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Decir

  Por Sergio del Molino


Foto: Lara Abuixech

Los escritores que venimos del periodismo estamos acostumbrados a que los personajes y las personas no digan nada. Las fuentes afirman, indican, subrayan, apostillan, se preguntan, se responden, se interrogan, exclaman, suponen, inciden o insisten. Incluso, en el colmo de la teatralidad, susurran, sugieren o musitan, pero nunca dicen nada. Decir es un verbo que se usa poco en las noticias. Nos enseñan a buscar sinónimos para las citas en estilo directo para no cansar al lector, y todos suponemos que el verbo decir dice muy poca cosa, que las cosas que se dicen no merecen salir en el diario, sólo las que se afirman o se exclaman tienen ese privilegio. Todo el mundo dice cosas, pero sólo la gente importante y solemne apostilla o indica.

John Updike, en uno de esos decálogos para escritores noveles que tanto les gusta recitar a los novelistas, dijo: “no uses otro verbo que no sea decir”. Si no sabes poner ese verbo veinte veces en una página sin que suene ridículo, dedícate a otra cosa.

Pero no hay caso, viejo Updike. A muchos escritores, el verbo decir les sigue pareciendo plebeyo, como un verbo de pueblo que no cae bien en una prosa de ciudad, como el primo del campo que te avergüenza con sus simplezas delante de tus compañeros de oficina. Prefieren que sus personajes aseguren, declaren, proclamen, griten, se lamenten, razonen, argumenten, duden o incidan. Por eso sus personajes, tan dramáticos ellos, tan proclamadores y razonadores, no dicen nunca nada. Su propia literatura no dice nunca nada, porque afirmar, exclamar y proclamar son acciones agotadoras que dejan los textos tan cansados que, en lugar de decir, bostezan. Y una literatura que no sabe decir no es literatura.

 


FOTO: newyorksocialdiary.com

 A los que fuimos periodistas y no sabemos si seguimos siéndolo (porque ese vicio no se saca nunca del cuerpo, es como ser borracho o ludópata, uno tiene que cuidarse siempre de no rondar los bares ni los casinos, por si recae) nos engañaron diciéndonos que todos esos verbos eran sinónimos de decir. Formas más elegantes de decir que el verbo decir. Y nos lo creímos. Como tantas otras cosas. Uno no cae en el vicio del periodismo sin ser ingenuo. Incluso los hay que leen a John Updike y aquello de repetir veinte veces el verbo decir en la misma página, y siguen engañados. Es difícil darse cuenta de que todos esos verbos no son sinónimos de decir sino sus antónimos. Son formas de no decir. El propósito de una declaración a la prensa es no decir nada, aturdir con palabras que no tienen nada que ver con lo que se siente y se piensa, para no tener que decir lo que se siente y se piensa. Son verbos retóricos, trajes de noche, códigos, mensajes cifrados, colonias y perfumes que ocultan el olor de la piel desnuda y lavada con un jabón humilde de supermercado.

De la misma forma, los personajes de las novelas que nunca dicen son como multitudes que viajan en autobús o cruzan una avenida en hora punta. Caras sin rasgos, gente que pasa de largo sin posibilidad de encuentro o desafío. Tiene razón Updike: hay que decir, sólo decir, nada más. En la literatura sólo cabe decir. Todo lo que no sea decir es retórica, relleno, estupidez.

 

FOTO: newyorksocialdiary.com

Decir es un verbo muy antiguo. Es latino, dicere, por lo que lleva en el idioma desde mucho antes de que el idioma existiera. En cambio, todos sus presuntos sinónimos son neologismos, palabras nuevas, cosméticos fabricados con afijos en laboratorios modernos en siglos recientes. Son el intento de anular un verbo que huele limpio y corporal. A mucha gente le molesta tanto que los personajes y las personas digan cosas como el propio olor de esas personas. Porque del verbo decir sale una emanación antigua y poderosa que casi nadie soporta. El que dice lo hace casi siempre mirando a la cara del que recibe lo dicho, y no usa paráfrasis ni eufemismos. Se presenta desnudo o vestido de andar por casa. A veces, sin peinar. No se ha arreglado para la ocasión porque decir no es una ocasión especial. Se dice como se huele. Se dice como se es. No hay forma de ser más humana que la del decir. Por eso muchos prefieren que no les digan nunca nada.

Los escritores que dicen son aquellos que han dejado toda la retórica hecha un montón arrugado en el cesto de la ropa sucia. Son los que, al abrir sus libros, parecen gatos o perros que pasean por la casa del lector como si fuera la suya, como si los muebles y las paredes llevaran su olor. Se sienten familiares e íntimos, impertinentes y confianzudos, se saben nuestros, no piden permiso para colarse por la gatera y subirse al sofá.

Yo no me sentí escritor hasta que no empecé a decir. Cuando me sacudí todos los verbos antónimos, cuando mis personajes ya nunca exclamaron, declararon, preguntaron o susurraron. Cuando sólo dijeron, como digo yo. Cuando me pegué a ese verbo primordial e irreductible descubrí que podía ser escritor. Y algo más importante, descubrí que podía vivir sin perfumes, trajes ni zapatos incómodos. Decir como un niño, como dice mi hijo de casi dos años, que se pelea con las palabras, que las saca de la boca con un esfuerzo de gimnasta ruso hasta hacerlas suyas y decirme. Amar es decir. Mi hijo y yo nos amamos diciéndonos. Me paso el día diciéndote, escribió Umbral sobre su hijo muerto, y yo no sé querer más que con el verbo decir, dejando mi olor en las palabras y en las cosas que nombran. Por eso mi literatura soy yo.

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