivales de Andahuaylillas, que eran superiores, e incluso contaban con un campo para entrenar. Sin embargo, las de Churubamba, con menos recursos, ganan el partido.

El tercer relato transcurre en el río Camisea, cerca de donde se encuentra la más grande reserva de gas del Perú, donde se explota este recurso y se mantiene un debate acerca de si solo se debe exportar o si se prioriza para el consumo nacional. En esa misma zona se encuentra la Reserva Territorial Kugapakori Nahua Nanti, donde sobreviven las etnias Matsiguenga, Nanti y Nashco Piro, pueblos no contactados que se mantienen a pesar de que casi no existen para el Estado. Una historia de contraste entre la abundancia del gas natural y la indiferencia del Perú «oficial».

Avilés viaja luego a la aldea de Carancas, cerca a la frontera peruana con Bolivia, donde ha caído un meteorito. Este evento de la naturaleza (o del espacio exterior) genera esperanza en las autoridades locales, que creen que esto sacará del ostracismo a este pueblo y comenzará a desarrollarse gracias al turismo que puede generar este hecho, como ha ocurrido en otras partes del mundo. De inmediato, se ponen en contacto con los habitantes y les explican los beneficios que puede traer a epez paichesta aldea, convenciéndolos de cuidar el cráter generado por el meteorito. Carancas solo se hace conocida por el meteorito, y sus sueños de progresos se desvanecen como aquella inicial bola de fuego en el cráter.

De la sierra, esa región donde la altura llega hasta más de cuatro mil metros de altura, Avilés descendió a la selva. Y llega a la zona denominada El Dorado, en la Reserva Nacional Pacaya Samiria, en la región Loreto, en la parte nororiental del Perú, creada con el objetivo de preservar la existencia del paiche, un pez de los ríos y lagunas de esa zona que mide hasta tres metros y pesa hasta doscientos cincuenta kilos. El paiche estuvo cerca de la extinción, debido a la depredación, pero milagrosamente comenzaron a multiplicarse, lo cual generó un nuevo auge (y demanda) del pez en cuestión. Allí, Avilés conoce a los Yacu Taytas, un grupo de hombres que vigilan que quienes pescan el paiche lo hagan en cantidades razonables, para que no se produzca un nuevo peligro de extinción.

La selva ocupa las tres quintas partes del territorio del Perú, pero a la vez tiene el diez por ciento de habitantes del país. Esta gran área está tan despoblada como llena de secretos por descubrir. Aquí la historia da un giro: ya no habla de la vida de los cholos, sino de un personaje que viaja constantemente a Iquitos, la ciudad más importante de la selva peruana, para encontrar novedades culinarias para sus restaurantes. Se trata del chef Pedro Miguel Schiaffino, quien viaja hasta doce veces al año al mercado de Belén, donde encuentra variedades de pescados que no encontraría jamás en las playas limeñas, y con los que nutre las ofertas culinarias en sus restaurantes.

La historia termina en Lima, esa ciudad de diez millones de habitantes que, según Avilés, no es un lugar para salir a pasear y conocer monumentos y edificios históricos sino para comer en buenos restaurantes, algo impensado hace tres décadas, cuando la violencia política asolaba gran parte del Perú. Según Avilés, la gastronomía peruana, basada en la producción de los hombres del ande y de la selva, es un motivo de orgullo para el país.

Aunque el autor es consciente que este boom se logró en beneficio de unos cuantos chefs, a costa de quienes trabajan y producen los alimentos con los que se preparan los platos que han hecho famosa la gastronomía peruana. Este fenómeno ha sido usado para promover «el orgullo de ser peruano», cuando la identidad nacional debe afirmarse en elementos como la historia, la cultura y la tradición, que van más allá de un rico plato de comida.

 

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