El valle de los cautivos

Las gafas de la memoria

  Sobre El valle de los Cautivos (Teatro)
Por Andrea Caprarulo

 “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”,
Milan Kundera.

“Eliminar la impunidad sobre el pasado ayudará a eliminar la incertidumbre sobre el futuro”,
Martín Balza, ex jefe del Ejército Argentino.

El valle de los cautivos

Un par de gafas. Un simple y pequeño par de gafas. Unas gafas que se ponen y se quitan. Pasan de un rostro a otro como seña de identidad, como máscara. Unas gafas que no se rompen pese a los años y las guerras. Que se quitan para dar lugar al horror. Que se ponen para abrir paso a la verdad.

Las gafas son de Saturio, un maestro republicano encerrado en la prisión de Cuelgamuros durante ocho años y un día; un maestro que paga por enseñar.

Esas gafas, las de Saturio, me hicieron llorar. Y no es que sea una llorona yo, al menos no recuerdo haber soltado lágrimas frente a una película, una obra de teatro o un libro desde los años ‘90: culpa de la escena de la muerte de Meryl Streep –la abuela- en La casa de los espíritus, a razón de que mi propia abuela se había ido de este mundo meses antes y casi sin despedirse. Tan lineal era mi inconsciente entonces. O mi pena.

Esta vez el llanto no vino de forma lineal ni próxima. Sí de forma abrupta, inesperada, a borbotones, incontrolable. Por unas gafas. En una tarde de verano en Madrid, en la escena final de El valle de los cautivos, obra dirigida por Francisco Vidal en el Teatro del Barrio. Tras una hora y pico de teatro sin estridencias, sin escenografías, a pura palabra. El llanto, las gafas.

La pequeña e íntima sala llena, nosotras en tercera fila. Penúltima función. Desde mi lugar veo cómo los actores brotan de las butacas de la primera fila. Apenas mobiliario (una silla, poco más). Un telón de fondo hace de mutis. Juego a adivinar próximos pasos, a ver qué hace el personaje que se sienta al lado de un espectador. A descubrir el vestuario debajo del vestido de una actriz que hace doble papel.

De a ratos entro en los diálogos -¿son diálogos o más bien disertaciones?, personajes que están ahí para pronunciar esas palabras, para nombrarlas aunque nadie las escuche-. Me dejo llevar por actuaciones intensas, físicas, y vuelvo a salir para intentar deconstruir el engranaje.

De a ratos, entro en la historia.

Saturio y Lázaro son presos del franquismo. Uno por enseñar, el otro por estraperlo. Gafas que se ponen y se quitan para tejer una amistad entre muros. Uno de ellos muere, desaparece. El otro vive una vida prestada y no sobrevive al silencio. No puede nombrar el horror sino hasta después de la muerte. Rosa no quiere saber qué pasó con su padre, dónde está su cuerpo. Segunda necesita poner palabras al dolor de su marido, palabras que la ayuden a entender. Javier, periodista y nieto de uno de ellos, intenta reconstruir la historia de los trabajos forzados en Cuelgamuros sin mayor interés, hasta que empieza a entender quién es quién. Hasta que puede ver a través de las gafas de Saturio.

Antígona necesita enterrar a sus muertos. Se escucha en el escenario.  Hay que dejar descansar a los muertos. Alguien responde. Nuestros muertos no descansan, se revuelven en sus tumbas.

No me sirve de mucho salir y deconstruir. El texto perturba, pero inquieta aún más lo que el texto no dice.

el valle de los cautivos

De mitos y realidades

La historia que Pedro Martín Cedillo (Galapagar, Madrid, 1978) escribió en El Valle de los Cautivos es la historia de su abuelo, preso político por su ideología republicana. O pretende serlo. O empezó siéndolo y luego fue otra cosa. Poco importa si el abuelo de Cedillo (Javier sobre las tablas) vivió, sufrió y recordó todas y cada una de esas escenas que vivió, sufrió y recordó Saturio (o Lázaro, tal vez) entre el Cuelgamuros franquista, la España profunda y el México del exilio que retrata la obra.

Cedillo se inspira en el Segismundo de Calderón, en su pedido de explicación a la vida a través de la palabra, y recurre a los mitos para crear sus personajes: Ulises, Prometeo, Antígona, Penélope, el Cíclope, Edipo se dan cita más o menos literalmente en la obra. Pero también se vale de los testimonios de quienes sí se animaron a hablar del horror.

“Cada palabra de El Valle de los cautivos tiene una historia detrás: las violaciones que sufrían las presas republicanas las cuento a través de Saturio, las frases del carcelero son contadas por presos de los nazis que amenazaban con matarlos otro día -como hacía Cíclope con Ulises-, el exilio de Segunda es el exilio de tantos y, finalmente, el silencio…”, me explica Cedillo acerca de su proceso de documentación para escribir la obra.

El silencio como refugio. El silencio frente al miedo. El silencio como frágil trampolín al futuro.

