Costó encontrar la casa. Es amena, amplia, prolija, natural y acogedora. Como Lydia.
Nos esperaba para hablar de libros. De cómo había tenido que desprenderse de los “libros peligrosos” en el setenta y pico. De cómo ese miedo profundo que nunca había sentido, ni volvió a sentir, la trajo a Varela, un paraje casi tan alejado como el fin del mundo.
Lydia nació en 1942 en Buenos Aires, pero pasó sus primeros años en Santa Cruz, con el frío helado curtiéndole la cara y una abuela inundándola de historias. Después, viajaron todos a Santa Fe donde se formó y transformó en militante y profesora. Pero el destino, los trabajos y las ideas los trajeron de nuevo a Buenos Aires.
A Lydia la conocí tres veces. En el año 1997 estudiaba el profesorado de Lengua y Literatura y Lydia era mi profesora, precisamente, de Literatura (lo único que me interesaba). Yo era caos e irreverencia. Lydia era.
No recuerdo demasiado de sus clases…sí que eran diferentes. Muchos videos y exposiciones, pero lo más interesante era el material. Era distinto. Sus artículos y el recorrido de lecturas eran diferentes. Ella era diferente. Recuerdo que en una feria a la que asistimos con varias profesoras, cuando todos buceaban en libros indispensables para ser buen docente, yo estaba sola en una mesa de saldos y tenía entre mis manos Felicidad perfecta, de Katherine Mansfield. Ella se paró detrás de mí y me preguntó; “¿te gusta?”. Le respondí que sí, y que esta lectura y otras tantas fuera de programa eran las culpables de mi falta de aplicación como alumna. Miró hacia la mesa de libros y con voz baja y dulce me dijo: “seguí con tus lecturas”.
No la vi por varios años. Era la madre de un compañero, la directora de una escuela de Varela y esa profesora que en algún momento me habilitó una puerta diferente. A veces la cruzaba o se nombraba en alguna charla.
Pero un día, buscando posibles entrevistados para el archivo oral sobre libros destruidos en la última dictadura nos volvimos a encontrar. Le pregunté a Nacho (compañero y ex Director de DDHH de Florencio Varela) si conocía a alguien que pudiera entrevistar: “Mi vieja”, me dijo.
Ahí conocí a la segunda Lydia. Nos encontramos para hacer una pre entrevista. Habían pasado más de 20 años desde nuestra última charla. Ella venía con una amiga de su clase de pilates. Estaba feliz y, con un café de por medio, me presentó a Lydia “la militante”, “la mujer”. Ahí supe que después de recibirse en Rosario de profesora y sin trabajo se vino a Buenos Aires. Que en Rosario aprendió a militar con el PRT mientras compartía un departamento con Ana María Sibori, en ese momento compañera de Gorrearán Merlo. Que en los 60 la militancia estaba en el aire y que en Rosario la poesía era el idioma oficial de la mano de Juanele. Después las cosas se pusieron difíciles y se vino a Buenos Aires. Trabajó como administrativa en el Ministerio de Educación mientras las redes de la militancia en la Juventud Peronista la iban envolviendo. Compañeros, amores, amigos, parejas, hijos, desaparecidos, miedo. Esa Lydia militante, madre, feminista, independiente y auténtica conoció el miedo después del 76. Nos confesó que “esa sensación de miedo profundo, yo nunca la volví a vivir. Miedo de abrir la puerta”.
Esa Lydia con dos chicos a cuestas en el 77 volvió a la casa de sus padres con una valija de libros que su padre le ayudó a quemar. La misma que en los 80 habiendo perdido el contacto con sus compañeros y pareja se vino al sur de la provincia a trabajar de maestra, como si el miedo se pudiera ocultar en el aula con un guardapolvo de armadura.
En ese café en el que conocí a la segunda Lydia, acordamos nuestro encuentro para la entrevista y me regaló su libro Digo sur, me contó sobre su escritura y sobre la importancia de Diana Bellessi como maestra de escritura y amiga en este momento en que la poesía y la familia, en ese orden, completan su vida.
Me regaló Digo sur y conocí a la tercera Lydia. Desde la primera página en donde las palabras se combinan con exquisitos recursos poéticos conocí a la niña que jugaba con un frío seco en la cara en el inhóspito sur argentino. A los abuelos gringos que le contaban historias de mitología germana. A la niña que conoció a Eva Perón a través del diálogo de su madre con su tía frente a la multitud esperando ver el cuerpo de la Señora. A la adolescente en el paisaje santafesino. A la militante y compañera entre Varela y Constitución. A la que sin saberlo siempre escribe sobre libros y desaparición. En su poesía conocí realmente a Lydia.
Lydia Helander nació en Buenos Aires en 1942 y actualmente reside en Florencio Varela. Es profesora en letras y poeta. Ha publicado la antología poética Viales y naufragios (2014) , Digo sur (2017) y Camino a casa (2019).
Walichu
Acomodo
viejas fotografías
en blanco y negro.
Poco a poco
voy recorriendo imágenes
y descubro
una nena frágil
que saluda al abuelo
trepada sobre el cerro Walichu
donde los tehuelches
dejaron sus marcas misteriosas.
Manos pequeñas, manos grandes,
rastros titilantes
en la oscuridad de la piedra subterránea,
aunque sólo se ve en la fotografía
una manito de carne y hueso
abierta al espacio,
como si desde el tiempo
no recorrido todavía,
llamaran las luces
de un país sin nombre.
Lydia Helander
Camino a casa (2019)