El Torta

El Torta, el lado más salvaje del flamenco

 Por Javier López Menacho

El Torta

Ay mare mía, qué mala es la noche, la calle y la vida

Juan Moneo Lara, el Torta

 

Si buscamos en la Wikipedia los discos de Juan Moneo Lara “el Torta”, el Rey Moneo, el Grande, el indomable, el duende para algunos, del mismísimo flamenco, apenas encontramos grabaciones. Las que suenan, lo hacen con un Torta disminuido, enlatado en recopilaciones forzadas, sin rastro de unidad, con un desorden tan exagerado como el que el mayor de los Moneo llevaba en vida. Sus diversas cronologías discográficas colgadas en la red a menudo se saltan algunos de sus discos o, simplemente, no tienen constancia de ellos. Su mejor referencia en la red la encontramos en Youtube, donde predominan grabaciones piratas e improvisadas de su cante. Esa heterogeneidad, esos saltos en sus diferentes etapas del dominio de la técnica, ese arañazo que el paso del tiempo propinó a su garganta, son un reflejo perfecto de cuanto vivió y sufrió El Torta, un mito ya del cante andaluz.

Y es que al Torta había que vivirlo en vida (es una de las penitencias que nos queda a los que descubrimos tarde su embrujo). En las peñas, los tablaos y los teatros, sí, pero sobre todo en fiestas íntimas, con invitados, amigos y familiares. O simplemente, allá donde se le antojara clavar el mástil de su inquietud. El Torta se llevaba el cante donde crecía más allá del cante. Su maestría abordando cada palo, sobre todo de los palos festeros (la bulería, el tango), su privilegiada memoria capaz de recordar letras a mansalva, su versatilidad y su empeño por recuperar los cantes en peligros de extinción, así como de abrirse a lo inusitado, lo elevan hoy más allá del infinito.

El Torta en la fiesta de la Bulería de Jerez.

Era un alma libre. Vivió, sintió y padeció libre. “Mi cante viene del padecer y del sufrir” decía mientras recorría los tortuosos senderos del exceso, sobreponiéndose con fuerza a su propia debilidad. Es difícil encontrar un genio tan capaz y tan autodestructivo, tan amante de la vida como para resucitarse, tan condenado a un sufrimiento eterno. Las buenas compañías lo sacaban del hoyo y le daban un brote de vida, las malas, lo hundían hasta la caricatura. La heroína en la maldita década de los noventa, la cocaína después, el alcohol, fueron habituales compañeros de viaje. Nunca lo negó en sus letras, de las que floreció un imaginario propio. Un mundo que combina el encanto y la marginalidad como pueden existir en San Miguel. El Torta y sus maneras de vivir, vinieron a ser la personificación del alma de su barrio.  

De su muñeca surgió un universo jondo, un puñado de historias donde las drogas y la vida se batían a muerte. Cantaba al desamor porque amaba la vida. Escribía sin complejos porque sabía que, desde la pura vivencia, desde los callejones que conducen a ninguna parte, desde las resacas del banco de un parque, desde los amargos despertares, desde el llanto de quien no se sabe remediar, pero también desde los días de luna y cante, desde debajo de las faldas, desde los acordes que elevan el paraíso, desde allí donde crecen los jardines del placer, se tiene potestad para todo.


El Torta cantando la bulería de la Heroína.

El Torta era el Bukowski de Jerez, el realismo sucio del flamenco. Escribió con la Bulería de La heroína el “Walk on the wild side” de este lado del Atlántico. Una canción que le persiguió dentro y fuera del escenario. Hasta en los homenajes, como en El viaje al cielo dedicado a Luis de la Pica, fue incapaz de traicionar su espíritu y le salían en clave Moneísta. “El cante debería ser libre y sin dinero. Si canto obligado me siento como un muñeco de atracción y eso a mí me hiere la sensibilidad”, confesó a Jesús Quintero. Era Juan Moneo un erudito del flamenco verdadero, un hombre tan sabio como para huir del dinero, tan humano para rendirse ante sus propias tentaciones.

Dicen que la chispa de El Torta saltaba cuando menos lo esperabas, según se hubiera despertado o se encontrara ese día, si había ido a un lugar u otro, si había parado con estos o con aquellos; de esa alquimia resultante de los días emergía un cante u otro. Lo mismo lo encumbraban al olimpo del flamenco que le costaba una cláusula de penalización en su próximo contrato, lo mismo te encogía el alma con un cante improvisado que, sencillamente, no aparecía en el recinto.

Cuenta la leyenda que tres veces retó a Camarón a enfrentar su cante. En ninguna ocasión aceptó. “Yo he venido aquí a escucharte”, decía el genio de la Isla. 


Intervención de El Torta en una fiesta flamenca de Carlos Saura.

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