“La soledad podría ser un principio, un punto de partida, una patria, un refugio una guarida, el propio cuerpo…”
Carlos Skliar
Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960) intenta en Escribir, tan solos (Mármara Ediciones, 2017) edificar la biblioteca de la soledad. Y digo intenta porque él mismo reconoce al final del libro que la gesta continúa inacabada. “La soledad es una biblioteca siempre incompleta”, dice, no como fallo, sino como condición para seguir leyendo, para seguir escribiendo. Para seguir existiendo, en ese mar de gerundios, ese “presente como único tiempo posible”, que son seña particular del escritor e investigador argentino.
Pienso en el camino que recorrió Skliar para llegar a reunir a cuarenta escritores y escritoras y muchas más lecturas en 300 páginas que hablan, hurgan, discurren sobre distintos estadios de la literaria soledad. En ese sendero descubro autores y obras. Reconozco los detalles de otras que he tenido en mis manos. Recuerdo y reviso mis propias lecturas. Y apunto en la libreta unas cuantas que todavía no llegué a visitar. Me queda mucha tarea como lectora.
Pienso en el camino que recorrió Skliar y me pregunto cómo logró articular nombres a priori tan distantes -en el tiempo, en la geografía, en el punto de vista- como Stanislav Lem y Marguerite Yourcenar, mientras me embriago cuando leo el capítulo en el que entrelaza la voz del desasosiego de Pessoa con el asco, el gesto, el “no escribiré más”, de Pavese. Un dúo con armonía propia.
Pienso en el camino y vuelvo a recorrer otros textos de Skliar. Lo dicho, lo escrito, lo ignorado (2011). No tienen prisa las palabras (2012). Hablar con desconocidos (2014). Desobedecer el lenguaje (2015). Y todo parece confluir. Escribir, tan solos se encarna como epítome (aunque no definitivo) de los pensamientos, reflexiones, inferencias, ideas e impresiones que el escritor lleva construyendo y compartiendo desde hace tantos años. La escritura como su “propia memoria amplificada”.
La construcción de la soledad
Skliar me dice que no montó el libro en base a una idea. Fue la soledad, “las múltiples figuras de la literaria soledad”, quien se fue haciendo presente durante cuatro años de lectura y escritura. Se había propuesto la rutina de acabar un libro y escribir inmediatamente sobre él, como reflejo, como aprendió de Peter Handke en sus Historias del lápiz o El peso del mundo. Publicó algunos de esos textos en revistas, en libros previos. Y hubo un momento en el que “el propio volumen de lo escrito me indicó que allí había algo, algo como la repetición de la soledad”.
La repetición de una soledad cada vez semejante, cada vez distinta. La soledad del escritor (de Marguerite Duras que declara que “escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido”); la soledad del lector (del propio Skliar, que se pregunta qué pasa con nosotros cuando leemos, o la de David Markson en su libro homónimo de citas y apuntes de lecturas); la soledad del personaje (del Michael K. de la novela de John Coetzee, que corre para alejarse, para olvidarse, para escapar de sí mismo); la soledad del suicida (los versos de Alejandra Pizarnik, que tiemblan, que piden ayuda, que sienten náuseas, que saben cuál ha de ser su final). La lista se ensancha, la soledad se escabulle.
La soledad de la creación (del trabajo solitario de quien piensa una obra) opuesta a -o separada de- la soledad del vacío (del grito al óleo de Edward Munch “que expresa la inaudible experiencia de la soledad, la angustia o el dolor”). “La soledad como vacío, como carencia, incluso como enfermedad, está presente en la mayoría de los relatos de la gente y soy muy sensible a ella”, me dice.
Escribir, tan solos, entonces, tomó forma después de esos cuatro años de escritura, más seis meses de reescritura. En una tarea más de lector que de escritor, Skliar convoca en cada capítulo a dos, tres y hasta cinco poetas, novelistas, ensayistas y los empareja “por intuición de parentesco de ciertas imágenes de soledad”, explica en sus notas de autor.
