Por Lucía González Makowski
Fuente: filmin.es
Hasta la actualidad, Lucrecia Martel ha dirigido tres largometrajes que la han consagrado como una cineasta paradigmática del cine argentino. Los trabajos de Martel han obtenido incluso un gran reconocimiento de críticos y cineastas de todo el mundo, posicionándola dentro del panorama cinematográfico internacional.
En orden cronológico, sus largometrajes han sido La Ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2007). Ahora bien, cabe destacar que, sin negar la delicadeza y maestría lograda en cada una de ellos, hay un gran número de elementos comunes a todos. En principio podría pensarse que los denominadores comunes dentro de sus películas pueden llegar a causar una sensación de repetición infundada, de una copia constante de sí misma. Creo que pensarlo así sería un error. Creo que, como en sus películas, hay una lógica en el pensamiento de Martel que permite singularidad en las reiteraciones, nuevas historias en donde no hay nada nuevo, experiencias estéticas irrepetibles a partir de los mismos recursos. Y esta singularidad se relaciona sin lugar a dudas con el rol activo que le se le permite al espectador.
Me gustaría indagar acerca de ciertos recursos que se mantienen en los largometrajes como marca distintiva, como decisiones estéticas y que permiten engendrar luego el adjetivo marteliano/a.
Es importante comenzar reflexionando acerca de la construcción del relato en Martel desde lo no dicho. La autora utiliza constantemente este recurso para que el espectador pueda descubrir lo que está ahí. Pero este descubrimiento no se realiza de manera explícita, sino que deviene de la lectura de los elementos que rodean y producen el sentido de aquello que no termina de decirse. A estos fines es importante notar que las tres películas se desarrollan en Salta, lugar de origen de la cineasta, sin embargo esto jamás es explicitado dentro de las cintas. De hecho, si prestamos atención, no es posible hacer una identificación folclórica de Salta, dada por ciertas imágenes comunes de una construcción social. En todas sus obras, la construcción del paisaje viene dada por un solapamiento de lo que ella misma ha ido identificando como características del lugar, según su propia subjetividad.
Así es que podemos observar en La Ciénaga, por ejemplo, que Salta es aquel lugar que se encuentra cerca de Bolivia, donde se festeja el carnaval, el calor agobia y la siesta es una actividad recurrente. Lo importante deja de ser la nominación del lugar, incluso me atrevo a pensar que eso atentaría con la construcción de sentido en sus películas, ya que se corre el riesgo de caer en lugares comunes de identificación. No interesa entonces aquella imagen panorámica que ubica al espectador en un contexto, sino una construcción, a través de los sentidos, de un espacio que deja de ser un lugar para pasar a ser un medio donde la acción ocurre y la dimensión subjetiva toma relevancia.
Existe un gran número de espectadores que espera encontrarse, a la hora de ver cine, con una estructura narrativa ordenada, donde la trama tiene un conflicto central que deviene de una situación inicial y llega a un momento de máxima tensión para luego resolverse. Este tipo de narración no es algo que podamos esperar dentro de las historias que nos cuenta Martel, ya que las acciones no se articulan en torno a un desarrollo central, sino que la accidentalidad es lo que brinda estructura. No hay un conflicto central que ordene. A propósito de La Ciénaga la autora afirma: “Me parecía atractiva la forma en que el sentido aparece a través de lo que no se dice, algo que recordaba a situaciones familiares mías. Quería contar un relato teniendo en cuenta esos códigos en común, y casi secretos para el resto del mundo, que manejan las personas que comparten horas y horas dentro de una casa. Todo eso requería de una narrativa que no fuera lineal. No quería forzar una cronología, que no existe cuando lo que uno intenta contar es lo que no se dice”.
Las historias en el cine de Martel se ordenan entonces en base a un tiempo accidental. Los personajes parecen estar inmersos en una temporalidad estanca y cíclica a la espera de un acontecimiento. Esta lógica desconcertante se ve potenciada por otros elementos que utiliza la autora y que a mi entender logran un espectador activo, que se ve forzado a involucrarse en la construcción del relato.
Para comprender un poco más este fenómeno podemos pensar en La mujer sin cabeza, donde Verónica, interpretada por María Onetto, tiene un accidente en la ruta. En la escena anterior podíamos ver cómo unos chicos jugaban con un perro por allí. Verónica atropella a uno de los chicos, quizás. Esta es una de las construcciones que puede hacer el espectador. Verónica jamás se baja del auto para corroborar el hecho, la cámara tampoco nos brinda esa información. Cuando el auto se aleja del lugar del accidente, se ve a lo lejos un perro. En realidad, ¿qué fue lo que ocurrió? Al final de la película los hechos nos sugieren que fue un muchacho y no el perro. Nunca lo sabremos, será tarea del espectador aprender a vivir con un relato sin actualizar.
Para lograr esta construcción Martel se vale de numerosos recursos. Los fuera de campo son recurrentes, gran parte de la acción puede percibirse a partir de elementos sonoros que intentan suplir la invisibilidad de la imagen. En La niña santa, Amalia (María Alché), es la hija de Helena (Mercedes Morán), la dueña de un hotel donde transcurre un Congreso de otorrinolaringología. En una de las escenas, ella intenta llamar la atención del Dr. Jano (Carlos Belloso) golpeando su anillo contra una columna metálica, pero manteniéndose fuera del alcance de nuestra vista.
En La Ciénaga, el hijo de Tali (Mercedes Morán) cae trágicamente de una escalera del patio, a la cual había trepado intrigado por los ladridos de un perro vecino, que tampoco llegamos a ver. La caída sin embargo se deduce por el sonido del golpe, porque la cámara no sigue al cuerpo en ese momento. En los tres largometrajes la necesidad de cierre a través del espectador viene dada porque lo que se ve no resuelve nada, las escenas quedan suspendidas por la falta de registro.
Fuente: noticias.iruya.com
Constantemente hay un ir y venir entre lo visible y lo invisible, los registros sonoros y los visuales, la realidad y la ficción, la imaginación, la alucinación, impregna tanto a los personajes como a los espectadores. Las escenas engendran espacios virtuales que quedan en potencia y ahí es donde Martel expone su maestría: sin dejar de transmitir su propia construcción de sentido, su propia mirada del mundo, a través de esta descripción minuciosa con encuadres cerrados, no siempre centrados, sonoridades múltiples, imágenes que huelen y sudan, la duda es siempre predominante. Y esa duda la que termina de involucrar al espectador, la incertidumbre sobre lo que (no) se ve o (no) se escucha.
El espectador aparece en numerosas ocasiones como único testigo de ciertos acontecimientos, incluso ante la extrañeza de los mismos personajes sobre si los hechos han o no acontecido en la realidad de la trama. Creo que el cine de Martel plasma su maestría sobre todo en esa capacidad de involucrar al espectador y llevarlo a que junto a ella le den sentido a la película, que será siempre distinto.