Emili Albi escribió un libro que toca la fibra de cualquiera. No es poco. Un libro que tuve que leer porque se me impuso. Me llegó un miércoles, me acuerdo, y estaba agotada -les pasará a todos últimamente-, así que lo abrí con cierta pesadez, sin mucho entusiasmo y sin embargo, pam, caí como un ratón en una trampa. La noche antes había dormido mal por preocupaciones varias, estaba muerta de sueño pero no, no pude dormirme hasta bastante tarde porque la escritura de Emili Albi me atrapó. La trama se va armando con un ritmo excelente, estructurada en capítulos bien cortitos, que te llevan a eso de ‘venga, un poquito más, y paro’, como quien está dejando de fumar y dice que este es el último. Pero no. Yo sólo quería que volviera el tiempo de tregua laboral para meterme otra vez con el libro porque los personajes me conquistaron desde el principio.
Podría contarles muchas cosas. El problema es que esta novela tiene tantos giros que si empiezo a explicarles las veces que arqueé las cejas, que pegué un respingo y desperté a mi pareja durmiendo a mi lado, les jodería el libro. Es una novela que, a poco que diga, caeré en alto spoiler. Así que voy a decir menos sobre qué cosas les pasan a los personajes en particular y más sobre qué cosas nos pasan a los lectores cuando nos metemos en el mundo que Emili Albi ha construido con un esfuerzo titánico. Porque resulta que este señor no sólo escribe, sino que tiene una vida, como todos, y un oficio que requiere bastante concentración y esfuerzo para otras escrituras. Así que yo creo que, en este caso, erigir una obra, es un mérito extra. Así y todo, urdió una trama enroscada y útil. ¿Útil para qué? Pues para las dos cosas que yo les digo a mis alumnos de Escritura que deben lograr si sientan a escribir una novela: por un lado entretener –o parafraseando a Michi Panero, no ser un coñazo-, y por el otro, tratar de entender el sentido de la vida, de todo este gran quilombo en el que nos movemos día a día que nos parece tan importante y que, visto en perspectiva, no es más que una cagadita en el mapa. Y esto, por ejemplo, podría haberlo dicho uno de sus personajes más carismáticos -un secundario hermoso-: Martín. Si quieren saber quién es, compren la novela. Ya les dije: no puedo espoilear. Sólo puedo tratar de abrir boca.
Si compran La amante ciega, digo, descubrirán a un hombre que ama el arte, sobre todo la pintura de las vanguardias, porque dice Emili, que es hijo de una historiadora del arte, que las vanguardias de principio del siglo XX fueron una ruptura con todo lo anterior, un momento de quiebre en el que los artistas estaban dispuestos a apostar el todo por el todo. Mucho de eso tiene el personaje principal de esta novela: Ernesto, que se hace llamar a veces así, otras Rafael, según qué rol juegue en el momento de la historia en que nos encontremos. Si quieren saber por qué, ya saben, compren la novela.
Así que aquellos museos que se comió con patatas de chico el autor de esta obra, gracias a su madre, ahora se notan y brillan con un talento demoledor. Y funcionan, muy bien, para pintar la lucha existencial de su personaje principal. Un héroe, ay, que yo creo que está tan acostumbrado a vivir en la intensidad de la belleza que acumula en su galería de arte heredada, la Barbieri Sevilla, que ya no puede sobrevivir en la mediocridad de la apacible vida cotidiana de una clase acomodada de la capital de España, con orígenes porteños y, si vamos más atrás, también italianos. Gente bien que hizo dinero en la Argentina que requería población e inversiones y que, llegado Videla y los suyos, tuvo que huir con lo puesto, por muy clase acomodada que fuese. La razón real no la descubrimos, de hecho, hasta el final de la novela. Por eso insisto con eso del spoiler: que la tienen que leer, que no hay vuelta.
¿Por qué? Porque el caso es que este señor protagonista, acomodado, burgués, sin aparentes problemas profundos, con el que podría no identificarme, sin embargo, me identifico. ¿Y por qué? Porque Emili sabe hacer lo más difícil de todo: humanizar al personaje, lograr que cualquiera de nosotros nos sintamos parte, que veamos cómo forcejea de principio a fin entre lo que debería ser y lo que, sin embargo, queramos o no, es la vida y cómo se ve obligado a moverse en ella. Y sufre y es feliz y sufre otra vez y se lamenta y parece estar convencido, no de hacer lo correcto, sino de ser incapaz de hacer otra cosa. Es un kamikaze hermoso.
Albi pone a su personaje al límite a través de elementos rotundos, incontestables: el amor y la muerte. Y para cargar las tintas exponencialmente a la historia, además, mete relaciones de familia por todas partes. Y amigos que son casi hermanos, también. Esas son las hilachas que elige utilizar. Apenas hay respiro: todo es descomunal porque las decisiones que los personajes tomen pueden hacer caer una existencia apacible y convertirla en un infierno. Y si no toman decisiones, también, porque así es la vida: un día te da todo y otro día, te lo quita. Por eso esta novela arranca con una noticia tremenda. La hermana del protagonista, Malena, una muchacha joven, bella, inteligente y todas esas cosas que nos da la juventud en el mejor de los casos, es diagnosticada de ELA. Y saben que morirá pronto y saben que lo hará en condiciones horrendas, aunque no saben exactamente cómo. Y aquí empieza uno de los temas que surca esta obra y es el de qué pasa con las personas que están moribundas pero no muertas, que están hartas de que las traten como enfermas, que buscan que alguien siga haciéndoles sentir deseo o, al menos, sentirse deseadas, que buscan, en fin, tener sexo.
A alguien que no haya pensado nunca en este detalle, esto le puede parecer chocante aplicado a un enfermo terminal. De hecho, al mismo Ernesto, el protagonista de la novela, se lo parece la primera vez que se enfrenta a esta situación. Sin embargo, parte de la contradicción interna que se genera en él tiene que ver con esta pregunta: ¿está bien que una persona desahuciada pague por tener sexo con un asistente?, ¿es esto aceptable socialmente o nos resulta una barbaridad? Sobre estas preguntas planea también la obra haciendo varios tirabuzones para obligarnos a reflexionar poniendo al personaje principal en distintas perspectivas respecto a su respuesta.
Y más allá de toda esa contradicción interna magistralmente construida y, sobre todo, está el amor. Ernesto es un hombre enamorado, tal vez enamorado de pura inmadurez, de la búsqueda de ese instante de belleza pulcra que quizás sólo nos puede dar un primer amor de adolescencia, por muy desastroso que éste sea. Tal vez una de las claves la da su padre, que ya no está, y que también es parte de su desmoronamiento personal en el fondo: alguien en quien creía y admiraba como sólo se puede admirar a un padre y que, sin embargo, le puede haber decepcionado, como cualquiera que sea de carne y hueso y no un dios. A veces, nos pasa a todos, creemos que nuestros padres son todopoderosos y, claro, no. Ese padre, en un momento, escribe que su hijo es inteligente, que es audaz pero que se crio entre algodones, que no la pasó mal, que no tiene calle. Tal vez no tiene el olfato suficiente para no meterse en quilombos indebidos. Ernesto es una trampa en sí mismo y nos provoca compasión y, a la vez, nos enseña tanto…
Y no puedo decir nada más, porque vuelvo a caer en el spoiler. Sólo les pido que compren este libro para descubrir quién es realmente la amante ciega, qué tiene que ver con Ernesto, y por qué Emili Albi es un escritor del carajo que, encima, era demasiado discreto y no nos había regalado su trabajo hasta ahora mismo gracias a Altamarea ediciones. No lo dejen escapar.