Por Fernando Pittaro
Cuando éramos pequeños, una maestra nos decía que si no leíamos nos iba a crecer la nariz y se nos iba a llenar la cara de granos. Nunca nos dijo que si leíamos íbamos a ser más felices. O íbamos a poder cantar como un ruiseñor. O a pasar inadvertidos como un colibrí.
En marzo de 2000, cuando faltaban tres años y medio para morir, el diario La Tercera de Chile, le preguntó a Roberto Bolaño:
– Si después de muerto debe volver a la Tierra, ¿convertido en qué persona o cosa regresaría?
-Un colibrí, que es el más pequeño de los pájaros y cuyo peso, en ocasiones, no llega a los dos gramos. La mesa de un escritor suizo. Un reptil del desierto de Sonora.
En esa entrevista descubrí a Bolaño. Fue un camino de ida. Todavía lo estoy descubriendo. Y para eso no queda otra salida que seguir leyéndolo.
Hay que leer a Bolaño. Una, dos, mil veces. Eso es lo que le recomiendo a cualquier amigo que no es aficionado a las letras cuando me preguntan por qué hay que leerlo.
Lo miro a los ojos, le advierto que tome asiento si está de pie, y le digo que hay dos razones fundamentales para hacerlo. Sigo serio como si el rostro de mi amigo fuera el tablero lleno de letras de un oculista, y le explico.
-Primero, te va a cambiar la vida; segundo, te van a dar ganas de escribir. Muchas.
Y antes que el interlocutor articule un movimiento de mandíbula, le advierto que no, que Roberto Bolaño no tiene nada que ver con Roberto Gómez Bolaños, el creador de El Chavo del Ocho y El Chapulín Colorado. Si el tipo me sigue prestando atención le digo que leer a Bolaño es como asistir a un banquete inolvidable, a la cena más exquisita antes de desaparecer de este mundo para siempre. Empezá por los cuentos, Llamadas Telefónicas o Putas Asesinas, seguí con algo de poesía (tomá al azar algún verso de La Universidad desconocida) y terminá (que es como empezar, porque en realidad ahí empieza todo) con Los detectives salvajes. En ese momento de la charla, mi amigo ya se fue a comprar los libros. Me quedo sólo y ahí es donde me pongo a pensar por qué Bolaño, por qué Los detectives salvajes, por qué esa novela me enamoró de un tirón y para siempre de la literatura como forma de vida, como impulso vital, como necesidad imperiosa, como instante de lucidez, como destello de felicidad, como defensa propia para no caer en el vacío.
No soy objetivo, claro está. ¿Quién podría serlo ante un artefacto literario que te deja los ojos llenos de preguntas?
¿Quién podría serlo con una obra de arte (ahí descubrí que las obras de arte podían abrazarte) que te enrolla como una serpiente?
El propio Bolaño se preguntó alguna vez cómo reconocer una obra de arte, y se respondió que se trataba de una operación fácil: había que traducirla, que el traductor sea una lumbrera, que se puedan arrancar hojas al azar y dejarlas tiradas en un desván, y ver qué pasa. Para Bolaño “si después de todo esto aparece un joven y la lee, y tras leerla la hace suya, y le es fiel (o infiel, qué más da) y la reinterpreta y la acompaña en su viaje a los límites y ambos se enriquecen y el joven añade un gramo de valor a su valor natural, estamos ante algo, una máquina o un libro, capaz de hablar a todos los seres humanos: no un campo labrado sino una montaña, no la imagen del bosque oscuro sino el bosque oscuro, no una bandada de pájaros sino el Ruiseñor.»
Eso es Bolaño. Y digo ES porque Bolaño no fue ni será. Bolaño es presente puro, un apellido imposible de conjugar en otro tiempo verbal. Un pájaro extraño que se aparta de la bandada, que vuelve a la Tierra y vuela tan alto que nadie distingue si se trata de un ruiseñor o un colibrí.
Sea lo que sea, la sensación al mirarlo surcar el cielo como una estrella distante es la misma: unas ganas locas de atraparlo y querer cantar como él.
FOTOGRAFÍA: Prensa CCCB