Cuando desperté, el virus seguía allí. Y ya no era sólo chino. Pero los prejuicios y la ignorancia corren a una velocidad de vértigo, casi tan rápido como el propio COVID 19.
Hay una crisis italiana que es distinta a la española y diferente también a la argentina: cada una con un manejo particular según sus recursos, idiosincrasia y situación política.
¿Y qué pasa en China? Primero habría que decir que cada vez que nos cuentan sobre cómo el gigante asiático viene capeando la pandemia nos acostumbramos a repetir eslóganes sin pensar que éstos responden, en gran medida, a categorías consideradas como universales por nuestro marco occidental de pensamiento. Esto no es más que el etnocentrismo resonando, la consideración de una particularidad propia como universal.
En su momento, cuando la amenaza parecía surreal y condenaba a ese “otro mundo” que es China, las políticas que se ejecutaban en Wuhan se hacían eco en los medios occidentales para relanzar nuestro orgullo civilizatorio. Se condenaba a ese Big Brother, o su versión posmoderna de Big Data, que intervenía en la privacidad de los sujetos.
Aquí habría que hacer una primera parada. La preponderancia de las libertades individuales como garantía mínima de los derechos humanos ha sido producto de la condensación de ciertos saberes de la cultura occidental. Tras la Revolución Francesa se pretendieron universalizar, y en el siglo XIX se tendió a una extensión planetaria de esta visión, justificada por la razón y la ciencia.
Si tomáramos distancia de nuestra supuesta centralidad nos daríamos cuenta que en gran parte del mundo no hubo algo así como una “revolución liberal” que sentase las bases para una concepción del individuo como sustancia. En esa lista ingresan las sociedades de raíz confuciana, como la China.
Es la cultura, estúpido, podríamos decir. Pero seremos más elegantes.
Sería lo mismo que subestimar la tradición judeocristiana o la filosofía griega para entender nuestra propia cosmovisión. Vale una última aclaración: cuando se habla de confucianismo no se limita sólo a lo escrito sobre el maestro Kong, así como el liberalismo no es sólo Locke. En este sentido, sólo puede brindar pistas para entender sus influencias.
Veamos. Las enseñanzas de Confucio se basaron en principios éticos para la vida en sociedad. Tenían un carácter pragmático, no perdiéndose en análisis metafísicos sino buscando las bases para llegar a un equilibrio, un orden. Allí radica el concepto clave: todo el universo funcionaría así, en armonía, desde la energía de nuestro cuerpo al Estado, todo conectado como si de raíces imaginarias se tratase.
La unidad mínima sería relacional, no habría una concepción de individuo, siempre al menos debe haber un par, seguramente a todos les suena el ying y el yang. Pasando por la familia, la comunidad, hasta el Estado. En este orden no cabría pensarse el bien individual sin conectarlo al bien colectivo, en cualquiera de sus magnitudes.
Para los parámetros de nuestro análisis, aquel que estaría invadiendo estas libertades sería el Estado, en este caso uno de partido único, es decir, no democrático en el sentido occidental. Éste encima, producto de una visión quizá heredada de la Unión Soviética, sería totalitario. El pueblo en contraparte sería sumiso y cooperativo frente a este Leviatán.
Aquí de nuevo habría que detenerse. Con el cuidado que esta afirmación conlleva se podría decir que la civilización china ha tenido una centralización estatal única. El peso de las redes centrípetas en su pasado dinástico habrían sido una característica distintiva. No se habría dado un proceso de feudalización al estilo europeo o incluso japonés. Pero además el Estado supo estar por encima de cualquier clase social, estamento, religión o interés.
En la historia reciente, esta característica política se reforzó con la llegada del Partido Comunista Chino (PCCh) e imprimió las subjetividades en la experiencia inmediata. El siglo que comenzó con la Guerra del Opio (1839-1844) y finalizó con la revolución de 1949 sería conocido como el de “la humillación” y marcaría el periodo de su “Edad Moderna”. Esa experiencia traumática se caracterizó por el desmembramiento nacional y la caída en desgracia del otrora rico y orgulloso imperio oriental.
Pero el pueblo chino se puso de pie, parafraseando a Mao. Y esta tarea se encaró de la mano de políticas estatistas.
Tras una serie de verdaderos desastres y cambios en la coyuntura internacional, comenzó una larga etapa de reformas de la mano de Deng en la década del ‘70. Se adoptó una estructura de mercado para redireccionar el consumo y retomar el crecimiento nacional. Pero el mercado siempre visto como una herramienta del Estado, no como una sustancia todopoderosa, inteligente y justa.
¿Y qué hay del pueblo? Otra caricatura común es la de una supuesta “naturaleza” sumisa y laboriosa del pueblo chino. Cuestión que no tendría ningún asidero en la historia. Revueltas que socavaron dinastías muy poderosas, o fracasos de éstas que se convirtieron en grandes masacres.
De fondo, había incluso una justificación moral. Para la tradición confuciana un mal gobierno implicaba un desequilibrio en “el orden”, una pérdida del “favor del cielo”. El soberano en tiempos premodernos, a diferencia de otras culturas, no tenía ninguna garantía divina más que conservar este equilibrio, si este se perdía, su figura podía ser cuestionada.
No obstante, creer que la serie de eventos que transcurrieron desde la revolución hasta la actualidad es obra solamente de la voluntad de los líderes comunistas sería una subestimación del pueblo. El PCCh tuvo que cambiar varias veces el rumbo de sus planes para evitar romper la relación con sus bases.
En definitiva, ¿El miedo y la pasividad frente a un poder soberano no han sido una constante en los pueblos? La opresión siempre se ha mostrado limitada y a la larga ha sido contestada. Quizá lo que hay que intentar reflexionar es sobre un corrimiento de perspectiva. Más que un Estado totalitario y opresor, debamos ver una forma distinta de concebir la relación individuo, sociedad y Estado. Una no limitada a nuestra experiencia occidental.