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Cuando la vida pide estar en “modo pausa”

En 1956 la destacada antropóloga Margaret Mead publicó en el New York Times un artículo titulado “One vote for this age of anxiety”. Planteaba la autora que, en el mundo actual, nos invade una sensación de ansiedad que no tiene un locus determinado: la persona que lo sufre no puede hallar un culpable cierto por sus desgracias e incertidumbres. El futuro –decía- se nos presenta inmanejable.

Pero no todo lo que traía Mead eran malas noticias. Estos tiempos, complejos e impredecibles, tienen un costado positivo: la relativa seguridad. A criterio de Mead un grado razonable de ansiedad es el que hace al mundo funcionar y tomar ciertos recaudos. Este mundo es más seguro del que se le presentaba a sociedades menos desarrollados, a quienes acechaba el peligro inminente del hambre, la pérdida, la violencia y la muerte. La ansiedad -agrega – llega una vez que el miedo desaparece.

Más de 60 años han transcurrido desde que Mead escribió este artículo. El siglo XIX sigue marcado por un constante estado de ansiedad. Cuando la académica publicó esas páginas, la tecnología, tal como la conocemos hoy, no era una opción. Quizás hoy Mead reescribiría ese artículo diciendo que nuestro mundo es más seguro aún. Aunque también podría opinar que, en muchos aspectos, somos más vulnerables.

En esta época de ansiedad, en la que deberíamos gozar de nuestras tantas seguridades, el mundo se puso en pausa. Sin ser consultados, tuvimos que frenar. Suspendimos algunas actividades, quizás más de las que hubiéramos querido; pospusimos otras. Pasamos a una virtualidad forzada. Tuvimos que reconvertirnos. A la ansiedad, le sumamos el miedo. O fue el miedo y la incertidumbre la que nos aumentó la ansiedad.

Empezamos a estar sobreinformados. Las palabras virus, hisopados, curvas pasaron a formar parte de nuestras charlas diarias. Celebramos cumpleaños virtuales, y hasta aprendimos a usar Zoom. Vimos gente sufrir. Nos pusimos en pausa.

Después sobrevino la alarma que genera la sensación de estar “pausado”. ¿Es el “modo pausa” una mala palabra? ¿Por qué está tan mal visto detenernos?

En 2005 el escritor y periodista Carl Honoré, autor del slow movement, brindó una charla Ted a la que llamó el “Elogio de la Lentitud”. En ella hacía un llamado a la importancia de poner un freno a nuestro estilo de vida para poder disfrutar de lo que nos rodea. El mundo en que vivimos -decía el autor- está obsesionado con la rapidez.

carl honoré

Para todos los que estamos en edad adulta y activa, existe una constante necesidad de producir. Estamos detrás de múltiples actividades. Nos exige el trabajo, la vida académica, la sociedad. Hacemos todo contrarreloj, medimos el éxito por nuestra capacidad de hacer más cosas en el menor tiempo posible. Es mejor quien termina sus estudios primero, quien publica más papers, quien accede a determinados puestos antes de los 30. Hay que ganarle al tiempo.

Si Honoré hubiera conocido a Mead quizás le hubiera dicho que la cuota razonable de ansiedad que la antropóloga valoraba, hoy se ha convertido en un grave problema. Y tal vez Mead le hubiera contestado que la sociedad en que ella escribió ya no es la misma y que debería rever su artículo. O no, podría seguir pensando igual, con la variante de que esta nueva sociedad, más evolucionada y compleja, despierta nuevas cuotas de ansiedad.

En el medio de esta carrera por producir, está la educación. El debate en EEUU, desde donde escribo, gira en torno a las clases presenciales u online. ¿Deben estar los estudiantes en el campus? ¿Deben abrir las escuelas? ¿Qué opciones tienen los padres que deben ir a trabajar? ¿Está garantizada la seguridad para los estudiantes, los profesores y el staff?

No hace falta decir que, en el país paradigma del capitalismo y el consumo, el dinero es la respuesta a muchos de estos interrogantes. “Money makes the world go around” siempre, y en pandemia también. Más allá de eso, resulta al menos llamativo que, en un lugar con cientos de miles de muertos, los padres se alegren tan abiertamente por el pronto regreso de sus hijos al campus y festejen el postergado encuentro con sus amigos.

Hace unas semanas una docente de nivel secundario posteó en las redes sociales unas líneas en las que reflexionaba sobre la educación obligatoria. ¿Qué pasaría si nuestros alumnos se gradúan a los 19 en vez de a los 18? Nada, en absoluto. El pensamiento de que asistir a clase cinco días a la semana garantiza el aprendizaje, no es fundado. Tampoco deberían mezclarse con la educación, pues, las preocupaciones por otros temas, como la sociabilización entre pares o la problemática de quién cuidará de los chicos cuando sus padres regresen a las actividades. Ir a la escuela no debería ser la solución para esos temas.

De las crisis se suele decir que son buenos momentos para reflexionar, y esta crisis sanitaria parece no ser la excepción. Tal vez este año deberíamos preocuparnos por salir vivos de esta desgracia y nada más. Eso sería más que suficiente.

La pandemia fue -y sigue siendo- un momento que se presenta adecuado para apretar el pause button, y no debería haber nada malo en ello.

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