A mis profesores y compañeros de la ENET Nº 1
Concepción no es una ciudad. Es el orbe mínimo y precioso del pasado que guarda una parte de eso que se esfuma para siempre. El pasado siempre deja de ser. Es una bruma lenta que se pierde y que deja la estela difusa de algo que alguna vez vivimos. Y Concepción, la ciudad, es una parte del pasado y es un cofre que guarda los olores de eso que tiende a desaparecer. Yo mismo me ocupo de que ese orden parezca real y cierto. La memoria insiste con algo irrecuperable. Por eso inventa: para tener cerca el oasis de lo que ya no está.
Hay escenarios insoslayables: el terraplén, el boliche Madrás, el colegio Nuestra Señora de la Consolación, la plaza principal, el patio amplio y alto de la Escuela Técnica, la vieja terminal de ómnibus. Todos los espacios contienen fantasmas tímidos, evocan y crean personajes que ya no existen en su materialidad pero que fulguran como pelusas o caricias, profusas nubes que vuelan en el ayer.
Los lugares que mencioné contienen formas de la invención. Pienso en la terminal de ómnibus: ese lugar mínimo implicaba para mí la llegada a la ciudad pero también la partida. Era el terreno de la expectativa, de la ansiedad manifiesta. Ahí bajaba, a veces, para ir a la Escuela Técnica. Ahí vi, por primera vez, un disco de Yes, en la disquería que estaba al lado de la terminal. Y fue el inicio de una pasión y de un deseo. Yo quería ser disc jockey. Y ese deseo sólo existía en mi imaginación. Pero ahora que los años han pasado, ese deseo ha quedado adosado a un lugar que ya no existe. La terminal guarda una forma del deseo y de la decepción: eso que alguna vez quise ser y que ya no soy y que no seré. Y esa luz tenue hoy sólo existe como recuerdo, como una pura evocación. Sin embargo, esa es la única forma de que exista el pasado.
Cuando subía al ómnibus para regresar a Alberdi, mi pueblo de nacimiento, esperaba con mucha ansiedad que subiera el vendedor de facturas. Era Daniel. El aroma dulce y la crema dorada de las facturas significaban una entrada al breve paraíso del sabor.
Estas nubes como recuerdos ayudan a conformar ese orbe huidizo que es el pasado. Y el pasado como orden creado arma el laberinto de la vida. Todos le contamos la vida a alguien y nos la contamos a nosotros mismos.
¿Cuántas veces habré cruzado la plaza principal? ¿Cuántas veces habré sentido que el mundo no tiene sentido? Albert Camus dice que el verdadero problema filosófico es saber si la vida tiene o no tiene sentido de ser vivida. El que fui sintió la náusea, esa desazón estéril, pero sin saber que había un problema filosófico detrás. Yo crucé cientos de veces la plaza y miré cientos de veces los altos árboles y las veredas ásperas y nunca supe que lo que sentía era un sentimiento similar al que motivó a Camus a pensar El mito de Sísifo. La mera plaza no era solo un rectángulo de piedra con sus árboles, sus pasadizos personales y sus bancos insaciables. La plaza esconde, para mí, la larga noche de la desolación filosófica. Yo no sabía en esos días que la plaza contenía, subrepticia, mis estudios de filosofía. Eso tienen de maravilloso el pasado y los lugares del pasado: nadie sabe lo que vendrá.
En el rectángulo imposible de la plaza pensé por primera vez que quería dedicarme a hacer radio. Y allí, entonces, surgió la idea de escribir un guión. En la plaza está escondido, de alguna manera, mi destino de escritor.
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El terraplén es un atalaya, un punto fijo desde el que se configura una visión móvil de la realidad. Desde ahí podía ver la ciudad pero desde otro punto de vista. La ciudad es otra y la misma desde el terraplén. También significaba el límite de la ciudad de Concepción: desde ahí podía ver los campos sembrados: el retorno al mundo rural. Yo venía del campo. Alberdi era, sobre todo, la puesta en escena del campo. Es cierto que tiene su plaza vieja, sus barrios perdidos, su plaza lustrosa con la gruesa cabeza de Alberdi, esa pasada bola de mármol. Pero en aquel entonces el pueblo era para mí el conjunto lento y melancólico de esa infancia que quería dejar lo más rápido posible.