¿Qué cimiento se puede construir sobre el silencio? Una vida de mentira que termina en una bañera con las venas rotas, me dice Cedillo. Casi cuarenta años de democracia, me contestan airados algunos libros y artículos sobre la Transición española y modélica.

Pienso también en los treinta y tres años de democracia en mi país, Argentina, tras la dictadura cívico-militar, las desapariciones, la guerra. En las palabras nombradas, los hechos juzgados y el silencio interpuesto.

Pienso en los muertos que quieren descansar y no descansan a uno y otro lado del Atlántico. 

El valle de los cautivos

Fuente: hoyesarte.com

La generación del silencio

La primera diferencia entre la democracia post Franco y la democracia post VidelaViolaGaltieriBignone salta a la vista: la duración (y la época) de ambos gobiernos autoritarios (además del profundo personalismo del caudillo español que no admite relevo). Treinta y nueve años (de 1936 a 1975) en la península ibérica contra siete (de 1976 a 1983) en el Cono Sur.

Franco se traga una generación –más de 113 mil desaparecidos, cerca de la mitad fusilados en los primeros tres años- y anula otra –muchos de los jóvenes de la década del ’50 que se sienten “ajenos a la Guerra Civil” y no quieren hablar o escuchar de ella-.

El Proceso devora en Argentina  a 9 mil personas en los primeros dos años, la mayoría obreros y estudiantes, según constató la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), mientras los organismos de derechos humanos hablan de unos 30 mil desaparecidos y 500 criaturas apropiadas en total.

Con Franco, España atraviesa la Segunda Guerra Mundial y hasta los nazis le sugieren que afloje con los fusilamientos. Con Videla ganamos el mundial de fútbol del ’78 y con Galtieri perdimos otra vez las Malvinas.

En la España de Franco, explican Walther Bernecker y Sören Brinkmann en Memorias Divididas (Abada, 2009), se cambian nombres de calles para legitimar el régimen y liquidar el recuerdo de la parte contraria, se inscriben muros y valles con los nombres de los caídos “por Dios y por la Patria” que aún en el siglo XXI pueden visitarse. En la España de Franco, se prohíbe el luto a los familiares del fusilado para no expresar de forma pública el recuerdo por el difunto.

Antígona no puede enterrar a sus muertos.

“En la España de Franco no se fusila a nadie, aquí el que falta es que ha desaparecido”, grita el teniente coronel Martínez Oyaga a una madre y lo cita en Sin Piedad, Fernando Mikelarena (Ed. Pamiela, 2015).

En la Argentina de la dictadura, Videla lo deja aún más claro, si se puede: “es una incógnita el desaparecido, no tiene entidad. No está ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Lo dijo en conferencia de prensa en 1979, pregunta y respuesta anuladas de las emisiones de radio y televisión de entonces, recuperadas años después para beneplácito del Juicio a las Juntas Militares y del sr. Youtube.

Antígona no sabe dónde están sus muertos. Primera semejanza.

Durante los casi cuarenta años de Franco, España calla. Algunas voces denuncian desde el exilio, algunas madres preguntan por sus hijos en Azagra (Navarra), pero familiares y vecinos de todo el país deciden refugiarse en el silencio, ponerse la máscara.

En España, la memoria se salta una generación.

En Argentina, las madres y abuelas salen a pedir por sus hijos y nietos desde el minuto cero, sin importar que la Plaza de Mayo esté flanqueada por soldados de la obediencia debida que las miran, las fichan, las quisieran silenciar, sin importar que una parte de la sociedad murmure “por algo será”. Segunda diferencia.

Olvido como garante

Muerto el caudillo, España sigue callando. Bernecker narra que en las últimas décadas del franquismo se rebautiza la guerra civil como guerra fraticida, guerra de locos o tragedia nacional, para repartir culpas y licuar así el concepto de terrorismo de Estado.

Algunos hablan de pacto de silencio y olvido entre derecha e izquierda para construir un futuro en común. “La transición fue un auténtico trágala disfrazado luego de milagroso instrumento de convivencia”, escribe Miguel Sánchez Ostiz en La sombra del escarmiento (Ed. Pamiela, 2014). 

Para otros fue más un pacto de amnistía, de perdón: “Saturados de memoria de la guerra hemos andado, no vacíos de su recuerdo”, escribía el sacerdote y profesor de sociología Santos Juliá en 1996 en una de sus columnas en el periódico El País.

La retórica de la reconciliación y la ley de Amnistía de 1977, aún vigente, como su garante.

Rosa no quiere hablar. No quiere saber dónde está el cuerpo de su padre. Prefiere dejar descansar a los muertos.

En la Argentina de 1983, el presidente Raúl Alfonsín encarga al escritor Ernesto Sabato un trabajo de investigación sobre las desapariciones. Un informe de 50 mil páginas documentales que recomponía “un tenebroso rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado deliberadamente todos los rastros”, se lee en su prólogo.

