ÁGUILAS (Murcia, España)
Por Juan Soto Ivars
Fotografía: J. M. Buitrago Aledo
Cuando septiembre barría con su escoba de viento a los turistas, el pequeño pueblo costero se quedaba ancho y plano como el otoño. Entonces llegaba yo. El pueblo es Águilas, en la provincia de Murcia, que está en el sureste de España y pertenece a un desierto que se extiende hacia la provincia de Almería. Desde los años noventa, el desierto se ve desde el espacio como una mancha blanca de plástico. Lo dijo el astronauta español Pedro Duque, y lo que él veía desde lo alto eran los invernaderos. Por la noche, desde la carretera, resplandecen bajo la luna como un falso mar.
Escribí allí, en Águilas, dos de mis novelas. Me quedaba para dar la bienvenida a los rigores invernales que tanto parecen agradarle a las costas, liberadas así de la invasión de gordas y toallas. Parece como si el oleaje corriera más lozano sin esos obstáculos que molestan a la vista y al mar. Y allí me sentaré, en un banco de madera carcomida por el salitre, con un cuaderno sobre la rodilla y el bolígrafo rojo de anotar. Me verán escribiendo los paseantes melancólicos del otoño, iguales en todos los pueblos costeros cuando refresca. Me refiero a esos matrimonios que parecen dirigirse siempre a alguna parte, como si el paseo fuera más un tránsito hacia casa que una distracción. Me verán y posiblemente hará un comentario al trasponer mi banco, puesto que en los pueblos pequeños la soledad se identifica con la locura.
-¿Es el nieto de Marihuertas?
-No. Lo tiene colocado en Agrimensa.
-Pues quién será.
El trabajo de escritura resulta extraño a los paseantes invernales de Águilas, especialmente a los que cargan con más años en los bolsillos del abrigo. Para esta gente, el trabajo se realiza sobre la cubierta de un barco pesquero más allá de los espigones, o con la espalda doblada encima de las líneas de bancal de las tomateras, o en la fortaleza de las oficinas municipales, blancas de tedio y tubo fluorescente. La parte de la escritura que se deja ver, la que los escritores realizamos al aire libre o en una taberna, y que tiene que ver más con ordenar ideas que con escribir, será considerada pues una bohemiada por el tribunal invisible del pueblo. Lo que anoto en la libreta será un misterio, porque las únicas libretas respetables por aquí son las de los camareros.
-Dos Estrella de Levante.
-Marinera.
-Tapa de magra con tomate.
Pero en esta época, los camareros del pueblo se agostan en su aburrimiento, recluidos en el interior de los bares, que se encienden como adornos de navidad. Si un madrileño preguntase el precio de la cerveza o la tapa de pulpo seco, por ejemplo en el bar de Felipe, que da al puerto pesquero, se llevaría las manos a la cabeza y no querría volver a la ciudad. Porque aquí sería rico.
Ilustración: Daniel Barreto
También, más adelante, serán las tardes largas de escritura casera, con las notas que rescaté del paseo marítimo de la Colonia desperdigadas por la mesa espartana de trabajo. Tendré delante siempre el retrato de Knut Hamsun que me regaló su traductora al español, Kirsti Baggethun, y que es obra del hijo del escritor noruego malogrado por el nazismo. Bajo la mirada severa de Hamsun iré llenando de líneas las horas oscuras de la tarde, y cuando la inspiración se haya desintegrado bajo el peso del cansancio, iré a pasear.
Veré las calles desiertas de un pueblo demasiado grande y demasiado vacío, pasaré ante el cuartel de la Guardia Civil donde un par de vigilantes fuman la noche envuelta en cigarrillos humedecidos por la saliva, atravesaré la calle ancha que bordea la costa y alcanzaré la Glorieta, parque infinitesimal con una fuente en el centro, donde una serpiente de hierro muerde el cuello a un cisne del mismo material. Al traspasar los ficus gigantes habré alcanzado el puerto. Miraré los botes y los pesqueros, que cabecean toda la noche como si tuvieran insomnio, o más bien como si fueran las cabezas de los que van dormidos en un autobús.
En este pueblo de Águilas, sereno en el invierno, me encontraré a solas con la literatura, liberado de la distracción. Igual que tuve que huir de esta tierra para hacerme escritor, para entrar a las fiestas literarias de la gran ciudad y construir a base de contactos y conversaciones el armazón que soporta la parte social de la literatura, por el mismo motivo, decía, para ser escritor, siempre volveré aquí, celoso de la intimidad. Y aquí nacerán las novelas, hermanas mías, como nací yo. Y aquí las mandaré también a morir al sarcófago de la biblioteca municipal, cuando las haya publicado.