SANTIAGO DE CHILE
Por Alejandro Zambra
El escritor chileno Alejandro Zambra nos regala su visión de la ciudad que lo vio crecer, esa que “es muchas ciudades a la vez y en ocasiones parece triste, meticulosamente diseñada para que la gente no se encuentre”. Por esas calles también hace caminar a Roberto Merino, cronista infatigable de la capital trasandina, quien confiesa que habitualmente se detiene frente al restorán Dominó a observar cómo la gente come hot dogs.
Foto: Alexandra Edwards
“La ciudad te seguirá”, dice el poema más conocido de Kavafis, y es difícil no estar de acuerdo, sobre todo si hemos pasado la vida caminando y mirando las mismas calles. A mí me gusta Santiago, a veces pienso que no podría vivir en ningún otro lugar, pero como la mayoría de sus habitantes admito que no es una ciudad hermosa, al menos no una cuya belleza sea evidente. Por eso nos cuesta mostrarla: nos cuesta decidir dónde llevar a los amigos que deciden pasar unos días en Santiago.
Cuando algún visitante dice que le ha gustado, los santiaguinos le preguntamos de inmediato, un poco extrañados, incluso un poco alarmados, por qué. Hace unos días un amigo extranjero –holandés, es decir viajero por antonomasia–,me dio esta respuesta graciosa y sensata: me gusta Santiago porque queda cerca de Valparaíso. Y claro, Chile está lleno de lugares hermosos, es un poco absurdo gastar dos o tres días de vacaciones en una ciudad que tampoco es especialmente divertida, aunque en este punto todo sea tan relativo: al menos yo nunca me he aburrido en Santiago, me parece que hay demasiados lugares donde se pasa bien, pero a veces pienso que lo pasaría bien en cualquier parte.
Santiago es muchas ciudades a la vez. Y en ocasiones parece triste, meticulosamente diseñada para que la gente no se encuentre. Cuando pienso en Santiago pienso en especial en el centro de la ciudad, donde todo se mezcla, donde todos –lo quieran o no- se encuentran. Cuando, a los once años, empecé a viajar diariamente al colegio (vivía en las afueras, a una hora y media del centro) me enamoré de ese paisaje sucio, interesante, numeroso, peligroso, impersonal, caótico, donde todo sucedía, donde nadie pertenecía. Entraba a clases a las dos de la tarde pero salía de casa muy temprano para poder vagar libremente por esas calles nuevas, cuyos nombres solo conocía porque aparecían en la versión local del Monopoly.
Me imagino perfectamente a Roberto Merino haciendo esas mismas caminatas diez años, quince años antes que yo: caminando con avidez pero también distraído, habitando sinceramente la ciudad, sin teorías previas, venturosamente perdido. Creo que habría consenso en señalar a Merino –cronista por intuición y necesidad, por vocación poeta inconstante y excelente- como el mejor “santiagólogo” de nuestra literatura. Antologadas parcialmente en los libros Santiago de memoria (1997) y Horas perdidas en las calles de Santiago (2000) y recién reunidas en el volumen Todo Santiago (2012), las crónicas de Merino sobre Santiago suman más o menos 150 y en su gran mayoría son breves –acaso unas 600 o 700 palabras, espacio en todo caso suficiente para que el autor despliegue su estilo inimitable y quizás intraducible: una sintaxis a lo Borges, medio “inglesa”, frases con un dejo coloquial muy chileno pero nada pintoresco, con algunas salidas librescas nunca pedantes, y frecuentes e inesperados matices rítmicos.
Si sus crónicas han despertado el creciente interés de los lectores (aunque Merino sigue siendo, a los 50 años, un escritor semi secreto) ha sido justamente por el estilo, por la elegancia de esa prosa que poco o nada tiene que ver con el promedio periodístico. Uno de sus méritos es el perfecto manejo de los énfasis y una persuasiva sobriedad que le permite colar las observaciones más caprichosas: en alguna parte dice que los tableros de ludo son estúpidos, por ejemplo, o que las cajas de papas fritas de McDonald’s pueden resultar misteriosas. A propósito de comida rápida, hay una crónica en que Merino confiesa que habitualmente se detiene frente al restorán Dominó a observar cómo la gente come hot dogs: “Algunos lo hacen con jovialidad, dando grandes mordiscos; otros con tristeza y una mirada ausente, de falta de sueño”. Hay que decir que esos originales y sabrosísimos hot dogs –que nosotros llamamos completos– son de lo mejor que se ha inventado en Chile, acaso lo único que a la postre los extranjeros recuerdan de Santiago. Y sin embargo en esa crónica Merino confiesa que nunca los ha probado. Haber vivido, como él, toda la vida cerca del centro de Santiago sin probar jamás los completos del Dominó es casi totalmente inverosímil. No es necesario creerle, pero la imagen ilustra bien su posición levemente distanciada y ausente.
Todo Santiago es, en gran medida, un libro involuntario, armado a partir de textos escritos contra el tiempo, minutos antes de la hora del cierre. Hace casi veinte años, cuando un editor le encargó que escribiera crónicas sobre la ciudad, Merino siguió una cierta pauta de reporteos e indagaciones bibliográficas, pero los objetivos de a poco se fueron desdibujando, hasta volverse considerablemente más personales, con la ciudad recortada al módico rango de acción de un sujeto que se mueve con curiosidad y parsimonia por un paisaje que conoce de memoria pero en el que siempre encuentra nuevos matices. En estas crónicas hay mucha observación y descripciones concretas y pocas conjeturas o ideas fijas sobre la idiosincrasia o la identidad nacionales. Y aunque en un par de crónicas traza una convincente “ruta del aburrimiento”, Merino nunca condena la ciudad, de ninguna manera: si hubiera que elegir entre el odio y el amor sin duda ganaría el amor.
La ciudad que emerge en las crónicas de Merino es discernible pero también privada, personalísima, e incluso –como son todas las cosas cuando las miramos de cerca– un poco hermética: el autor suele aludir a sonidos, a olores, a estados de ánimo, a la forma en que cae la luz en determinados espacios, al tiempo que aborda los temas inevitables cuando se habla de Santiago: la contaminación, la periódica demolición de edificios valiosos, la paranoia ante la delincuencia que agrega rejas y alarmas por doquier, los invariables bocinazos y embotellamientos de las horas peak, la multiplicación de mendigos, vendedores y artistas callejeros, en fin.
Es la ciudad que conocemos, la ciudad que nos seguiría si quisiéramos huir de ella (de nosotros mismos),con su permanente eclecticismo arquitectónico, con el río sucio y casi siempre escuálido partiendo el paisaje en dos, con los perros callejeros durmiendo la siesta a toda hora en las esquinas, con el espacio más hermoso imaginable esos pocos días de otoño o de invierno después de la lluvia, cuando redescubrimos la cordillera. Y con gente medio rara, como el propio Merino, por ejemplo, mirándonos desde el otro lado del vidrio cuando masticamos tristemente nuestros magníficos completos.
Alejandro Zambra ha publicado el libro de ensayos No leer (2012, Editorial Excursiones) y, en Anagrama, las novelas Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011). En abril de este año se ha publicado en Argentina su libro de relatos Mis documentos, también en Anagrama. |