Como lectores ante el índice del libro, nos enfrentamos a la tentación de saltar de capítulo en capítulo según nos invoquen las autorías. Así, me tienta ir al capítulo tres, que relaciona a Leyshon/Lispector/Duras simplemente porque amo los cuentos de Clarice, o saltar al capítulo seis con Cortázar/Bolaño/Pamuk, por curiosear el enlace descubierto entre el compatriota, el chileno y el escritor turco. Sin embargo, no cedo. Empiezo en las notas de autor y termino en sus Imprecisiones finales, como lectora obediente. Esa lectura lineal de los catorce breves ensayos genera una impresión de acumulación, de in crescendo, en la búsqueda de la anatomía de la soledad.
La palabra soledad muta, se transforma, cambia de escena, de protagonista (el escritor, el lector, el personaje, el mundo); en capítulos, párrafos y frases de una contundencia que no deja lugar al respiro; con un sentido -hacia los lados, pero también hacia delante-, hacia una definición que nunca llega. “La tensión crece, sí, porque la palabra soledad rehúye de las definiciones y no se deja atrapar -reconoce Skliar-. A cada autor, a cada personaje, a cada libro, surgen nuevas fisonomías y anatomías de la soledad que no permiten fijarlas en un concepto rígido y definitivo”.
La soledad odiosa. La soledad inoportuna. La bella soledad. “La cuestión es que he intentado, si así puede decirse, volver a la idea de soledad y de lo solitario como virtud, en tiempos en que tienen mala prensa y se busca por todos los medios abandonar la soledad en busca de la conexión -me explica Skliar-. Me pregunto si es posible hablar de una soledad alegre, es decir, de una soledad soberana”.
El recorrido de una definición
En su diccionario de educación, filosofía y literatura, Lo dicho, lo escrito, lo ignorado (2011), todavía no aparece la palabra “soledad”. Bajo la letra S, en cambio, Skliar define el silencio. Un silencio que, a partir de la lectura de Escribir, tan solos, podría ser sinónimo de soledad: “es por lo menos injusto que se relacione siempre al silencio con los abismos, con las tristezas, con las pérdidas, con el olvido, con la intemperie, con la desolación. No estaría nada mal pensar el silencio más bien en lo que tiene de calma; (…) si se sintiera al silencio como un aliado de la mirada”.
Skliar defendía entonces el silencio como defiende ahora la soledad. Le pone palabras al “silencio de la lectura”, como presagiando este nuevo libro sobre la literaria soledad. Un presagio que empieza a tomar forma en Desobedecer el lenguaje (2015), donde esboza algún intento de definición que luego recupera en este último libro: “la experiencia de la soledad es la experiencia de aquello que no se podrá nunca y aún insiste; de sabernos precarios, provisorios todo el tiempo, frágiles en cada sitio”.
Las lecturas, las referencias, los escenarios, los apuntes de Escribir, tan solos, parecen incontables, incalculables. Entre los autores emparentados, aparecen otras voces. Otras lecturas. Otras soledades. Skliar reflexiona sobre Los miserables de Víctor Hugo, cita a Borges y a Chantal Maillard, declama a Emily Dickinson. Dibuja con afilada precisión el porqué de la escritura de aquellos que han ido poblando sus solitarios momentos de lectura.
Algo que ya hacía en Desobedecer el lenguaje: “se está escribiendo porque se quiere defender la soledad en la que se está (por ejemplo, Zambrano, Duras), porque de otro modo el mundo sería lo que es: insoportable (Pamuk); porque es la única invención que sirve para distraernos de la muerte (Elytis); para que el agua envenenada pueda beberse (Maillard); para intentar reparar una desgarradura (Pizarnik); (…) para saber escribir, porque nunca se sabe escribir (Banville, Neuman)”… y la lista sigue.
Skliar, él mismo, está escribiendo para abrazar la soledad, para habitarla. Y, en ese sentido, vuelve, siempre vuelve a Hélène Cixous en La llegada a la escritura: ““Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido, para no dejarse sorprender jamás por el abismo. Para no resignarse ni consolarse nunca, para no volverse nunca hacia la pared en la cama y dormirse como si nada hubiera pasado; nada podía pasar”.
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