VALENCIA
Por Manuel Vicent
El subconsciente colectivo de Valencia está atravesado por aquel tranvía azul con jardinera que iba a la playa de la Malvarrosa. La Valencia de los años cincuenta del siglo pasado no se ha sumergido por completo todavía en la historia ni ha caído totalmente bajo la piqueta o el oleaje del plástico. Las calles, plazas, edificios, esquinas de aquella Valencia que aún siguen en pie, fueron en un tiempo mis lugares iniciáticos. Esos espacios constituyeron muchas veces la prolongación de sensaciones y sentimientos que conforman todavía mi memoria amarilla.
Mi colegio estaba en la calle Alboraia, que cada mañana se despertaba con un bullicio de herramientas menestrales, la sierra mecánica de un carpintero, el carro del paragüero, el soplete de un taller eléctrico donde un viejo con guardapolvo azul y gafas en la punta de la nariz arreglaba magnetos y baterías. Cuando iba a clase todos los días dejaba atrás la estatua de santo Tomás de Villanueva en lo alto del pretil, cruzaba el río por el puente de la Trinidad con los libros de texto bajo el brazo; me adentraba por la calle del Salvador y después de pasar el húmedo caserón del convento de Trinitarios llegaba a la esquina del museo del Almudí. Por una de sus ventanas enrejadas con gruesos barrotes solía asomarme para descubrir su misterio interior y alguna vez entraba a contemplar un enorme dinosaurio y otras momias del paleolítico que allí había. Un polvillo en suspensión doraba aquel recinto medieval y el olor a ceniza húmeda te calaba los huesos. Pese a todo, el dinosaurio del Almudí no era tan antiguo como algunos catedráticos de derecho que me encontraría en la facultad.
Desde el Almudí hasta la Universidad de la calle de la Nave podía seguir varios trayectos según la inspiración de mis propios zapatos. Unos días elegía la calle del Mar, de Lluís Vives, la plaza de los Patos y la calle Comedias por la esquina del Círculo de la Agricultura. Otros días llegaba por la calle de Avellanas hasta la plaza de la Almoina cuyo silencio a veces se llenaba con el canto de los canónigos y con el aroma de incienso y cera que salía por la puerta románica de la catedral. Ese vahído me acompañaba hasta la calle de la Paz donde solía relamerme contemplando las trufas de la pastelería La Rosa de Jericó. En la esquina de Iberia siempre estaba parado a esa hora un autobús a la espera de pasajeros que iban a Manises, a los que consideraba unos privilegiados. Entraba en la calle del poeta Querol a la sombra del hotel Inglés y del Palacio del Marqués de Dos Aguas hasta llegar a la plaza del Patriarca doblando por la curva del bar Chacalay.
Durante el camino me acompañaban voces, martillazos, chirridos de sierra, canciones de la radio, el estruendo que hacía el cierre de alguna tienda al levantarlo. Estos sonidos me eran muy familiares y se repetían dentro del hedor blando que emanaban las alcantarillas hasta formar una sola sustancia con alguna veta de olor a café torrefacto. Había varios estratos de olores desde la calle del Salvador hasta la facultad. Olía sucesivamente a tahona, a droguería, a moho en los muros del convento de Trinitarios, a carbonería, a vaho de medicamento que salía de una farmacia, a salazones, y a través de ellos me guiaba el destino. Pero los olores cambiaban de matiz a lo largo del año. Tenían variaciones muy sutiles hasta que todo se convertía en una amalgama podrida cuando llegaba el calor.
Durante el camino acostumbraba a tatarear entre dientes alguna canción, porque en aquel tiempo mi sueño imposible era ser vocalista. Mientras cantaba veía al panadero, al tendero de embutidos, al farmacéutico, a la chica de la droguería. Cambiaba de melodías, según la moda. Unas veces cantaba imitando a Renato Carossone, la donna rica, y Maruzzella o Diana de Paul Anka. Rodaba el tiempo por el puente de la Trinidad que era mi particular reloj de arena.
Me vienen ahora a la memoria los sonidos de aquel tiempo, las voces de los amigos, las caras nuevas de los compañeros en el claustro de la Facultad alrededor del pedestal de Lluís Vives, tan elegante con su boina de bronce renacentista. Aquellas canciones las llevo asociadas a temas de derecho, a la enfiteusis, a la filosofía jurídica neokantiana de Kelsen, al Soberano de Bodino. Con el viento sur las aulas de derecho y de filosofía olían un poco a cebolla. La huerta enviaba a la facultad la esencia de todos sus productos que se unía a los distintos saberes de la inteligencia.
