Escribo encerrado en un edificio y me pregunto quién sostiene el telón de este gran teatro vertical que comienza en la terraza del tanque de agua y desciende hasta el segundo subsuelo de cocheras, olores a gases, bauleras y sombras. O al revés, de abajo hacia arriba: en definitiva la vida te da vuelta cuando quiere. Tal vez seamos relojes de arena, o fotocopias doble faz. De un lado la muerte, del otro la vida.
Estos espacios tal vez sean la metáfora de un espacio moral. Pienso: los ascensores o las escaleras no sólo son para ir de un sitio a otro, sino también para ir de un lugar a otro de uno mismo. Y la reflexión me llega ahora, cuando no puedo usar ni el ascensor ni las escaleras, andaría con ganas todo el día por esos laberintos. Un edificio puede ser un muestreo de la vida, la mirada oblicua, la lectura entre líneas de un texto amplio que nadie se atreve a leer. Porque da miedo. Como esa palabra que, de tanto nombrarla, verla, escribirla y escucharla la llevamos como a un lunar. Estamos coronados de virus. Un virus, decenas de virus, miles de virus. Invisibles, como las ansiedades, como los pánicos. La libertad comienza donde termina el miedo.
A veces es suficiente una caricia para tumbarte y, otras, el golpe más duro y certero tan sólo consigue mantenerte en pie, anclado al suelo, aunque la realidad sea que te haya destrozado por dentro, por donde recorre el deseo de ser algo, el deseo de ser alguien. En la mayoría de los casos esos golpes son inapreciables, pero letales. No los ves venir y tampoco notás el brutal impacto contra tu cuerpo. Pero al afiebrarte o al toser es cuando recordás, con la certeza de un amanecer (anochece a cada rato), todas y cada una de las palabras y gestos que perforaron tu cuerpo en miles de agujeros por los que se escapa la vida. La vida sin teorías ni análisis, la vida sin pandemia. Te duele perseguir un deseo y nunca alcanzarlo.
Sentarme frente al Word que convirtió a estas palabras en un galope desenfrenado de pensamientos fue la manera más estoica de afrontar el insomnio de los fantasmas que se corporizan en el vacío del ascensor, en los portazos, en los gritos de quienes no soportan el aislamiento forzado, en los olores a Lysoform, tuco y bifes que llegan desde otros balcones, en los diálogos de las vecinas y los vecinos de otros edificios, en los aplausos a las nueve de la noche, en los ejercicios de gimnasia desesperada en los livings, en las estrofas del Himno del pánico que todas y todos cantamos con implacable mudez. Cada ventana es una novela, la cuarentena sublingual de quienes llevamos adelante esta nueva obra de la humanidad titulada pacientes impacientes.
Pienso en quienes sí están en prisión, sin internet, ni bibliotecas, ni libros, ni cajones para ordenar, ni ropa para acomodar, ni comida en la heladera. Pienso en el encierro de quienes están en la calle, debajo de techos impropios, pienso en quienes están enfermos de otras enfermedades, de otros nombres ya lejanos por estos tiempos. Pienso en quienes cuidan a esos que padecen de manera horizontal. Te sentís más cómodo o más seguro cuando comparás con otras vidas. Con otras vidas que pueden ser tu vida. O la mía.
En todos los casos la vida se rompió.
Somos idas sin vueltas. Y a ese pasaje habrá que sacarlo en cuotas.
Un Word no interactúa pero parece estar hecho de calma, como si fuera un mililitro de alcohol en gel, un barbijo. Así, el texto comienza a hablarme en su peculiar lenguaje de ausencias. El cursor palpita. Es como si sintiera su respiración. Como si viera la palabra no escrita, la posibilidad, la idea. Llega un punto en el que la escritura se sale de nosotros. Creo que es ahí cuando comienza a disfrutarse el desahogo. Cuando la palabra se disocia del dedo. Cuando se escribe mientras se es un lector extrañado.
Entonces el Word dispara por sí mismo. O nos responde, nos viraliza, nos contagia. Escribo con fuerza, con un mundo en la garganta: ideal y normal riman con mal. Lo ideal nos mata y lo normal nos entierra. Somos la generación mejor preparada para tipear, criticar, observar, ironizar, comparar, competir, padecer, analizar y temer lo que hacen los demás. Mientras hacemos lo mismo que los demás.
*Foto departamentos de Eduardo Longoni. Otras: Infobae.