Cuando era adolescente, cuando cursaba en la Escuela Técnica, yo quería abandonar la infancia: quería olvidarla. Ahora, a los cuarenta, quisiera volver a los años irrecuperables, como si la infancia fuese la verdadera estancia, la única posible, de un breve paraíso. Aún suenan las corridas en las calles de tierra, las vueltas en la bicicleta, antes de las muchas muertes de la familia, esas corridas que ignoraban las tragedias venideras, y esos instantes clavados en un punto fijo del recuerdo. Esos instantes son la imagen inmóvil de un paraíso. Y si nada se mueve, el retorno es imposible.
Yo quería ser dibujante en un estudio de cine de animación, como los dibujantes que hicieron Metegol, la película de Campanella. No había una escuela así en Alberdi. Entonces entré a la Escuela Técnica. La Escuela es el amplio patio rojo, las corridas en los recreos, el bullicio interminable, el techo alto, inalcanzable. La Técnica es el taller largo, cerrado, ruidoso, las palabras de los profesores, la alegría insípida de los compañeros, las primeras conversaciones sobre sexo.
Cuando tocaban el timbre salíamos al recreo. Y algunos compañeros eran humildes y no tenían para el sándwich. Recuerdo que yo sentía pena por ellos. Yo no provenía de una familia adinerada; sin embargo, tenía para el refrigerio. En los días de la adolescencia, las diferencias de dinero se acentúan y son marcas en los cuerpos. Salíamos al pasillo que lleva al bar y corríamos a comprar un sándwich. Yo compraba dos. Uno para mí y otro para que se repartieran entre los compañeros. Había algunos que escupían su sándwich para evitar que los otros le pidieran. Era un gesto típico.
Yo devoraba el sandwich de salame y me perdía en algún rincón del patio a comer solo. Después aparecía Uraga o Zelaya y hablábamos de dibujo artístico, de los comics que él leía. Zelaya siempre tenía alguna novedad musical. Un día vimos por primera vez la tapa del primer disco de Pink Floyd, ese disco con Syd Barrett, el músico que se perdió en la locura.
Syd Barrett nos seducía porque había fundado “la banda” y después la había abandonado. Creo que sigue siendo un enigma para mí: un personaje que funda un grupo hermético y que después se va, antes del eclipse, antes de la luz ciega que lo haría brillar. Syd renuncia al éxito, uno de los mitos de la sociedad contemporánea. A la vez, en él reverberan las capas mutantes del artista romántico: es el perdido por la droga, el excéntrico que abandona la luna y elige la noche.
Nos pasábamos horas repitiendo los ruidos de los discos. Los recreos funcionaban como un laboratorio de lo que queríamos hacer.
Syd Barrett es la cifra de una época, es el símbolo de una idea del rock y de las cosas. Antes del heavy metal y del futuro, estuvo Syd Barrett, como una especie de anticipación rockera de dos íconos: Artaud y Rimbaud. A ellos los abandoné después.
Pero esa es otra historia.
Extraordinario relato intimista, que oscila entre la nostagia de la niñez perdida (vista ahora con ojos diferentes a los de esa época) y la reflexión existencial de un adulto que reconoce las semillas de su vocación, de su posicionamiento filosófico y de las vivencias que fueron madurando su profesión. Entre el bosque (o parque, por la referencia del título) de lecturas, de músicas, de íconos), se destacan los árboles que echaron raíces fuertes: la escritura, el cine, el rock. Entramado entre sus ramas se puede percibir esa contradicción de querer recuperar lo perdido, pero valorando el camino recorrido. Un placer leer este texto, porque también es reconocernos como sociedad, reconocer los problemas de los jóvenes, reconocernos a nosotros mismos.