Por Dolores Caviglia
Leónidas Lamborghini no tenía quién lo leyese.
A los 28 años, después de desafiar a un padre que lo quería como sucesor en la fábrica textil y familiar, de abandonar la carrera de Agronomía, de aprender a escribir gracias a las obras de James Joyce, T. S. Eliot, Lewis Carroll, Dante Alighieri, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Garcilaso de la Vega, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, José Hernández y Enrique Santos Discépolo, publicó su primer libro: El saboteador arrepentido. Pero los lectores de aquel entonces no lo entendieron y la crítica no lo ayudó; de hecho, varios recomendaban no gastar la plata en uno de sus libros.
Nació el 10 de enero de 1927 en Villa del Parque. Era hijo de un escritor frustrado y hermano de uno más consagrado: Osvaldo. Escribió a escondidas, en una pequeña libreta, mientras trabajaba con encargado de telares, los versos más extraños. Fue militante peronista con la misma tenacidad con la que arrancó a hacer periodismo en 1955 para el diario “Crítica”. Fue guionista de un programa radial, redactor publicitario y secretario de Cultura de la provincia de Buenos Aires cuando Cámpora estaba en el poder. Tuvo dos hijas.
Se cansó de decir que hay que sacarse los prejuicios de encima y abrir la cabeza a todo. Se cansó de decirlo y de mostrarlo con sus poemas. Leónidas no aceptó las reglas del juego que marcaban el ritmo por esos años y quiso jugar con las suyas. Pervirtió los géneros: se metió con la gauchesca, con lo nacional, con el tango pero también con lo clásico. Abrió una bolsa en la que metió lo popular, lo culto, lo serio, lo cómico, la cerró, mezcló y de allí salieron libros de poemas como Al público, Las patas en las fuentes, La estatua de la libertad, Coplas del Che, Llamado desde Vietnam, El solicitante descolocado, Partitas, Circus, Odiseo confinado, Las Reescrituras, Perón en Caracas, El jardín de los poetas, Carroña última forma. También escribió novelas (Un amor como pocos, La experiencia de la vida, Trento) y ensayos (El poder de la parodia, El gauchesco como arte bufo, entre otros).
Exprimió el sentido de cada palabra hasta la asfixia. Así lo multiplicó. Dislocó la sintaxis, hizo que el verso se revelara e intentó que cada poema llegase al estadio del Big Bang. Escribió sin importar la ortografía en mayúscula y en minúscula, puso puntos cuando no debía, cortó los versos por donde quería para hablar sobre la pobreza, la justicia social, los obreros, la explotación, la revolución. Por eso balbuceó:
“libre de la complicidad
con ‘lo poético’
asome
tu duro estallido
de palabras
golpeando
rompe el mito
de que has nacido antes que nada
para expresar ‘lo bello’
para decir ante todo
‘bellamente’
¡Comienza a abandonar esos prejuicios!
¡COMPRENDE QUE ES IMPORTANTE
QUE TE TEMAN!”
Hasta reescribió textos como La razón de mi vida, al que llamó Eva Perón en la hoguera:
“porque conozco: las tragedias. los pobres. hombres y mujeres:
en voz baja. las víctimas. los explotadores. les han hecho: el dolor
por eso:
la justicia inexorablemente. la justicia qué: cueste lo que cueste
qué: caiga quien caiga. porque yo.
(…)
la razón de mi vida es. la razón de mi muerte es: la Causa es.
ya: hasta el fin. mi misión: dar.
mi camino: dar. darse. veo. la vida de mí.
mi horizonte: dar. darse.
Ya: lo que quise, mi palabra
está”.
Y se rió. Todo lo hizo con tono paródico, para desnudar la teoría de la perfección, para a partir de la risa llegar a la verdad primera, para encontrar una nueva forma, una nueva vida, liberada, caótica, sincera, poco pretenciosa. Para que la palabra dijera como si siempre fuese por primera vez, y para que a partir de ella creara de la nada lo dicho. Para que el lector tuviera espacio, para hacer su parte.
Le salió caro. Pero Leónidas insistió con la firmeza del que escribe porque está escrito.
En una carta, Leopoldo Marechal le dijo: “Mi estimado amigo Lamborghini: he leído con mucha atención su libro Las patas en las fuentes. ¡Qué lírico extraño es usted! Mientras otros poetas exteriorizan las mil y una emociones de su alma en soledad y ensimismamiento, usted lo hace en relación con los otros hombres que comparten este mundo; y traduce esa solidaridad con poesía, con humor, con ‘tremendismo’, pero sin inútiles amarguras y sin ese ‘llorar la carta’ que a nada conduce y que sólo sirve, en otros, para eludir el combate. El suyo, amigo, es uno de los caminos que todavía pueden liberar a la poesía de sus llantos esterilizados”.
Tuvieron que pasar casi 50 años, un exilio de más una década a México (del 77 al 90) y decenas de comentarios de que mancillaba la poesía para que su literatura fuese puesta en el lugar que merecía. En 1993, a tres años de su regreso a la Argentina, Ricardo Piglia se sinceró: “Todos admiramos a Leónidas Lamborghini y todos lo hemos copiado. Leónidas definió una exigencia en relación con la lengua que es única en nuestra literatura: construyó un laboratorio arltiano para trabajar con la sintaxis, el fraseo y la música verbal de estas provincias”.
Leónidas murió el 13 de noviembre del 2009 junto con la añoranza de aquella época en la que estaba al margen. Poco tiempo antes, ganó los premios “Leopoldo Marechal”, “Boris Vian”, “Arturo Jauretche” y recibió el Diploma al Mérito Konex en Poesía.
Ver EL TAPADO anterior: ‘Néstor Perlongher, el escritor marica’.