Se subió al escenario con una túnica blanca e hizo escuchar un pasaje de su premiada Chamamé. Su decir era entre leído y rapeado. “Enseguida me cautivó su forma de comunicarse, y pasado un rato, noté que lo cautivante también era su texto. En ese momento pensé: ‘En poco tiempo este pibe va a ser conocido’, porque su potente literatura (sumada a su personalidad) tenía que terminar de imponerse”, cuenta Claudia Piñeiro, quien conoció a Leonardo Oyola durante la denominada “Noche de policiales”, organizada por el Grupo Alejandría.
Nacido en La Matanza, pleno conurbano bonaerense, hijo de padre tucumano y madre paraguaya, Leonardo Oyola creció escuchando historias de criaturas extrañas, lúgubres como el Pombero o el Kurupi, “figuras que me daban mucho miedo cuando era borrego”, confirma el escritor. Hasta que a los 9 años, y casi por casualidad, fue testigo de un homicidio a sangre fría. “Vi a un tipo dispararle a otro y ahí dije: ‘Me cago en el Pombero, lo que me da terror es un tipo con un chumbo’. Lo que no quita que si aparece una criatura le pida perdón por ser escéptico”.
El primer acercamiento con la literatura fue consecuencia de llevarse esa materia a marzo. Con la obligación de tener que aprobarla, se adentró en un mundo del que se sintió cómodo, feliz. De los tres capítulos de Crónicas marcianas que debía leer para rendir, este joven Oyola terminó por devorarse todo el libro y exponerle una comparación entre la obra de Ray Bradbury y el barrio donde vivía, Los Pinos, en Isidro Casanova. Descubrió un mundo nuevo, aunque lejos de las peripecias que sus hormonas precisaban: “Cuando sos adolescente no garpa hacerte el lindo con crónicas marcianas”, recuerda.
Estudió comunicación y, para costearse los estudios, deambuló por trabajos ocasionales como administrativo en una escuela, profesor de computación, albañil, entre otros. “Iba detrás del mango, no me jugaba hacia lo que había estudiado. Es un tema… Te independizás, tenés que llegar a fin de mes, hacer esto, lo otro, todo. Y, en esas cosas, también dejás tu felicidad”. Eran tiempos difíciles y, para colmo, nació su hijo Ramón.
Mientras hacía malabares para llegar a fin de mes en un país sumergido en la crisis, post 2001, un amigo lo llevó a una librería de la capital a escuchar a “un viejo medio loco” que contaba cuentos de terror: ese viejo se transformó en su mentor, Alberto Laiseca. “Alberto fue mi maestro y si a él no le molestara el término diría que fue hasta mi papá. Es tan buen maestro que te muestra hasta lo que no tenés que hacer. Es una persona extraordinaria poniendo su saber y su experiencia de vida en esto, todo el tiempo”. De ese taller surgió Siete y el Tigre harapiento, su primera novela. Leonardo, con 29 años, tomó una decisión: “Yo quiero este tipo de vida”.
Tatuando el futuro
A sus 30 años seguía dándole vueltas. La historia no encajaba, pensaba mientras escribía en el ciber al mismo tiempo que escuchaba música de YouTube por los auriculares. Leonardo estaba separado, deprimido, dándole vueltas a una vida sin encontrar la salida cuando visitó al muchacho que le había tatuado el nombre de su hijo. Oyola le confesó que venía mal y que, entre tantas cosas, lo que verdaderamente lo estaba matando era que no podía avanzar era con una novela.
—¿Cómo se llama la novela?–, preguntó el tatuador mientras acomodaba la aguja en la máquina.
—Chamamé.
—Te voy a pinchar “chamamé” bien grande en el pecho. Porque alguna vez vas a volver a estar con otra mujer. Y vos pensá que va a ser un bajón cuando después del acto en cuestión, ella te pregunté por qué te tatuaste chamamé y vos le digas por una novela que estaba escribiendo y jamás pude terminar.
La acción desencadenó el efecto tan ansiado. Seis meses después le puso el punto final. “La laburé mucho en el ciber. Y la terminé de escribir en lo de Selva Almada (porque se iba de vacaciones y me prestaron la casa)”.
Al año siguiente obtuvo el premio Dashiell Hammett, en la semana negra de Gijón, y a partir de allí, su consagración. “Fue una reafirmación de lo que pasó en el 2008. Toda la suerte que me fue esquiva, me vino ese año. Un año y medio atrás estaba en la mala. De todas las novelas que escribí, la que está llena de jerga es Chamamé. Y traducirla al francés fueron cuatro días de explicarle al traductor qué significa cada palabra».
La rueda del éxito seguía girando, ese mismo año publicó Hacé que la noche venga. Una obra que lo consagró por su estilo narrativo particular. El creador de Buenos Aires Negra (BAN), Ernesto Mallo, explicó que se trata de “una novela que puede tener tantas lecturas como lectores, y en mi caso, leí esta obra como una historia del desamparado, de la gente que vive en la calle. Un desamparo que nos deja en la oscuridad, que tememos desde la época en que los predadores salían a cazar hombres”. Incluso, Claudia Piñeiro elogió la marca coloquial de sus diálogos: “Le da un enorme vigor narrativo, y una música que le da mucho ritmo. Su obra no da respiro”. Sin embargo, Leonardo elude los elogios: “Escribo como se habla, con la voz de la calle”.
Luego siguieron Gólgota, Bolonqui y, en 2011, Kryptonita. Con esta última y bajo la dirección de Nicanor Loreti, logró llevarla a la pantalla grande y, poco después, transformarla en una serie de ocho capítulos. Juan Palomino, protagonista de la película, explicó la diferencia de miradas: “Oyola tiene la particularidad, la astucia, la sagacidad y la melancolía de interpretar estos personajes desde una realidad que difiere mucho a los países del norte”. El “Universo Kryptonita” no solo terminó de popularizarlo, además le permitió coquetear con la vida de DJ.
A pesar del éxito y de la alegría por su reciente publicación, Ultratumba, Leonardo necesitó hacer libros para chicos. Porque según sus propias palabras, “es la forma que yo tengo para decirle a mi nene que no pude ser un padre tradicional, que no pude quedarme con su mamá y que no pude quedarme todas las noches con él”.