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Fuente: unidiversidad.com.ar

Retrocedo y recuerdo: en Argentina, siete años. En España, más de cuarenta. Todos los rastros.

Dos años después, en el Juicio a las Juntas que vi desde la tele del comedor de casa, el fiscal Julio César Strassera cita el séptimo círculo del infierno de Dante y cierra su alegato con esa frase que ya pertenece a todo el pueblo argentino: “señores jueces, nunca más”.

Palabras para devolver la integridad a un pueblo. Palabras escritas y escuchadas. Aplaudidas. Firmadas y selladas.

Palabras que al año siguiente empiezan a borronearse con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que firma el propio Alfonsín. Y que terminan por deshacerse entre 1989 y 1990 con el indulto a unos 300 militares y civiles que firma su sucesor, Carlos Menem.

Una suerte de amnistía (en griego, olvido), que venía a borrar aquel aplauso. Un olvido entonces “indispensable para proteger los derechos humanos para el futuro”, según dijo Alfonsín años después. Un llamado a silencio como garante, que muchos vivimos como retroceso. Segunda semejanza.

A partir de 2003, bajo la presidencia de Néstor Kirchner, se derogan las llamadas Leyes del perdón por inconstitucionales y vuelven los procesamientos y condenas. Ese año, en buena hora, Argentina suscribe a la Convención de la ONU sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad de 1968. España aún no lo hizo.

En Argentina hasta hoy, con avances y contramarchas, el Estado se involucra en la reparación a las víctimas. Se recuperaron 119 hijos y nietos secuestrados o nacidos en cautiverio. La Justicia procesó a más de mil militares por violaciones a los derechos humanos, se dictaron más de 500 sentencias. Se resignificaron ex centros de detención como lugares de memoria y de arte.

Y, desde las instituciones, se abren nuevas vías de reparación. Como la que plantea el periodista y presdiente del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) Horacio Verbitsky en Cuentas pendientes, un libro editado en 2013 que promueve la investigación de los cómplices económicos de la dictadura: “los juicios a las juntas significaron la compra de un seguro de vida contra golpes militares para la democracia, ahora falta el seguro de vida contra la desestabilización del poder económico” –dice Verbitsky. En España de eso no se habla… tampoco.

En España hay una ley de Memoria Histórica desde 2007 que, a ojos de expertos y de gente de a pie, resulta insuficiente y se cumple por espasmos. Así es el cambio de nombres de calles en Madrid propuesto a fines de 2015 y aprobado por todo el Parlamento, a excepción del Partido Popular y Ciudadanos. Mientras siguen sin anularse las sentencias militares franquistas y el Valle de los Caídos rinde tributo al dictador.

Según la ONU, la España de hoy es el segundo país del mundo con más fosas comunes sin abrir. El primero es Camboya. “No se estableció nunca una política de Estado en materia de verdad, no existe información oficial, ni mecanismos de esclarecimiento de la verdad”, señala el informe de un relator especial de Naciones Unidas a mediados de 2014. Segunda diferencia.

Ni siquiera sé dónde ha ido a parar tu cuerpo. Llora Lázaro. 

El valle de los cautivos

 La(s) memoria(s)

Vuelvo al texto de la obra y pienso que la principal diferencia está en las gafas de Saturio. En la intención de unos para ponerlas y de otros para quitarlas.

Y me pregunto qué es memoria en este cuento. Por qué tiene que haber tantas definiciones de memoria histórica como intenciones hay de sostenerla u ocultarla. Será porque no está entre las acepciones de la RAE, que mejor se ocupa de quitar acentos y admitir papichulos.

Santos Juliá, también en El País, habla de la memoria histórica como de una “metáfora para designar un relato sobre el pasado, construido sobre la voluntad de honrar a una persona”. Sirva esto para nombrar calles, repartir huesos o poner flores sobre tumbas, supongo.

En la vereda de enfrente se planta Francisco Espinosa Maestre, historiador sevillano y miembro del grupo de expertos en búsqueda de fosas comunes, que señala que la memoria histórica es “el recuerdo de la historia que cada uno ha vivido o conoce de primera mano”. Y ese recuerdo ayuda a escribir una historia al servicio de la sociedad.

Del otro lado del Atlántico, el psicoanalista Jorge Jinkis, autor de Violencias de la memoria (Edhasa, 2012), dice que “si lo que importa es la verdad del pasado, se vuelve evidente la jerarquía que adquiere la memoria como modo de reintegración y subjetivación de nuestra historia. Sin esa apropiación, que incluye hasta lo que más nos avergüenza, el pasado retorna como síntoma y amenaza”.

En la última escena de la obra, Saturio (o Lázaro) vuelve a ponerse las gafas. Aunque lo que quede a la vista avergüence hasta el llanto. Las gafas que dejan ver la verdad sin amenazas. Que abren la puerta a la memoria y la justicia. Ahí está, quizás, la diferencia.

 

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