Al terminar las clases desandaba el mismo camino y todas las sensaciones y sonidos se volvían a repetir hasta llegar a la calle Alboraia, pero algún jueves, a las doce del mediodía, de regreso, me acercaba a ver la ceremonia del Tribunal de las Aguas en la puerta de los Apóstoles de la catedral. Por la tarde estudiaba o leía. El flexo sobre el libro abierto. En los días claros el mistral traía hasta la habitación el chirrido de los raíles del tranvía de circunvalación y los pitidos de los trenes de la estación del puente de madera, un año detrás de otro año en aquella habitación que daba al campo de Vallejo, el griterío de las niñas del colegio de enfrente, el silbato del entrenador del Levante una vez más, y así siempre.
Ilustración: Daniel Barreto
El barrio del Carmen era entonces el espacio favorito para mi exploración. Allí había tiendas donde podías encontrar los objetos más surrealistas; en algunos tabucos había menestrales ejerciendo oficios que no se habían movido desde la Edad Media. Por sus callejones a un punto del derribo sonaban todavía las trompetillas de los buhoneros, los gritos de los vendedores ambulantes. Aún quedaban horchateros arrastrando el carrito con el toldo de colores y palleters que repartían pajuelas de azufre para el combustible. Cualquier producto casero era ofrecido desde la calle: el foguerer, que fabricaba hornillos en la acera misma, el cacauero, que vendía cacahuetes en cucuruchos de papel de estraza, el terrero con un pollino y capazos llenos de tierra para fregar. Cada uno de estos servicios iba acompañado de un alarido, pregón o cancioncilla particular que era reconocido por la clientela. Hondos perfumes salían de la profundidad de los comercios, el olor acre de las pañerías, el sabor a amoniaco de los urinarios públicos y el vaho fresco de las horchaterías.
En el barrio del Carmen había palacios deshabitados y caserones desvencijados que fueron sederías por donde vagaban las sombras de algunos personajes de la novela Arroz y Tartana, de Blasco Ibáñez. Las calles conservaban los nombres de los gremios. La de Caballeros tenía todavía la prestancia renacentista con patios y zaguanes empedrados por donde antiguamente entraban y salían las galeras de cuatro ruedas tiradas por caballerías.
Poco después comencé a realizar excursiones a la luz de la luna por el barrio del Carmen. Las sensaciones más fuertes que guardo de Valencia en los años cincuenta se derivan de aquellas correrías. Descubría los monos esculpidos en los capiteles de la Lonja; descifraba las escenas escatológicas de los arcos de la puerta gótica. El actual mercado central, con vidrieras y hierros modernistas, se levantó en 1918 sobre un zoco moruno y estaba coronado con la cotorra que desafiaba al águila de la veleta de la iglesia de los Santos Juanes. En mis paseos buscaba la casa de la calle Jabonería Nueva donde había nacido Blasco Ibáñez, me perdía por la Bolsería hasta llegar a la calle santo Tomás de Villanueva, santo limosnero en cuya esquina estaba la casa natal de Na Ramoneta d´Encarroç, la madrina de san Vicente Ferrer y yo era uno de esos que seguía con la imaginación al mocadoret, que este santo milagrero había lanzado al aire por todos las callejones del Barrio del Carmen hasta llegar a la casa donde vivía una familia desesperada que él salvó obrando un prodigio.
Antes del amanecer llegaban al mercado central los cargamentos de frutas y verduras de la huerta tirados muchas veces por carros con rocines. Desde la Malvarrosa y el Cabanyal subían las pescaderas con carromatos y el sol parecía salir sólo para alumbrar aquel emporio. Detrás del mercado central me adentraba en un laberinto de callejuelas, Maldonado, Carniceros, Torno del Hospital, Vinatea, Poeta Llombart y otros nombres míticos en el camino de la perdición.
Tardaría un tiempo todavía en visitar el barrio chino por la noche. Había una trama de callejuelas que olían a flor de alcantarilla antes de llegar hasta el corazón del laberinto rosa donde había chulos muy pálidos jugando a los dados con la cara rajada. El barrio chino de Valencia no sabía a pescado podrido ni a detritus de puerto sino a flujo de cebolla que llegaba junto con el viento sur. En las escaleras de yeso pringoso de los prostíbulos no se veían marineros ni navegantes sino labradores salidos pero solventes, faunos del regadío que hacían cola sujetándose la brida del propio caballo con la mano en el bolsillo. Todo tenía mucho candor entonces. Sobre tapetes de cretona raída los chulos echaban un parchís con una leona muy maternal hasta la madrugada y los clientes que por allí se movían eran huertanos que tal vez acababan de descargar el carro de verduras en el mercado. Cuando alguna vez me sorprendió el alba en el barrio chino también veía que unas valencianas muy limpias, ensortijadas, con el delantal almidonado ordenaban ya las frutas y hortalizas en los mostradores, y la carga erótica me parecía irresistible al ver a aquellas mujeres tan saludables acariciando los rábanos, pepinos, peras, lechugas, plátanos cuando el primer sol iluminaba los vitrales modernistas del mercado.